Ahora se había desprendido, pero ¿cómo era posible que algo que le había parecido tan maravilloso y seguro fuese tan horrible? Era como darle la vuelta a una piedra reluciente y descubrir gusanos y podredumbre debajo.
– ¡Dulce Armonía!
Levantó la cabeza de forma automática.
– Dulce Armonía, ¡te estoy llamando!
El maestro Jamie estaba ante ella con los ojos cerrados, los brazos abiertos, las manos con los puños apretados.
– Dulce Armonía… ay, Dulce Armonía. -Su voz bajó de tono hasta convertirse en un susurro-. Ha llegado la hora de tu bendita ascensión. Levántate. ¡Levántate y sígueme!
Armonía se quedó sentada, paralizada por el terror.
El maestro Jamie inició un himno; los demás se unieron a él y movieron el cuerpo al compás en los bancos. Mientras cantaban, el maestro Jamie no dejaba de pronunciar su nombre. Las jóvenes que estaban a su lado le soltaron las manos; sintió las palmas frías y húmedas.
Ángel Divino se acercó por el pasillo y le tendió la mano. Todos parecían mirar a Armonía, y sus bocas se movían en un cántico que no era capaz de comprender.
Se levantó despacio. Las demás se pusieron en pie y la dejaron pasar. La mayoría de ellas sonreían convencidas; una ascensión era un acontecimiento venturoso. Armonía recordó que tenía que mostrarse feliz de haber sido elegida. Pero no logró que su boca la obedeciese y mostrase alegría.
La mano de Ángel Divino se cerró en torno a la de Armonía, que fue contando los pasos hasta el frente de la iglesia mientras contemplaba cómo sus pies la llevaban sobre la piedra gris. El maestro Jamie inclinó la cabeza y abrió los ojos. Tomó las manos de la joven en las suyas y la miró con avidez. El corte y las pecas destacaban con horrible nitidez sobre la pálida piel de su rostro.
«Me odia -pensó la joven de repente-. Nos odia a todos.»
Conocía el sencillo ritual. Sus rodillas se doblaron por voluntad propia. Fijó la mirada en el chaleco del hombre cuando este se inclinó y posó las manos sobre su cabeza, antes de depositar un beso en su pelo. El sonido de la canción los envolvió y reverberó en la mente de Armonía.
Él la hizo alzarse. Era consciente de que el hombre debía de notar cómo le temblaba la mano, los estremecimientos de todo su cuerpo.
Estaba frente al cortinaje púrpura, que irradiaba luz y sombra por las velas que había detrás. El maestro Jamie la empujó inexorablemente hacia delante; las tiras de seda acariciaron su rostro y, por un instante, la envolvieron en el color de las amatistas al cerrarse a su alrededor. Las manos del maestro Jamie estaban sobre su espalda. Cuando la seda se alejó de su rostro, las manos le asieron con fuerza por los hombros.
Tras la cortina, el altar estaba vacío y había velas encendidas a todo su alrededor. El vibrante himno lo llenaba todo y ahogaba cualquier otro sonido. El maestro Jamie la condujo a lo alto de los escalones hasta que estuvo entre los candelabros y después la hizo girar con suavidad hasta quedar de cara a la cortina de color púrpura.
No vio al hombre que estaba oculto entre las sombras bajo el púlpito hasta que dio un paso al frente.
Era un extraño, de ropas elegantes, ojos pálidos y alta peluca, blanca como el yeso. La miró desde el pie de los escalones como si ella fuera algo sagrado, algo extraordinario y fascinante, y durante un instante confuso pareció que fuese cierto que iba a ascender, a elevarse por encima de la realidad circundante.
Cuando el hombre se movió, lo hizo con súbito entusiasmo. Subió rápidamente los escalones, tomó su rostro entre sus frías manos, y apretó su boca con fuerza contra la de la joven.
La ensoñación del momento se hizo añicos. Mientras el himno continuaba, Armonía se retorció y no dejó de moverse para tratar de liberarse, pero el maestro Jamie le cogió las manos y se las ató a la espalda. Los dos hombres se la llevaron a empujones. El extraño le tapó la boca con la mano. Armonía intentó darle un mordisco, hasta que el maestro Jamie le rodeó el cuello con una fina cuerda y la apretó. El dolor casi la ahogó; se revolvió desesperada para librarse de las manos que la sujetaban. El himno se volvió atronador en sus oídos y la oscuridad la envolvió.
