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– Pues os conviene hacer memoria.

Ya lo habían amenazado muchas veces en su vida, antes; y además estaba seguro de no salir con bien de aquélla. Así que, puestos a darle lo mismo, el capitán se mantuvo impasible. Eso no fue obstáculo para que escogiera con tiento las palabras:

– Desconozco si a alguien salvé la vida -dijo tras meditar un poco-. Pero recuerdo que, cuando se me encomendó cierto servicio, el principal de mis empleadores dijo que no quería muertes en aquel lance.

– Vaya. ¿Eso dijo?

– Eso mismo.

Las pupilas penetrantes del privado apuntaron al capitán como ánimas de arcabuz.

– ¿Y quién era ese principal? -preguntó con peligrosa suavidad.

Alatriste ni pestañeó.

– No lo sé, Excelencia. Llevaba un antifaz.

Ahora Olivares lo observaba con nuevo interés.

– Si tales eran las órdenes, ¿cómo es que vuestro compañero osó ir más lejos?

– No sé de qué compañero habla vuestra Excelencia. De cualquier modo, otros caballeros que acompañaban al principal dieron después instrucciones diferentes.

– ¿Otros?… -el ministro parecía muy interesado en aquel plural-. Por las llagas de Dios que me gustaría conocer sus nombres. O descripciones.

– Me temo que es imposible. Ya habrá notado vuestra Excelencia que tengo una memoria infame. Y los antifaces…

Vio que Olivares daba un golpe sobre la mesa, disimulando su impaciencia. Pero la mirada que dirigió a Alatriste era más valorativa que amenazadora. Parecía sopesar algo en su interior.

– Empiezo a estar harto de vuestra mala memoria. Y os prevengo que hay verdugos capaces de avivársela al más pintado.

– Ruego a vuestra Excelencia que me mire bien la cara.

Olivares, que no había dejado de mirar al capitán, frunció bruscamente el ceño, entre irritado y sorprendido. Su expresión se tornó más seria, y Alatriste creyó que iba a llamar en ese momento a la guardia para que se lo llevaran de allí y lo ahorcaran en el acto. Pero el privado permaneció inmóvil y silencioso, mirándole al capitán la cara como éste había pedido. Por fin, algo que debió de ver en su mentón firme o en los ojos glaucos y fríos, que no parpadearon un solo instante mientras duró el examen, pareció convencerlo.

– Quizá tengáis razón -asintió el privado-. Me atrevería a jurar que sois de los olvidadizos. O de los mudos.

Se quedó un instante pensativo, mirando los papeles que tenía sobre la mesa.

– Debo despachar unos asuntos -dijo-. Espero que no os importe aguardar aquí un poco más.

Se levantó entonces y, acercándose al cordón de una campanilla que pendía del techo junto a la pared, tiró de éste una sola vez. Luego volvió a sentarse sin prestar más atención al capitán.

El aire familiar del individuo que entró en la habitación se acentuó en cuanto Alatriste oyó su voz. Por vida de. Aquel lío, decidió, empezaba a parecerse a una reunión de viejos conocidos, y sólo faltaban allí el padre Emilio Bocanegra y el espadachín italiano para completar cuadrilla. El recién llegado tenía la cabeza redonda, y en ella flotaban desamparados algunos cabellos entre castaños y grises. Todo su pelo era mezquino y ralo: las patillas hasta media cara, la barbita muy estrecha y recortada desde el labio inferior al mentón, y los bigotes poco espesos pero rizados sobre los mofletes, surcados de venillas rojas igual que la gruesa nariz. Vestía de negro, y la cruz de Calatrava no bastaba para atenuar la vulgaridad que se desprendía de su apariencia, con la golilla poco limpia y mal almidonada, y aquellas manos manchadas de tinta que le hacían parecer un amanuense venido a más, con el grueso anillo de oro en el meñique de la mano izquierda. Los ojos, sin embargo, resultaban inteligentes y muy vivos; y la ceja izquierda, arqueada a más altura que la derecha con aire avisado, crítico, daba un carácter taimado, de peligrosa mala voluntad, a la expresión -primero sorprendida y luego desdeñosa y fría- que cruzó su rostro al descubrir a Diego Alatriste.

Era Luis de Alquézar, secretario privado del Rey Don Felipe Cuarto. Y esta vez venía sin máscara.

