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En esos alegres pensamientos andaba cuando reparó en que el valido había dejado de despachar su correo y lo miraba. Aquellos ojos oscuros, negros y vivos, parecían estudiarlo con fijeza. Alatriste, cuyo jubón y calzas mostraban las huellas de la noche pasada en el calabozo, lamentó no tener mejor aspecto. Unas mejillas rasuradas le habrían dado más apariencia. Y tampoco hubiera sobrado una venda limpia en torno al tajo de la frente, y agua para lavarse la sangre seca que le cubría la cara.

– ¿Me habéis visto alguna vez, antes?

La pregunta de Olivares cogió desprevenido al capitán. Un sexto sentido, semejante al ruido que hace una hoja de acero resbalando sobre piedra de afilar, le aconsejó exquisita prudencia.

– No. Nunca.

– ¿Nunca?

– Eso he dicho a vuestra Excelencia.

– ¿Ni siquiera en la calle, en un acto público?

– Bueno -el capitán se pasó dos dedos por el bigote, como obligándose a recordar-. Tal vez en la calle… Me refiero a la Plaza Mayor, los Jerónimos y sitios así -movió la cabeza afirmativo, con supuesta y deliberada honradez-… Ahí es posible que si.

Olivares le sostenía la mirada, impasible.

– ¿Nada más?

– Nada más.

Por un brevísimo instante el capitán creyó advertir una sonrisa entre la feroz barba del valido. Pero nunca estuvo seguro de eso. Olivares había tomado uno de los legajos que tenía sobre la mesa y pasaba sus hojas con aire distraído.

– Servisteis en Flandes y Nápoles, por lo que veo. Y contra los turcos en Levante y Berbería… Una larga vida de soldado.

– Desde los trece años, Excelencia.

– Lo de capitán es un apodo, supongo.

– Algo así. Nunca pasé de sargento, e incluso se me privó de ese grado tras una reyerta.

– Sí, aquí lo dice -el ministro seguía hojeando el legajo-. Reñisteis con un alférez, dándole de estocadas… Me sorprende que no os ahorcaran por ello.

– Iban a hacerlo, Excelencia. Pero ese mismo día se amotinaron nuestras tropas en Maastricht: llevaban cinco meses sin paga. Yo no me amotiné, y tuve la fortuna de poder defender de los soldados al señor maestre de campo Don Miguel de Orduña.

– ¿No os gustan los motines?

– No me gusta que se asesine a los oficiales.

El valido enarcó una ceja, displicente.

– ¿Ni a los que os pretenden ahorcar?

– Una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa.

– Para defender a vuestro maestre de campo tumbasteis espada en mano a dos o tres, dice por aquí.

– Eran tudescos, Excelencia. Y además, el señor maestre de campo decía: «Demonio, Alatriste, si me han de matar amotinados, al menos que sean españoles». Le di la razón, metí mano, y aquello me valió el indulto.

Escuchaba Olivares, el aire atento. De vez en cuando echaba un nuevo vistazo a los papeles y miraba a Diego Alatriste con reflexivo interés.

– Ya veo -dijo-. También hay aquí una carta de recomendación del viejo conde de Guadalmedina, y un beneficio de Don Ambrosio de Spinola en persona, firmado de su puño y letra, pidiendo para vos ocho escudos de ventaja por vuestro buen servicio ante el enemigo… ¿Se os llegó a conceder?

– No, Excelencia. Que unas son las intenciones de los generales y otras las de secretarios, administradores y escribanos… Al reclamarlos me los redujeron a cuatro escudos, e incluso ésos nunca los vi hasta hoy.

El ministro hizo un lento gesto con la cabeza, como si también a él le retuvieran de vez en cuando sus beneficios o salarios. O quizá sólo se limitaba a aprobar la renuencia de secretarios, administradores y escribanos a soltar dinero público. Alatriste vio que seguía pasando papeles con minuciosidad de funcionario.

– Licenciado después de Fleurus por herida grave y honrosa… -prosiguió Olivares. Ahora miraba el apósito en la frente del capitán-. Tenéis cierta propensión a ser herido, por lo que veo.

– Y a herir, Excelencia.

