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– Pues voto a Dios, Alquézar, que por servicios así hice ahorcar a más de uno -la mirada de Olivares perforaba al secretario real como un mosquetazo-… Aunque imagino que el oro de Richelieu, de Saboya y de Venecia tampoco habrá sido ajeno al asunto.

La sonrisa cómplice y servil que ya apuntaba bajo el bigote del secretario real se borró como por ensalmo.

– Ignoro a qué se refiere vuestra Grandeza.

– ¿Lo ignoráis? Qué curioso. Mis espías habían confirmado la entrega de una importante suma a algún personaje de la Corte, pero sin identificar destinatario… Todo esto me aclara un poco las ideas.

Alquézar se puso una mano exactamente sobre la cruz de Calatrava que llevaba bordada en el pecho.

– Espero que vuestra Excelencia no vaya a pensar que yo…

– ¿Vos? No sé qué podríais terciar en este negocio -Olivares hizo un gesto displicente con una mano, cual para alejar una mala idea, haciendo que Alquézar sonriese un poco, aliviado-… A fin de cuentas, todo el mundo sabe que yo os nombré secretario privado de Su Majestad. Gozáis de mi confianza. Y aunque en los últimos tiempos hayáis obtenido cierto poder, dudo que fueseis tan osado como para conspirar a vuestro aire. ¿Verdad?

La sonrisa de alivio ya no estaba tan segura en la boca del secretario.

– Naturalmente, Excelencia -dijo en voz baja.

– Y menos -prosiguió Olivares- en cuestiones donde intervienen potencias extranjeras. A fray Emilio Bocanegra puede salirle eso gratis porque es hombre de iglesia con agarres en la Corte. Pero a otros podría costarles la cabeza.

Al decir aquello le dirigió a Alquézar una mirada significativa y terrible.

– Vuestra Grandeza sabe -casi tartamudeó el secretario real, de nuevo demudada la color- que le soy absolutamente fiel.

El valido lo miró con ironía infinita.

– ¿Absolutamente?

– Eso he dicho a vuestra Grandeza. Fiel y útil.

– Pues os recuerdo, Don Luis, que de colaboradores absolutamente fieles y útiles tengo yo los cementerios llenos.

Y dicha aquella fanfarronada, que en su boca sonaba funesta y amenazadora, el conde de Olivares cogió la pluma con aire distraído, sosteniéndola entre los dedos como si se dispusiera a firmar una sentencia. Alatriste vio que Alquézar seguía el movimiento de la pluma con ojos angustiados.

– Y ya que hablamos de cementerios -dijo de pronto el ministro-. Os presento a Diego Alatriste, más notorio por el nombre de capitán Alatriste… ¿Lo conocíais?

– No. Quiero decir que, ejem, que no lo conozco.

– Eso es lo bueno de andar entre gente avisada: que nadie conoce a nadie.

De nuevo parecía Olivares a punto de sonreír, pero no lo hizo. Al cabo de un instante señaló con la pluma al capitán.

– Don Diego Alatriste -dijo- es hombre cabal, con excelente hoja militar; aunque una herida reciente y su mala suerte lo tengan en situación delicada. Parece valiente y de fiar… Sólido, sería el término justo. No abundan los hombres como él; y estoy seguro de que con algo de buena fortuna conocerá mejores tiempos. Sería una lástima vernos privados para siempre de sus eventuales servicios -miró al secretario del Rey, penetrante-… ¿No lo halláis en razón, Alquézar?

– Muy en razón -se apresuró a confirmar el otro-. Pero con el modo de vida que le imagino, este señor Alatriste se expone a tener cualquier mal encuentro… Un accidente o algo así. Nadie podría hacerse responsable de ello.

Dicho lo cual, Alquézar le dirigió al capitán una mirada de rencor.

– Me hago cargo -dijo el valido, que parecía estar a sus anchas con todo aquello-. Pero sería bueno que por nuestra parte no hagamos nada por anticipar tan molesto desenlace. ¿No sois de mi opinión, señor secretario real?

– Absolutamente, Excelencia -la voz de Alquézar temblaba de despecho.

– Sería muy penoso para mí.

– Lo comprendo.

– Penosísimo. Casi una afrenta personal.

