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La casa renacía de sus cenizas y yo navegaba en el amor de Delgadina con una intensidad y una dicha que nunca conocí en mi vida anterior. Gracias a ella me enfrenté por vez primera con mi ser natural mientras transcurrían mis noventa años. Descubrí que mi obsesión de que cada cosa estuviera en su puesto, cada asunto en su tiempo, cada palabra en su estilo, no era el premio merecido de una mente en orden, sino al contrario, todo un sistema de simulación inventado por mí para ocultar el desorden de mi naturaleza. Descubrí que no soy disciplinado por virtud, sino como reacción contra mi negligencia; que parezco generoso por encubrir mi mezquindad, que me paso de prudente por mal pensado, que soy conciliador para no sucumbir a mis cóleras reprimidas, que sólo soy puntual para que no se sepa cuan poco me importa el tiempo ajeno. Descubrí, en fin, que el amor no es un estado del alma sino un signo del zodíaco.

Me volví otro. Traté de releer los clásicos que me orientaron en la adolescencia, y no pude con ellos. Me sumergí en las letras románticas que repudié cuando mi madre quiso imponérmelas con mano dura, y por ellas tomé conciencia de que la fuerza invencible que ha impulsado al mundo no son los amores felices sino los contrariados. Cuando mis gustos en música hicieron crisis me descubrí atrasado y viejo, y abrí mi corazón a las delicias del azar.

Me pregunto cómo pude sucumbir en este vértigo perpetuo que yo mismo provocaba y temía. Flotaba entre nubes erráticas y hablaba conmigo mismo ante el espejo con la vana ilusión de averiguar quién soy. Era tal mi desvarío, que en una manifestación estudiantil con piedras y botellas, tuve que sacar fuerzas de flaqueza para no ponerme al frente con un letrero que consagrara mi verdad: Estoy loco de amor.

Obnubilado por la evocación inclemente de Delgadina dormida, cambié sin la menor malicia el espíritu de mis notas dominicales. Fuera cual fuera el asunto las escribía para ella, las reía y las lloraba para ella, y en cada palabra se me iba la vida. En lugar de la fórmula de gacetilla tradicional que tuvieron desde siempre, las escribí como cartas de amor que cada quien podía hacer suyas. Propuse en el periódico que el texto no se alzara en linotipo sino que fuera publicado con mi caligrafía florentina. Al jefe de redacción, cómo no, le pareció otro acceso de vanidad senil, pero el director general lo convenció con una frase que todavía anda suelta por la redacción:

– No se equivoque: los loquitos mansos se adelantan al porvenir.

La respuesta pública fue inmediata y entusiasta, con numerosas cartas de lectores enamorados. Algunas las leían en los noticieros de radio con urgencias de última hora, y se hicieron copias en mimeógrafos o papel carbón, que vendían como cigarrillos de contrabando en las esquinas de la calle San Blas. Desde el principio fue evidente que obedecían a las ansias de expresarme, pero me hice a la costumbre de tomarlas en cuenta al escribir, y siempre con la voz de un hombre de noventa años que no aprendió a pensar como viejo. La comunidad intelectual, como de sólito, se mostró timorata y dividida, y hasta los grafólogos menos pensados montaron controversias por los análisis erráticos de mi caligrafía. Fueron ellos los que dividieron los ánimos, recalentaron la polémica y pusieron de moda la nostalgia.

Antes del fin del año me había arreglado con Rosa Cabarcas para dejar en el cuarto el abanico eléctrico, los recursos del tocador y lo que siguiera llevando en el futuro para hacerlo vivible. Llegaba a las diez, siempre con algo nuevo para ella, o para gusto de ambos, y dedicaba unos minutos a sacar la utilería escondida para armar el teatro de nuestras noches. Antes de irme, nunca más tarde de las cinco, volvía a asegurar todo bajo llave. La alcoba quedaba entonces tan escuálida como fue en sus orígenes para los amores tristes de los clientes casuales. Una mañana oí que Marcos Pérez, la voz más escuchada de la radio desde el amanecer, había decidido leer mi nota dominical en su noticiero de los lunes. Cuando pude reprimir la náusea dije sobrecogido: Ya lo sabes, Delgadina, la fama es una señora muy gorda que no duerme con uno, pero cuando uno despierta está siempre mirándonos frente a la cama.

