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Un hombre baja por Goya leyendo el periódico; cuando lo cogemos pasa por delante de una pequeña librería de lance que se llama "Alimente usted su espíritu". Una criadita se cruza con él.

– ¡Adiós, señorito Paco!

El hombre vuelve la cabeza.

– ¡Ah! ¿Eres tú? ¿A dónde vas?

– Voy a casa, vengo de ver a mi hermana, la casada.

– Muy bien.

El hombre la mira a los ojos.

– Qué, ¿tienes novio ya? Una mujer como tú no puede esrar sin novio…

La muchacha ríe a carcajadas.

– Bueno, me voy; llevo la mar de prisa.

– Pues, adiós, hija, y que no te pierdas. Oye, dile al señorito Martín, si le ves, que a las doce me pasaré por el bar de Narváez.

– Bueno.

La muchacha se va y Paco la sigue con la mirada hasta que se pierde entre la gente.

– Anda como una corza.

Paco, el señorito Paco, encuentra guapas a todas las mujeres, no se sabe si es un cachondo o un sentimental. La muchacha que acaba de saludarle, lo es, realmente, pero aunque no lo fuese hubiera sido lo mismo: para Paco, todas son Miss España.

– Igual que una corza…

El hombre se vuelve y piensa, vagamente, en su madre, muerta ya hace años. Su madre llevaba una cinta de seda negra al cuello, para sujetar la papada, y tenía muy buen aire, en seguida se veía que era de una gran familia. El abuelo de Paco había sido general y marqués, y murió en un duelo a pistola en Burgos; lo mató un diputado progresista que se llamaba don Edmundo Páez Pacheco, hombre masón y de ideas disolventes.

A la muchachita le apuntaban sus cosas debajo del abriguillo de algodón. Los zapatos los llevaba un poco deformados ya. Tenia los ojos claritos, verdicastaños y algo achinados. "Vengo de casa de mi hermana la casada." "Je, je…Su hermana la casada, ¿te acuerdas, Paco?".

Don Edmundo Páez Pacheco murió de unas viruelas, en Almería, el año del desastre.

La chica, mientras hablaba con Paco, le había sostenido la mirada.

Una mujer pide limosna con un niño en el brazo, envuelto en trapos, y una gitana gorda vende lotería. Algunas parejas de novios se aman en medio del frío, contra viento y marea, muy cogiditos del brazo, calentándose mano sobre mano.

Celestino, rodeado de cascos vacíos en la trastienda de su bar, habla solo. Celestino habla solo, algunas veces. De mozo su madre le decía:

– ¿Qué?

– Nada, estaba hablando solo.

– ¡Ay, hijo, por Dios, que te vas a volver loco!

La madre de Celestino no era tan señora como la de Paco.

– Pues no los doy, los rompo en pedazos, pero no los doy. O me pagan lo que valen o no se los llevan, no quiero que me tomen el pelo, no me da la gana, ¡a mi no me roba nadie! ¡Ésta, ésta es la explotación del comerciante! O se tiene voluntad o no se tiene. ¡Naturalmente! O se es hombre o no se es. ¡A robar a Sierra Morena!

Celestino se encaja la dentadura y escupe rabioso contra el suelo.

– ¡Pues estaría bueno!

Martin Marco sigue caminando, lo de la bicicleta lo olvida pronto.

– Si esto de la miseria de los intelectuales se le hubiera ocurrido a Paco, ¡menuda! Pero no, Paco es un pelma, ya no se le ocurre nada. Desde que lo soltaron anda por ahí como un palomino sin hacer nada a derechas. Antes, aún componía de cuando en cuando algún verso, ¡pero lo que es ahora! Yo ya estoy harto de decírselo, ya no se lo digo

más. ¡Allá él! Si piensa que haciendo el vago va a queda está listo.

El hombre siente un escalofrío y compra veinte de castañas -cuatro castañas- en la boca del Metro que hay esquina a Hermanos Álvarez Quintero, esa boca abierta de par en par, como la del que está sentado en el sillón de dentista, y que parece hecha para que se cuelen por ella los automóviles y los camiones.

Se apoya en la barandilla a comer sus castañas y, a la luz de los faroles de gas, lee distraidamente la placa de la calle.

