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A
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años?

– ¡Es verdad!

– ¿No te acordabas?

– No, para qué te voy a mentir. Has hecho bien en decírmelo, quiero hacerte un regalo.

– No seas tonto, ¡pues sí que estás tú para regalos!

– Una cosita pequeña, algo que te sirva de recuerdo.

La mujer pone las manos sobre las rodillas del hombre.

– Lo que yo quiero es que me hagas un verso, como hace años. ¿Te acuerdas?

¾Si…

La Filo posa su mirada, tristemente, sobre la mesa.

– El año pasado no me felicitasteis ni tú ni Roberto, os olvidasteis los dos.

Filo pone la voz mimosa: una buena actriz la hubiera puesto opaca.

– Estuve toda la noche llorando…

¾Martin la besa.

– No seas boba, parece que vas a cumplir catorce años.

– Qué vieja soy ya, ¿verdad? Mira cómo tengo la cara de arrugas. Ahora, esperar que los hijos crezcan, seguir envejeciendo y después morir. Como mamá, la pobre.

Don Roberto, en la panadería, seca con cuidado el asiento de la última partida de su libro. Después lo cierra y rompe unos papeles con los borradores de las cuentas.

En la calle se oye lo de los pantalones estrechitos y lo de los señoritos de la misa.

¾Adiós, señor Ramón, hasta el próximo dia.

¾A seguir bien, González, hasta más ver. Que cumpla muchos la señora y todos con salud.

¾Gracias, señor Ramón, y usted que lo vea.

Por los solares de la Plaza de Toros, dos hombres van de retirada.

– Estoy helado. Hace un frío como para destetar buitres.

– Ya, ya.

Los hermanos hablan en la diminuta cocina. Sobre la apagada chapa del carbón, arde un hornillo de gas.

– Aqui no sube nada a estas horas, abajo hay un hornillo ladrón.

En el gas cuece un puchero no muy grande. Encima de la mesa, media docena de chicharros espera la hora de la sartén.

– A Roberto le gustan mucho los chicharros fritos.

– Pues también es un gusto…

– Déjalo, ¿A ti qué daño te hace? Martín, hijo, ¿por qué le tienes esa manía?

– ¡Por mí! Yo no le tengo manía, es él quien me la tiene a mí. Yo lo noto y me defiendo. Yo sé que somos de dos maneras distintas.

Martín toma un ligero aire retórico, parece un profesor.

– A él le es todo igual y piensa que lo mejor es ir tirando como se pueda. A mí, no; a mí no me es todo igual ni mucho menos. Yo sé que hay cosas buenas y cosas malas, cosas que se deben hacer y cosas que se deben evitar.

– ¡Anda, no eches discursos!

– Verdaderamente. ¡Así me va!

La luz tiembla un instante en la bombilla, hace una finta, y se marcha. La timida, azulenca llama del gas lame, pausadamente, los bordes del puchero.

– ¡Pues sí!

– Pasa algunas noches, ahora hay una luz muy mala.

– Ahora tenía que haber la misma luz de siempre. ¡ La Compañía, que querrá subirla! Hasta que suban la luz no la darán buena, ya verás. ¾¿Cuánto pagas ahora de luz?

– Catorce o dieciséis pesetas, según.

– Después pagarás veinte o veinticinco.

– ¡Qué le vamos a hacer!

– ¿Así queréis que se arreglen las cosas? ¡Vais buenos!

La Filo se calla y Martín entrevé en su cabeza una de esas soluciones que nunca cuajan. A la incierta lucecilla del gas, Martín tiene un impreciso y vago aire de zahori.

A Celestino le coge el apagón en la trastienda.

– ¡Pues la hemos liado! Estos desalmados son capaces de desvalijarme.

Los desalmados son los clientes.

Celestino trata de salir a tientas y tira un cajón de gaseosas. Las botellas hacen un ruido infernal al chocar contra los baldosines.

– ¡Me cago hasta en la luz eléctrica! Suena una voz desde la puerta.

– ¿Qué ha pasado?

– ¡Nada! ¡Rompiendo lo que es mío!

Doña Visitación piensa que una de las formas más eficaces para alcanzar el mejoramiento de la clase obrera, es que las señoras de la Junta de Damas organicen concursos de pinacle.

– Los obreros -piensa- también tienen que comer, aunque muchos son tan rojos que no se merecerían tanto desvelo.

Doña Visitación es bondadosa y no cree que a los obreros se les debe matar de hambre, poco a poco.