Uno de esos días me quedé a desayunar con Rosa Cabarcas, que empezaba a parecerme menos decrépita a pesar del luto severo y del bonete negro que ya le tapaba las cejas. Sus desayunos tenían fama de espléndidos, con una carga de pimienta que me hacía llorar. Al primer bocado de fuego vivo le dije bañado en lágrimas: Esta noche no me hará falta la luna llena para que me arda el culo. No te quejes, dijo ella. Si te arde es porque todavía lo tienes, a Dios gracias.

Se sorprendió cuando mencioné el nombre de Delgadina. No se llama así, dijo, se llama. No me lo digas, la interrumpí, para mí es Delgadina. Ella se encogió de hombros: Bueno, al fin y al cabo es tuya, pero me parece un nombre de diurético. Le conté lo del letrero del tigre que la niña había escrito en el espejo. No pudo ser ella, dijo Rosa, porque no sabe leer ni escribir. ¿Entonces quién? Ella se encogió de hombros: Puede ser de alguien que se murió en el cuarto.

Yo aprovechaba aquellos desayunos para desahogarme con Rosa Cabarcas y le pedía favores mínimos para el bienestar y el buen ver de Delgadina. Me los concedía sin pensarlo con una picardía de colegiala. ¡Qué risa!, me dijo por aquellos días. Me siento como si me estuvieras pidiendo su mano. Y a propósito, se le ocurrió, ¿por qué no te casas con ella? Me quedé de una pieza. En serio, insistió, te sale más barato. Al fin y al cabo, el problema a tu edad es servir o no servir, pero ya me dijiste que lo tienes resuelto. Le salí al paso: El sexo es el consuelo que uno tiene cuando no le alcanza el amor.

Ella soltó la risa: Ay, mi sabio, siempre supe que eres muy hombre, que siempre lo fuiste, y me alegra que lo sigas siendo mientras tus enemigos entregan las armas. Con razón se habla tanto de ti. ¿Oíste a Marcos Pérez? Todo el mundo lo oye, le dije, para cortar el tema. Pero ella insistió: También el profesor Camacho y Cano, en La hora de todo un poco, dijo ayer que el mundo ya no es lo que era porque no quedan muchos hombres como tú.

Aquel fin de semana encontré a Delgadina con fiebre y tos. Desperté a Rosa Cabarcas para que me diera algún remedio casero, y me llevó al cuarto un botiquín de primeros auxilios. Dos días después Delgadina seguía postrada, y no había podido volver a su rutina de pegar botones. El médico le había prescrito un tratamiento casero para una gripa común que cedería en una semana, pero se alarmó por su estado general de desnutrición. Dejé de verla, y sentí que me hacía falta, y aproveché para arreglar el cuarto sin ella.

Llevé también un dibujo a pluma de Cecilia Porras para Todos estábamos a la espera, el libro de cuentos de Alvaro Cepeda. Llevé los seis tomos de Juan Cristóbal, de Romain Rolland, para pastorear mis vigilias. De modo que cuando Delgadina pudo volver a la habitación la encontró digna de una felicidad sedentaria: el aire purificado con un insecticida aromático, paredes color de rosa, lámparas matizadas, flores nuevas en los floreros, mis libros favoritos, los buenos cuadros de mi madre colgados de otro modo, según los gustos de hoy. Había cambiado el viejo radio por uno de onda corta que mantenía sintonizado en un programa de música culta, para que Delgadina aprendiera a dormir con los cuartetos de Mozart, pero una noche lo encontré en una estación especializada en boleros de moda. Era el gusto de ella, sin duda, y lo asumí sin dolor, pues también yo lo había cultivado con el corazón en mis mejores días. Antes de volver a casa al día siguiente escribí en el espejo con el lápiz de labios: Niña mía, estamos solos en el mundo.

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