Desencajado, Alquézar tenía cara de estar trasegando bilis por azumbres. La mueca espantosa que le crispaba la boca pretendía ser una sonrisa.

– Por supuesto -balbució.

Alzando un dedo en alto, como si acabase de recordar algo, el ministro buscó entre los papeles de la mesa, cogió uno de los documentos y se lo alargó al secretario real.

– Quizás ayudaría a nuestra tranquilidad que vos mismo cursarais este beneficio, que por cierto viene firmado por Don Ambrosio de Spínola en persona, para que se le concedan cuatro escudos a Don Diego Alatriste por servicios en Flandes. Eso le ahorrará por algún tiempo andar buscándose la vida entre cuchillada y cuchillada… ¿Está claro?

Alquézar sostenía el papel con la punta de los dedos, cual si contuviera veneno. Miraba al capitán con ojos extraviados, a punto de sufrir un golpe de sangre. La cólera y el despecho le hacían rechinar los dientes.

– Claro como el agua, Excelencia.

– Entonces podéis regresar a vuestros asuntos.

Y sin levantar la vista de sus papeles, el hombre más poderoso de Europa despidió al secretario del Rey con un gesto displicente de la mano.

Cuando se quedaron solos, Olivares alzó la cabeza para mirar detenidamente al capitán Alatriste.

– Ni voy a daros explicaciones, ni tengo por qué dároslas -dijo por fin, malhumorado.

– No he pedido explicaciones a vuestra Excelencia.

– Si lo hubierais hecho ya estaríais muerto. O camino de estarlo.

Hubo un silencio. El valido se había puesto en pie, yendo hasta la ventana sobre la que corrían nubes que amenazaban lluvia. Seguía las evoluciones de los guardias en el patio, cruzadas las manos a la espalda. A contraluz su silueta parecía aún más maciza y oscura.

– De cualquier modo -dijo sin volverse- podéis dar gracias a Dios por seguir vivo.

– Es cierto que me sorprende -respondió Alatriste-. Sobre todo después de lo que acabo de oír.

– Suponiendo que de veras hayáis oído algo.

– Suponiéndolo.

Todavía sin volverse, Olivares encogió los poderosos hombros.

– Estáis vivo porque no merecéis morir, eso es todo. Al menos por este asunto. Y también porque hay quien se interesa en vos.

– Os lo agradezco, Excelencia.

– No lo hagáis -apartándose de la ventana, el valido dio unos pasos por la estancia, y sus pasos resonaron sobre el entarimado del suelo-. Existe una tercera razón: hay gentes para quienes el hecho de conservaros con vida supone la mayor afrenta que puedo hacerles en este momento -dio unos pasos más moviendo la cabeza, complacido-. Gentes que me son útiles por venales y ambiciosas; pero esa misma venalidad y ambición hace que a veces caigan en la tentación de actuar por su cuenta, o la de otros… ¡Qué queréis! Con hombres íntegros pueden quizá ganarse batallas, pero no gobernar reinos. Por lo menos, no éste.

Se quedó contemplando pensativo el retrato del gran Felipe Segundo que estaba sobre la chimenea; y tras una pausa muy larga suspiró profunda, sinceramente. Entonces pareció recordar al capitán y se volvió de nuevo hacia él.

– En cuanto al favor que pueda haberos hecho -continuó-, no cantéis victoria. Acaba de salir de aquí alguien que no os perdonará jamás. Alquézar es uno de esos raros aragoneses astutos y complicados, de la escuela de su antecesor Antonio Pérez… Su única debilidad conocida es una sobrina que tiene, niña aún, menina de Palacio. Guardaos de él como de la peste. Y recordad que si durante un tiempo mis órdenes pueden mantenerlo a raya, ningún poder alcanzo sobre fray Emilio Bocanegra. En lugar del capitán Alatriste, yo sanaría pronto de esa herida y volvería a Flandes lo antes posible. Vuestro antiguo general Don Ambrosio de Spínola está dispuesto a ganar más batallas para nosotros: seria muy considerado que os hicieseis matar allí, y no aquí.

De pronto el valido parecía cansado. Miró la mesa cubierta de papeles como si en ella estuviera una larga y fatigosa condenación. Fue despacio a sentarse de nuevo, pero antes de despedir al capitán abrió un cajón secreto y extrajo una cajita de ébano.

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