Al poco tiempo, la luz vuelve, enrojeciendo primero el filamento, que durante unos segundos parece hecho como de venidas de sangre, y un resplandor intenso se extiende, de repente, por la cocina. La luz es más fuerte y más blanca que nunca y los paquetillos, las tazas, los platos que hay sobre el vasar, se ven con mayor precisión, corno si hubieran engordado, como si estuvieran recién hechos.

– Está todo muy bonito, Filo.

– Limpio…

– ¡Ya lo creo!

Martin pasea su vista con curiosidad por la cocina, como si no la conociera. Después se levanta y coge su sombrero. La colilla la apagó en la pila de fregar y la tiró después, con mucho cuidado, en la lata de la basura.

– Bueno, Filo; muchas gracias, me voy ya.

– Adiós, hijo, de nada; yo bien quisiera darte algo más… Ese huevo lo tenía para mí, me dijo el médico que tomara dos huevos al día.

– ¡Vaya!

– ¡Déjalo, no te preocupes! A ti te hace tanta falta como a mi.

– Verdaderamente.

– Qué tiempos, ¿verdad, Martín?

– Sí, Filo, ¡qué tiempos! Pero ya se arreglarán las cosas, tarde o temprano.

– ¿Tú crees?

– No lo dudes. Es algo fatal, algo incontenible, algo que tiene la fuerza de las mareas.

Martin va hacia la puerta y cambia de voz.

– En fin… ¿Y Petrita?

– ¿Ya estás?

– No, mujer, era para decirle adiós.

– Déjala. Está con los dos peques, que tienen miedo; no los deja hasta que se duermen. La Filo sonríe, para añadir:

– Yo, a veces, también tengo miedo, me imagino que me voy a quedar muerta de repente…

Al bajar la escalera, Martín se cruza con su cuñado que sube en el ascensor. Don Roberto va leyendo el periódico. A Martín le dan ganas de abrirle una puerta y dejarlo entre dos pisos.

Laurita y Pablo están sentados frente a frente; entre los dos hay un florerito esbelto con tres rosas pequeñas dentro.

– ¿Te gusta el sitio?

– Mucho.

El camarero se acerca. Es un camarero joven, bien vestido, con el negro pelo rizado y el ademán apuesto. Laurita procura no mirarle; Laurita tiene un directo, un inmediato concepto del amor y de la fidelidad.

– La señorita, consomé; lenguado al horno y pechuga Villeroy. Yo voy a tomar consomé y lubina hervida, con aceite y vinagre.

– ¿No vas a comer más?

– No, nena, no tengo ganas. Pablo se vuelve al camarero.

– Media de Sauternes y otra media de Borgoña. Está bien.

Laurita, por debajo de la mesa, acaricia una rodilla de Pablo.

– ¿Estás malo?

– No, malo, no; he estado toda la tarde a vueltas con la comida, pero ya me pasó. Lo que no quiero es que repita.

La pareja se miró a los ojos y con los codos apoyados sobre la mesa, se cogieron las dos manos apartando un poco el florerito.

En un rincón, una pareja que ya no se coge las manos, mira sin demasiado disimulo.

– ¿Quién es esa conquista de Pablo?

– No sé, parece una criada, ¿te gusta?

– Psché, no está mal…

– Pues vete con ella, si te gusta, no creo que te sea demasiado difícil.

– ¿Ya estás?

– Quien ya está eres tú. Anda, rico, déjame tranquila que no tengo ganas de bronca; esta temporada estoy muy poco folklórica.

El hombre enciende un pitillo.

– Mira, Mari Tere, ¿sabes lo que te digo?, que asi no vamos a ningún lado.

– ¡Muy flamenco estás tú! Déjame si quieres, ¿no es eso lo que buscas? Todavía tengo quien me mire a la cara.

– Habla más bajo, no tenemos por qué dar tres cuartos al pregonero.

La señorita Elvira deja la novela sobre la mesa de noche y apaga la luz. "Los misterios de París" se quedan a oscuras al lado de un vaso mediado de agua, de unas medias usadas y de una barra de rouge ya en las últimas.

Antes de dormirse, la señorita Elvira siempre piensa un poco.

– Puede que tenga razón doña Rosa. Quizá sea mejor volver con el viejo, así no puedo seguir. Es un baboso, pero, ¡después de todó!, ya no tengo mucho donde escoger. La señorita Elvira se conforma con poco, pero ese poco casi nunca lo consigue. Tardó mucho tiempo en enterarse de cosas que, cuando las aprendió, le cogieron ya con los ojos llenos de patas de gallo y los dientes picados y ennegrecidos. Ahora se conforma con no ir al hospital, con poder seguir en su miserable fonducha; a lo mejor, dentro de unos años, su sueño dorado es una cama en el hospital, al lado del radiador de la calefacción.

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