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– Una última cosa -dijo-. Hay un viajero inglés en Madrid que, por alguna incomprensible razón, cree estaros obligado… Su vida y la vuestra, naturalmente, es difícil que se crucen jamás. Por eso me encarga os entregue esto. Dentro hay un anillo con su sello y una carta que, faltaría más, he leído: una especie de orden o letra de cambio, que obliga a cualquier súbdito de Su Majestad Británica a prestar ayuda al capitán Diego Alatriste si éste la ha de menester. Y firma Carlos, príncipe de Gales.

Alatriste abrió la caja de madera negra, adornada con incrustaciones de marfil en la tapa. El anillo era de oro y tenía grabadas las tres plumas del heredero de Inglaterra. La carta era un pequeño billete doblado en cuatro, con el mismo sello que el anillo, escrita en inglés. Cuando levantó los ojos vio que el valido lo miraba, y que entre la feroz barba y el mostacho se le dibujaba una sonrisa melancólica.

– Lo que yo daría -dijo Olivares- por disponer de una carta como ésa.

EPÍLOGO

El cielo amenazaba lluvia sobre el Alcázar, y las pesadas nubes que corrían desde el oeste parecían desgarrarse en el chapitel puntiagudo de la Torre Dorada. Sentado en un pilar de piedra de la explanada real, me abrigué los hombros con el herreruelo viejo del capitán que para mí hacía las veces de capa, y seguí esperando sin perder de vista las puertas de Palacio, de donde los centinelas me habían alejado ya en tres ocasiones. Llevaba allí muy largo rato: desde que por la mañana, soñoliento ante la cárcel de Corte donde habíamos pasado la noche -el capitán dentro y yo fuera-, seguí el carruaje en que los alguaciles del teniente Saldaña lo llevaron al Alcázar para introducirlo por una puerta lateral. Yo estaba sin probar bocado desde la noche anterior, cuando Don Francisco de Quevedo, antes de irse a dormir -había estado curándose un rasguño sufrido durante la refriega-, pasó por la cárcel para interesarse por el capitán; y al encontrarme a la salida compró en un bodegón de puntapié algo de pan y cecina para mí. Lo cierto es que tal parecía ser mi sino: buena parte de la vida junto al capitán Alatriste la pasaba esperándolo en alguna parte durante un mal lance. Y siempre con el estómago vacío y la inquietud en el corazón.

Un frío chirimiri empezó a mojar las losas que cubrían la explanada real, trocándose al poco en llovizna que velaba de gris las fachadas de los edificios cercanos e iba acentuando poco a poco el reflejo de éstos en las losas húmedas bajo mis pies. Me entretuve para matar el tiempo mirando dibujarse esos contornos entre mis zapatos. En eso estaba cuando oí silbar una musiquilla que me resultaba familiar, una especie de tiruri-ta-ta, y entre aquellos reflejos grises y ocres apareció una mancha oscura, inmóvil. Y al alzar los ojos vi ante mí, con capa y sombrero, la inconfundible silueta negra de Gualterio Malatesta.

La primera reacción ante mi viejo conocido del Portillo de las Ánimas fue poner pies en polvorosa; pero no lo hice. La sorpresa me dejó tan mudo y paralizado que sólo pude quedarme allí muy quieto, tal, y como estaba, mientras los ojos oscuros, relucientes, del italiano me miraban con fijeza. Después, cuando pude reaccionar, tuve dos pensamientos concretos y casi contrapuestos. Uno, huir. Otro, echar mano a la daga que llevaba oculta en la trasera del cinto, bajo el herreruelo, e intentar metérsela a nuestro enemigo por las tripas.

Pero algo en la actitud de Malatesta me disuadió de hacer una cosa u otra. Aunque siniestro y amenazador como siempre, con aquella capa y sombrero negros y el rostro flaco de mejillas hundidas, llenas de marcas de viruela y cicatrices, su actitud no presagiaba males inminentes. Y en ese instante, como si alguien hubiese trazado un brusco brochazo de pintura blanca en su cara, apareció en ella una sonrisa.