– Éstos sí que han tenido suerte. Ahí están. Con una calle en el centro y una estatua en el Retiro. ¡Para que no riamos!

Martín tiene ciertos imprecisos raptos de respeto y de conservadurismo.

– ¡Qué cuernos! Algo habrán hecho cuando tienen tanta fama, pero, ¡sí, sí!, ¿quién es el flamenco que lo dice?

Por su cabeza vuelan, como palomitas de la polilla, las briznas de la conciencia que se le resisten.

– Sí; "una etapa del teatro español", "un ciclo que se propusieron cubrir y lo lograron", "un teatro fiel reflejo de las sanas costumbres andaluzas"… Un poco caritativo me parece todo esto, bastante emparentado con los suburbios y la fiesta de la banderita. ¡Qué le vamos a hacer! Pero no hay quien los mueva, ¡ahí están! ¡No los mueve ni Dios!

A Martín le trastorna que no haya un rigor en la clasifiación de los valores intelectuales, una ordenada lista de cerebros.

– Está todo igual, mangas por hombro. Dos castañas estaban frías y dos ardiendo.

Pablo Alonso es un muchacho joven, con cierto aire deportivo de moderno hombre de negocios, que tiene desde hace quince días una querida que se llama Laurita.

Laurita es guapa. Es hija de una portera de la calle de Lagasca. Tiene diecinueve años. Antes no tenía nunca un duro para divertirse y mucho menos cincuenta duros para un bolso. Con su novio, que era cartero, no se iba a ninguna parte. Laurita ya estaba harta de coger frío en Rosales, se le estaban llenando los dedos y las orejas de sabañones. A su amiga Estrella le puso un piso en Menéndez Pelayo un señor que se dedica a traer aceite.

Pablo Alonso levanta la cabeza.

– Manhattan.

– No hay whisky escocés, señor.

– Di en el mostrador que es para mi.

– Bien.

Pablo vuelve a coger la mano de la chica.

– Como te decía, Laurita. Es un gran muchacho, no puede ser más bueno de lo que es. Lo que pasa es que lo ves pobre y desastrado, a lo mejor con la camisa sucia de un mes y los pies fuera de los zapatos.

– ¡Pobre chico! ¿Y no hace nada?

¾Nada. Él anda con sus cosas a vueltas en la cabeza, pero, a fin de cuentas, no hace nada. Es una pena porque no tiene pelo de tonto.

– ¿Y tiene donde dormir?

– Si, en mi casa.

– ¿En tu casa?

– Sí, mandé que le pusieran una cama en un cuarto ropero y allí se mete. Por lo menos, no le llueve encima y está caliente.

La chica, que ha conocido la miseria de cerca, mira a Pablo a los ojos. En el fondo está emocionadilla.

– ¡Qué bueno eres, Pablo!

– No, bobita; es un amigo viejo, un amigo de antes de la guerra. Ahora está pasando una mala temporada, la verdad es que nunca lo pasó muy bien.

– ¿Y es bachiller?

Pablo se ríe.

– Sí, hija, es bachiller. Anda, hablemos de otra cosa. Laurita, para variar, volvió a la cantinela que empezara quince días atrás.

– ¿Me quieres mucho?

– Mucho.

– ¿Más que a nadie?

– Más que a nadie.

– ¿Me querrás siempre?

– Siempre.

– ¿No me dejarás nunca?

– Nunca.

– ¿Aunque vaya tan sucia como tu amigo?

– No digas tonterías.

El camarero, al inclinarse para dejar el servicio sobre la mesa, sonrió.

– Quedaba un fondo de White Label, señor.

– ¿Lo ves?

Al niño que cantaba flamenco le arreó una coz una golfa borracha. El único comentario fue un comentario puritano.

¾¡Caray, con las horas de estar bebida! ¿Qué dejará para luego?

El niño no se cayó al suelo, se fue de narices contra la pared. Desde lejos dijo tres o cuatro verdades a la mujer, se palpó un poco la cara y siguió andando. A la puerta de otra taberna volvió a cantar:

Estando un maestro sastre
cortando unos pantalones,
pasó un chavea gitano
que vendía camarones.
Óigame usted, señor sastre,
hágamelos estrechitos
pa que cuando vaya a misa
me miren los señoritos.
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