– Busco a Marta Torrent.
– ¿A la doctora Torrent…? -repitió la chica, añadiendo el título académico por si lo había olvidado-. ¿De parte de quién?
– Soy el hermano de Daniel Cornwall. Tengo una cita con ella al…
– ¡El hermano de Daniel! -exclamaron varias voces al unísono, pronunciando el nombre como se dice aquí, con el acento en la última sílaba. Y, como si aquel nombre hubiera sido una inmejorable tarjeta de visita, todos se levantaron de sus asientos y se me acercaron.
– Te pareces muchísimo a tu hermano… ¡Aunque en moreno! -dejó escapar una joven de barbilla pronunciada y largo flequillo mientras me tendía la mano-. Yo soy Antonia Marí, compañera de Daniel.
– Todos lo somos -me aclaró un hombrecillo de grandes entradas canosas y gafas de níquel-. Pere Sirera. Encantado. Yo fui quien habló contigo cuando llamaste pidiendo una entrevista con Marta.
Me estrechó también la mano y dejó sitio a la siguiente.
– ¡Así que tú eres el informático ricachón, ¿eh?! -soltó una mujer de unos cuarenta años que avanzó hacia mí asomando el cuello desde el interior de un estrambótico vestido floreado estilo Josefina Bonaparte-. Soy Mercè Boix. ¿Cómo está Daniel?
– Igual, gracias -repuse devolviéndole el saludo.
– Pero, ¿qué le ha pasado exactamente? -insistió la tal Mercè.
– Sabemos que Mariona vino a traer la baja, pero la doctora Torrent no nos ha explicado nada -dijo la chica de la puerta, cerrándola por fin e incorporándose al grupo.
– Sólo ha dicho que está ingresado en La Custodia y que no ha sido un accidente -pronunció lentamente Pere Sirera. Parecía estar pensando que, quizá, no era buena idea aquel interrogatorio. Y tenía razón.
– ¿Podemos ir a verle? -quiso saber Mercè.
– Bueno… -¿Cuántos de aquellos eran amigos de Daniel y cuántos sus enemigos, rivales o adversarios? ¿Quién estaba preocupado de verdad y quién ansiaba saber si iba a tener tiempo de ocupar su puesto antes de que volviera?-. De momento no recibe visitas… -Carraspeé-. Se desmayó. Perdió el conocimiento y le están haciendo algunas pruebas. Los médicos dicen que podrá regresar a casa esta semana.
– ¡Me alegro! -afirmó con una sonrisa Josefina Bonaparte-. ¡Estábamos bastante preocupados!
Me golpeé suavemente el pantalón con la rígida cartera de cuero, comunicando mi impaciencia. Quería ver a la catedrática y no podía pasar lo que quedaba de mañana charlando en aquella especie de sala comunal llena de mesas, sillas y armarios.
– Tengo una cita con la doctora Torrent -murmuré-. Debe de estar esperándome.
– Yo te acompaño -dijo Antonia, la del flequillo largo, dirigiéndose hacia un estrecho pasillo, casi invisible tras unos altos archivadores.
– ¡Dale recuerdos nuestros a Daniel!
– Por supuesto. Gracias -murmuré siguiendo a mi anfitriona.
Un póster con la imagen gibosa de un Neanderthal y con el lema «Del mono al hombre. Sevilla. VI Jornadas de Antropología Evolutiva» aparecía pegado junto a la puerta del despacho de la catedrática. Antonia dio un par de golpecitos sobre la hoja de madera y la entreabrió, introduciendo la cabeza por la rendija.
– Marta, ha venido el hermano de Daniel.
– Dile que entre, por favor -concedió una voz grave y modulada, tan musical que me pareció estar escuchando a una locutora de radio o a una cantante de ópera. Pero la voz me engañó porque, cuando la joven del flequillo se hizo a un lado para dejarme pasar, descubrí que Ona no había exagerado respecto a la edad y el carácter de la doctora Torrent. Lo primero que vi fue un pelo corto a punto de ser completamente blanco y, entre éste y unas cejas también blancas, un terrible ceño fruncido que me puso en guardia. Ciertamente, el ceño desapareció en cuanto sus ojos, cubiertos por unas modernas gafas de montura azul, muy estrechas y con un cordoncillo metálico que le colgaba de las patillas, se apartaron de los papeles que estaban examinando para fijarse en mí, pero yo ya me había llevado una desagradable impresión que no me abandonaría durante mucho tiempo. Si Ona había dicho que era una bruja, así debía de ser, porque, de entrada, no me había parecido otra cosa.