– ¿Esperas a alguien?

Me lo quedé mirando, sentado en el pilar de piedra, sin responder. Las gotas de lluvia corrían por mi cara, y a él le quedaban suspendidas en las anchas alas de fieltro del sombrero y en los pliegues de la capa.

– Creo que saldrá pronto -dijo al cabo de un momento con aquella voz suya apagada y áspera, sin dejar de observarme como al principio, de pie ante mí. Tampoco respondí esta vez; y él, tras otro instante, miró a mi espalda y luego alrededor, hasta fijar la vista en la fachada del Palacio.

– Yo también lo esperaba -añadió pensativo, sin dejar de mirar las puertas del Alcázar-. Por motivos diferentes a los tuyos, claro.

Parecía ensimismado, casi divertido por algún aspecto de la situación.

– Diferentes -repitió.

Pasó un carruaje con el cochero envuelto en una capa encerada. Eché un vistazo para ver si podía distinguir a su pasajero. No era el capitán. A mi lado, el italiano se había vuelto a observarme. Mantenía la fúnebre sonrisa.

– No te preocupes. Me han dicho que saldrá por su propio pie. Libre.

– ¿Y cómo lo sabe vuestra merced?

Mi pregunta coincidió con un cauto gesto de mi mano hacia la parte del cinto cubierta por el herreruelo, movimiento que no pasó inadvertido al italiano. Se acentuó su sonrisa.

– Bueno -dijo lentamente-. Yo también lo esperaba, como tú. Para darle un recado. Pero acababan de decirme que el recado ya no es necesario, de momento… Que lo aplazan sine die.

Lo miré con una desconfianza tan evidente que el italiano se echó a reír. Una risa que parecía crujir como maderos rotos: chasqueante, opaca.

– Voy a irme, rapaz. Tengo cosas que hacer. Pero quiero que me hagas un favor. Un mensaje para el capitán Alatriste… ¿Te importa?

Yo lo seguía observando receloso, y no dije palabra. Él volvió a mirar a mi espalda y luego a uno y otro lado, y me pareció oírlo suspirar muy despacio, cual para sus adentros. Allí, negro e inmóvil bajo la lluvia que arreciaba poco a poco, también él parecía cansado. Quizás los malvados se cansan tanto como los corazones leales, pensé un instante. A fin de cuentas, nadie elige su destino.

– Cuéntale al capitán -dijo el italiano- que Gualterio Malatesta no olvida la cuenta pendiente entre ambos. Y que la vida es larga, hasta que deja de serlo… Dile también que nos encontraremos de nuevo, y que en esa ocasión espero darme más maña que hasta ahora, y matarlo. Sin acaloramientos ni rencores: con calma, espacio y tiempo. Se trata de una cuestión personal. Profesional, incluso. Y de profesional a profesional, estoy seguro de que él lo entenderá perfectamente… ¿Le darás el mensaje? -de nuevo el destello blanco le cruzó la cara, peligroso, como un relámpago-. Voto a Dios que eres un buen mozo.

Se quedó absorto, mirando de nuevo un punto indeterminado de la plaza llena de veladuras grises. Hizo después un gesto como para irse, pero se detuvo antes.

– Por cierto -añadió, sin mirarme-. La otra noche, en el Portillo de las Ánimas, estuviste muy bien. Aquellos pistoletazos a bocajarro… Pardiez. Supongo que Alatriste sabrá que te debe la vida.

Sacudió las gotas de agua de los pliegues de la capa y se embozó con ella. Sus ojos, negros y duros como piedras de azabache, se detuvieron por fin en mí.

– Imagino que nos volveremos a ver -dijo, y echó a andar. De pronto se detuvo, vuelto a medias-. Aunque, ¿sabes? Debería acabar contigo, ahora que aún eres un chiquillo… Antes de que seas un hombre y me mates tú a mí.

Después volvió la espalda y se fue, convertido de nuevo en la sombra negra que siempre había sido. Y oí su risa alejándose bajo la lluvia.

Madrid, septiembre de 1996

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