Diego Alatriste se había erguido un poco, retorciéndose el bigote. Era obvio que no le gustaba que nadie, ni siquiera quien podía hacerlo ejecutar en el acto, tomase sus heridas a la ligera. Olivares estudió con curiosidad el destello insolente que había aparecido en sus ojos, y luego volvió a ocuparse del legajo.

– Eso parece -concluyó-. Aunque las referencias sobre vuestras aventuras lejos de las banderas son menos ejemplares que en la vida militar… Veo aquí una riña en Nápoles con muerte incluida… ¡Ah! Y también una insubordinación durante la represión de los rebeldes moriscos en Valencia -el privado frunció el ceño-… ¿Acaso os pareció mal el decreto de expulsión firmado por Su Majestad?

El capitán tardó en contestar.

– Yo era un soldado -dijo al cabo-. No un carnicero.

– Os imaginaba mejor servidor de vuestro Rey.

– Y lo soy. Incluso lo he servido mejor que a Dios, pues de éste quebranté diez preceptos, y de mi Rey ninguno.

Enarcó una ceja el valido.

– Siempre creí que la de Valencia fue una gloriosa campaña…

– Pues informaron mal a vuestra Excelencia. No hay gloria ninguna en saquear casas, forzar a mujeres y degollar a campesinos indefensos.

Olivares lo escuchaba con expresión impenetrable.

– Contrarios todos ellos a la verdadera religión -apostilló-. Y reacios a abjurar de Mahoma.

El capitán encogió los hombros con sencillez.

– Quizás -repuso-. Pero ésa no era mi guerra.

– Vaya -el ministro alzaba ahora las dos cejas con fingida sorpresa-. ¿Y asesinar por cuenta ajena sí lo es?

– Yo no mato niños ni ancianos, Excelencia.

– Ya veo. ¿Por eso dejasteis vuestro Tercio y os alistasteis en las galeras de Nápoles?

– Sí. Puesto a acuchillar infieles, preferí hacerlo con turcos hechos y derechos, que pudieran defenderse.

El valido estuvo mirándolo un momento, sin decir nada. Después volvió a los papeles de la mesa. Parecía meditar sobre las últimas palabras de Alatriste.

– Sin embargo, a fe que os abona gente de calidad -dijo por fin-. El joven Guadalmedina, por ejemplo. O Don Francisco de Quevedo, que tan bizarramente conjugó ayer la voz activa; aunque Quevedo igual beneficia que perjudica a sus amigos, según los altibajos de sus gracias y desgracias -el privado hizo una pausa larga y significativa-… También, según parece, el flamante duque de Buckingham cree deberos algo -hizo otra pausa más larga que la anterior-… Y el Príncipe de Gales.

– No lo sé -Alatriste se encogía otra vez de hombros, el rostro impasible-. Pero esos gentiles hombres hicieron ayer más que suficiente para saldar cualquier deuda, real o imaginaria.

Olivares hizo un lento gesto negativo con la cabeza.

– No creáis -su tono era un suspiro de fastidio-. Esta misma mañana Carlos de Inglaterra ha tenido a bien interesarse de nuevo por vos y vuestra suerte. Hasta el Rey nuestro señor, que no sale de su asombro por lo ocurrido, desea estar al corriente… -puso el legajo a un lado con brusquedad-. Todo esto crea una situación enojosa. Muy delicada.

Ahora el valido miraba a Diego Alatriste de arriba abajo, como preguntándose qué hacer con él.

– Lástima -prosiguió- que aquellos cinco jaques de ayer no desempeñaran mejor su oficio. Quien los pagó no andaba errado… En cierta forma eso lo hubiese resuelto todo.

– Lamento no compartir vuestro pesar, Excelencia.

– Me hago cargo… -la mirada del ministro había cambiado: ahora se tornaba más dura e insondable-. ¿Es cierto eso que cuentan, sobre que hace unos días salvasteis la vida a cierto viajero inglés cuando un camarada vuestro estaba a punto de matarlo?

Alarma. Corred al arma con redobles de caja y trompetas, pensó Alatriste. Aquel giro tenía más peligro que una salida nocturna de los holandeses con todo el Tercio durmiendo a pierna suelta en las fajinas. Conversaciones como ésa lo llevaban a uno en línea recta a meter el cuello en una soga. Y en ese momento no daba un ardite por el suyo.

– Vuestra Excelencia disimule, más no recuerdo semejante cosa.

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