– Resumiendo -dijo Olivares-. Que hemos topado con dos conspiraciones. Una, encaminada a dar una lección a ciertos viajeros ingleses, y a quitarles unos documentos secretos. Y otra dirigida simplemente a asesinarlos. De la primera tenía ciertos informes, creo recordar… Pero la segunda es casi una novedad para mí. Quizá vuestra merced, Don Luis, como secretario de Su Majestad y hombre ducho en covachuelas de la Corte, hayáis oído algo.

El valido había hablado muy despacio, tomándose su tiempo y con largas pausas entre frase y frase; sin quitarle de encima los ojos al recién llegado. Éste permanecía en pie, escuchando, y de vez en cuando lanzaba furtivas ojeadas a Diego Alatriste. El capitán se mantenía a un lado, preguntándose en qué diablos iba a terminar todo aquello. Reunión de pastores, oveja muerta. O a punto de estarlo.

Olivares había dejado de hablar y aguardaba. Luis de Alquézar se aclaró la garganta.

– Temo no ser muy útil a vuestra Grandeza -dijo, y en su tono extremadamente cauto se traslucía el desconcierto por la presencia de Alatriste-. Algo había oído yo también de la primera conspiración… En cuanto a la segunda… -miró al capitán y la ceja izquierda se le enarcó siniestra, como un puñal turco en alto-. Ignoro lo que este sujeto ha podido, ejem, contar.

El privado tamborileó impaciente con los dedos sobre la mesa.

– Este sujeto no ha contado nada. Lo tengo aquí esperando para despachar otro asunto.

Luis de Alquézar miró al ministro un largo rato, calibrando lo que acababa de oír. Digerido aquello, miró a Alatriste y de nuevo a Olivares.

– Pero… -empezó a decir.

– No hay peros.

Alquézar se aclaró la garganta de nuevo.

– Como vuestra Grandeza me plantea un tema tan delicado delante de terceros, creí que…

– Pues creísteis mal.

– Disculpadme -el secretario miraba los papeles de la mesa con expresión inquieta, como acechando algo alarmante en ellos. Se había puesto muy pálido-. Pero no sé si ante un extraño debo…

Alzó el valido una mano autoritaria. Alatriste, que los observaba, habría jurado que Olivares parecía disfrutar con todo aquello.

– Debéis.

Ya eran cuatro las veces que Alquézar tragaba saliva, aclarándose la garganta. Esta vez lo hizo ruidosamente.

– Siempre estoy a las órdenes de vuestra Grandeza -su tez pasaba de la extrema palidez al enrojecimiento súbito, cual si experimentase accesos de frío y de calor-. Lo que puedo imaginar sobre esa segunda conspiración…

– Procurad imaginarlo con todo detalle, os lo ruego.

– Por supuesto, Excelencia -los ojos de Alquézar seguían escudriñando inútilmente los papeles del ministro; sin duda su instinto de funcionario lo impulsaba a buscar en ellos la explicación a lo que estaba ocurriendo-… Os decía que cuanto puedo imaginar, o suponer, es que ciertos intereses se cruzaron en el camino. La Iglesia, por ejemplo…

– La Iglesia es muy amplia. ¿Os referís a alguien en particular?

– Bueno. Hay quienes tienen poder terrenal, además del eclesiástico. Y ven con malos ojos que un hereje…

– Ya veo -cortó el ministro-. Os referís a santos varones como fray Emilio Bocanegra, por ejemplo. Alatriste vio cómo el secretario del Rey reprimía un sobresalto.

– Yo no he citado a su Paternidad -dijo Alquézar, recobrando la sangre fría- pero ya que vuestra Grandeza se digna mencionarlo, diré que sí. Me refiero a que tal vez, en efecto, fray Emilio sea de quienes no ven con agrado una alianza con Inglaterra.

– Me sorprende que no hayáis acudido a consultarme, si abrigabais semejantes sospechas.

Suspiró el secretario, aventurando una discreta sonrisa conciliadora. A medida que se prolongaba la conversación y sabía a qué tono atenerse, parecía más taimado y seguro de sí.

– Ya sabe vuestra Grandeza cómo es la Corte. Sobrevivir resulta difícil, entre tirios y troyanos. Hay influencias. Presiones… Además, resulta sabido que vuestra Grandeza no es partidario de una alianza con Inglaterra… A fin de cuentas se trataría de serviros.

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