Amablemente, aunque sin exagerar, se quitó las gafas, se puso en pie y rodeó su mesa, deteniéndose a mitad de camino sin hacer el menor gesto de saludo. Tampoco sonreía; parecía como si yo le resultara indiferente, y aquella entrevista, sólo uno de los tantos inconvenientes que comportaba su cargo. Había que reconocerle una cosa: vestía con una elegancia impropia de alguien que se dedica al estudio y la investigación. Siempre había imaginado que las profesoras universitarias de cierta edad tendían a no ir muy arregladas, pero, si eso era cierto, la señora Torrent -que tendría unos cincuenta años y un cuerpo pequeño y delgado-, no se ajustaba al patrón. Llevaba un traje de chaqueta de ante, con unos tacones muy altos y, por todo complemento, un collar de perlas a juego con los pendientes y una ancha pulsera de plata. No le vi reloj por ninguna parte. Ahora, eso sí: debía de acudir todos los días a tomar rayos UVA porque morena, lo que se dice morena, lo estaba y mucho, hasta el punto de no necesitar maquillaje.
– Adelante, señor Cornwall. Tome asiento, por favor -dijo con aquella hermosa voz que parecía corresponder a otra persona.
– Me llamo Arnau Queralt, doctora Torrent. Soy el hermano mayor de Daniel.
Si le sorprendió la diferencia de apellidos no lo manifestó, limitándose a ocupar de nuevo su sillón y a mirarme fijamente a la espera de que yo diera comienzo a la charla. Por desgracia, como buen hacker, mi bagaje de habilidades sociales -que no intelectuales ni laborales- era mínimo y mis recursos procedían exclusivamente de la determinación y la fuerza de voluntad, así que dejé la cartera en el suelo, junto a mí, y me quedé en silencio, preguntándome por dónde empezar y qué debía decir. Lo malo fue que ese silencio se prolongó durante muchísimo tiempo porque la doctora Torrent era, desde luego, una mujer dura, con una flema fuera de lo normal, capaz de permanecer impertérrita en una situación que se estaba volviendo, por segundos, más y más violenta.
– Espero no molestarla demasiado, doctora Torrent -dije, al final, cruzando las piernas.
– No se preocupe -murmuró tan tranquila-. ¿Cómo está Daniel?
Ella también pronunciaba el nombre de mi hermano poniendo el acento en la última sílaba.
– Exactamente igual que el día que enfermó -le expliqué-. No ha mejorado.
– Lo lamento.
Fue precisamente entonces, ni un segundo antes ni un segundo después, cuando descubrí que me hallaba en el despacho de una demente y, lo que era aún peor, en su arriesgada compañía. No sé por qué pero, hasta ese momento, mi atención se había centrado exclusivamente en la catedrática, sin percatarme de que había entrado en la celda psiquiátrica de una loca peligrosa. Si mi hermano tenía centenares de libros y carpetas en su pequeño despacho de casa, aquella mujer, disfrutando del doble o el triple de espacio, tenía la misma congestión literaria pero, además, en los huecos había incrustado los objetos más delirantes que se pueda imaginar: lanzas con puntas de sílex, jarras de cerámica toscamente pintadas, ollas rotas con tres patas, vasos con caras humanas de ojos saltones, extrañas esculturas de granito tanto de hombres como de animales, fragmentos de toscos tejidos coloreados colgados en la parte alta de las paredes como si fueran refinados tapices, largas hojas de cuchillos desportillados, ídolos antropomórficos con unos curiosos gorritos parecidos a los cubiletes para jugar a los dados, y, por si faltaba algo, sobre una peana, en un rincón, una pequeña momia reseca, encogida sobre sí misma, que miraba hacia el techo con un gesto descompuesto y un grito inacabado. De haber podido, yo hubiera hecho lo mismo que ella porque, además, colgando de invisibles hilos de nailon, a media altura del cuarto se balanceaban un par de hermosas calaveras -¡de cráneo alargado!- movidas por los torbellinos del aire acondicionado.