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Paco llega, sofocado, con la lengua fuera, al bar de la calle de Narváez. El dueño, Celestino Ortiz, sirve una copita de cazalla al guardia García.

– El abuso del alcohol es malo para las moléculas del cuerpo humano, que son, como ya le dije alguna vez, de tres clases: moléculas sanguíneas, moléculas musculares y moléculas nerviosas, porque las quema y las echa a perder, pero una copita de cuando en cuando sirve para calentar el estómago.

– Lo mismo digo.

– …y para alumbrar las misteriosas zonas del cerebro humano.

El guardia Julio García está embobado.

– Cuentan que los filósofos antiguos, los de Grecia y los de Roma y los de Cartago, cuando querían tener algún poder sobrenatural…

La puerta se abrió violentamente y un ramalazo de aire helado corrió sobre el mostrador.

– ¡Esa puerta!

– ¡Hola, señor Celestino!

El dueño le interrumpió. Ortiz cuidaba mucho los tratamientos, era algo así como un jefe de protocolo en potencia.

– Amigo Celestino.

– Bueno, déjese ahora. ¿Ha venido Martín por aquí?

– No, no ha vuelto desde el otro día, se conoce que se enfadó; a mí esto me tiene algo disgustado, puede creerme. Paco se volvió de espaldas al guardia.

– Mire. Lea aquí.

Paco le dio un periódico doblado.

– Ahí abajo.

Celestino lee despacio, con el entrecejo fruncido.

– Mal asunto.

– Eso creo.

– ¿Qué piensa usted hacer?

– No sé. ¿A usted qué se le ocurre? Yo creo que será mejor hablar con la hermana, ¿no le parece? ¡Si pudiéramos mandarlo a Barcelona, mañana mismo!

En la calle de Torrijos, un perro agoniza en el alcorque de un árbol. Lo atropello un taxi por mitad de la barriga. Tiene los ojos suplicantes y la lengua fuera. Unos niños le hostigan con el pie. Asisten al espectáculo dos o tres docenas de personas.

Doña Jesusa se encuentra con Purita Bartolomé.

– ¿Qué pasa ahí?

– Nada, un chucho deslomado.

– ¡Pobre!

Doña Jesusa coge de un brazo a Purita.

– ¿Sabes lo de Martín?

– No, ¿qué le pasa?

– Escucha.

Doña Jesusa lee a Purita unas lineas del periódico.

– ¿Y ahora?

– Pues no sé, hija, me temo que nada bueno. ¿Lo has visto?

– No, no lo he vuelto a ver.

Unos basureros se acercan al grupo del can moribundo, cogen al perro de las patas de atrás y lo tiran dentro del carrito. El animal da un profundo, un desalentado aullido de dolor, cuando va por el aire. El grupo mira un momento para los basureros y se disuelve después. Cada uno tira para un lado. Entre las gentes hay, quizás, algún niño pálido que goza -mientras sonríe siniestramente, casi imperceptiblemente- en ver como el perro no acaba de morir…

Ventura Aguado habla con la novia, con Julita, por teléfono.

– Pero ¿ahora mismo?

– Sí, hija, ahora mismo. Dentro dé media hora estoy en el Metro de Bilbao, no faltes.

– No, no, pierde cuidado. Adiós.

– Adiós, échame un beso…

– Tómalo, mimoso.

A la media hora, al llegar a la boca del Metro de Bilbao, Ventura se encuentra con Julita, que ya espera. La muchacha tenía una curiosidad enorme, incluso hasta un poco de preocupación. ¿Qué pasaría?

– ¿Hace mucho tiempo que has llegado?

– No, no llega a cinco minutos. ¿Qué ha pasado?

– Ahora te diré, vamos a meternos aquí. Los novios entran en una cervecería y se sientan al fondo, ante una mesa casi a oscuras.

– Lee.

Ventura enciende una cerilla para que la chica pueda leer.

– ¡Pues sí, en buena se ha metido tu amigo!

– Eso es todo lo que hay, por eso te llamaba. Julita está pensativa.

– ¿Y qué va a hacer?

– No sé, no lo he visto.

La muchacha coge la mano del novio y da una chupada de su cigarro.

– ¡Vaya por Dios!

– Sí, en perro flaco todas son pulgas… He pensado que vayas a ver a la hermana, vive en la calle de Ibiza.

– ¡Pero si no la conozco!

– No importa, le dices que vas de parte mía. Lo mejor era que fueses ahora mismo. ¿Tienes dinero?

– No.

– Toma dos duros. Vete y vuelve en taxi, cuanto más prisa nos demos es mejor. Hay que esconderlo, no hay más remedio.

– Sí, pero… ¿No nos iremos a meter en un lío?

– No sé, pero no hay más remedio. Si Martin se ve solo es capaz de hacer cualquier estupidez.

– Bueno, bueno, ¡tú mandas!

– Anda, vete ya.

– ¿Qué número es?

– No sé, es esquina a la segunda bocacalle, a la izquierda, subiendo por Narváez, no sé cómo se llama. Es en la acera de allá, en la de los pares, después de cruzar. Su marido se llama González, Roberto González.

– ¿Tú me esperas aquí?

– Sí, yo me voy a ver a mi amigo que es hombre de mucha mano, y dentro de media hora estoy aquí otra vez.

El señor Ramón habla con don Roberto, que no ha ido a la oficina, que pidió permiso al jefe por teléfono.

– Es algo muy urgente, don José, se lo aseguro; muy urgente y muy desagradable. Ya sabe que a mí no me gusta abandonar el trabajo sin más ni más. Es un asunto de familia.

– Bueno, hombre, bueno, no venga usted, ya diré a Díaz que eche una ojeada por su Negociado.

– Muchas gracias, don José, que Dios se lo pague. Yo sabré corresponder a su benevolencia.

– Nada, hombre, nada, aquí estamos todos para ayudarnos como buenos amigos, el caso es que arregle usted su problema.

– Muchas gracias, don José, a ver si puede ser… El señor Ramón tiene el aire preocupado.

– Mire usted, González, si usted me lo pide yo lo escondo aquí unos días; pero después, que busque otro sitio. No es por nada, porque aquí mando yo, pero la Paulina se va a poner hecha un basilisco en cuanto se entere.

Martín tira por los largos caminos del cementerio. Sentado a la puerta de la capilla, el cura lee una novela de vaqueros del Oeste. Bajo el tibio sol de diciembre los gorriones pían, saltando de cruz a cruz, meciéndose en las ramas desnudas de los árboles. Una niña pasa en bicicleta por el sendero; va cantando, con su tierna voz, una ligera canción de moda. Todo lo demás es suave silencio, grato silencio. Martín siente un bienestar inefable.

Petrita habla con su señorita, con la Filo.

– ¿Qué le pasa a usted, señorita?

– Nada, el niño que está malito, ya sabes tú. Petrita sonríe con cariño.

– No, el niño no tiene nada. A la señorita le pasa algo peor.

Filo se lleva el pañuelo a los ojos.

– Esta vida no trae más que disgustos, hija, ¡tú eres aún muy chiquilla para comprender!

Rómulo, en su librería de lance, lee el periódico.

"Londres. Radio Moscú anuncia que la conferencia entre Churchill, Roosevelt y Stalin se ha celebrado en Teherán hace unos días."

– ¡Este Churchill, es el mismo diablo! ¡Con la mano de años que tiene y largándose de un lado para otro como si fuese un pollo!

"Cuartel General del Führer. En la región de Gomel, del sector central del Frente del Este, nuestras fuerzas han evacuado los puntos de…"

– ¡Huy, huy! ¡A mí esto me da muy mala espina! "Londres. El Presidente Roosevelt llegó a la isla de Malta a bordo de su avión gigante Douglas."

– ¡Qué tío! ¡Pondría una mano en el fuego porque ese aeroplanito tiene hasta retrete!

Rómulo pasa la hoja y recorre las columnas, casi cansadamente, con la mirada.

Se detiene ante unas breves, apretadas líneas. La garganta se le queda seca y los oídos le empiezan a zumbar.

– ¡Lo que faltaba para el duro! ¡Los hay gafes!

Moreno, viuda de D. Sebastián Marco Fernández. Falleció en Madrid el 20 de diciembre de 1934."

Martín no va todos los años a visitar los restos de la madre, en el aniversario. Va cuando se acuerda.

Martin se descubre. Una leve sensación de sosiego, siente que le da placidez al cuerpo. Por encima de las tapias del cementerio, allá a lo lejos, se ve la llanura color pardo en la que el sol se para, como acostado. El aire es frío, pero no helador. Martin, con el sombrero en la mano, nota en la frente una ligera caricia ya casi olvidada, una vieja caricia del tiempo de la niñez…

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