Tras lo que solo pareció durar un instante, Armonía recuperó el sentido sumida en la confusión y con la respiración entrecortada. El largo himno llegaba al éxtasis del estribillo final y resonaba en sus oídos entre oleadas de miedo y temblores de frío. Le habían atado las manos por encima de la cabeza, tenía la espalda arqueada sobre el altar y la garganta le ardía. La habían despojado del vestido y solo la enagua cubría su piel desnuda cuando el desconocido se inclinó sobre ella con la boca en su oreja.
– Si haces el menor ruido, te mato -dijo. Y apretó despacio el cordón que le rodeaba el cuello.
Oyó la potente voz del maestro Jamie que se dirigía de nuevo a la congregación. Seguía adelante con el servicio religioso y hablaba de la alegría que lo embargaba, de Dios y de su bondad.
El desconocido esbozó una sonrisa y acercó la mano al cuello de la joven para acariciar el cordón de seda. Se inclinó sobre ella con todo su peso. Sonó un nuevo himno, las inocentes voces femeninas vibraban de euforia.
– Por favor -susurró la joven-. No lo hagáis.
El hombre sonrió y le apretó la garganta con los pulgares. Armonía echó la cabeza atrás y opuso resistencia.
La respiración del desconocido se aceleró y exhaló un calor húmedo sobre la piel de la joven. Su figura llenó por completo el campo de visión de Armonía y ocultó las velas tras de sí; el rostro del hombre era una silueta borrosa que parecía oscilar y volverse fluida en medio del terror que la atenazaba. El sonido del entorno adquirió una vibración extraña. Cuando él le rasgó la enagua, Armonía ni siquiera lo oyó, a causa de aquel retumbar que pareció brotar y crecer en medio de los cánticos. De repente, las voces decayeron y el estruendo se convirtió en alaridos. El hombre se quedó inmóvil sobre ella. Armonía tragó una bocanada de aire.
Extraños sonidos reverberaron en la iglesia, gritos y chillidos y el golpear de los cascos de un caballo sobre el mármol. El Seigneur, pensó la joven. Supuso que estaba soñando, que debía de haberse vuelto loca; era la iglesia, allí no podía haber caballo alguno, nada que fuese real podría ser la causa de aquel ruido de herraduras sobre el suelo.
El peso que la aplastaba desapareció. De pronto pudo ver más allá del desconocido cuando la seda púrpura se puso tensa, se retorció y cayó al suelo. Gritos de horror y confusión reverberaron en sus oídos. Vio que un caballo blanco emergía entre una cascada de seda violeta, desde el centro de una escena de pesadilla. Todos los seguidores del maestro Jamie estaban apiñados al fondo, fuera del alcance de aquel torbellino que formó la espada al cortar la seda de un tajo y hacerla salir volando por el aire; fuera del alcance de los cascos del caballo encabritado; fuera del alcance y apartándose a toda prisa del indómito jinete de la máscara pintada.
La plata de sus manoplas relució mientras hacía dar la vuelta al caballo para subir los escalones. A Armonía le resultó imposible cerrar los ojos, fue incapaz incluso de hacer ningún movimiento cuando el caballo, enorme e imponente, se lanzó hacia ella, las crines al aire, esplendorosas, bajo el reflejo de la luz de las velas. El desconocido había desaparecido de su ángulo de visión. Solo veía el caballo, el jinete y la espada, el relámpago del acero al trazar un amplio ángulo y silbar en el aire sobre su cabeza. Sus manos y su cuello se tensaron durante un doloroso instante, y después los brazos quedaron en libertad.
Armonía resbaló y se deslizó al suelo hasta caer de rodillas, incapaz de lograr que sus piernas obedeciesen. Las patas y los cascos del caballo parecían enormes, atroces, demasiado próximas. Retro cedió a trompicones, con la desgarrada enagua abierta, mientras el animal se aproximaba a ella por un costado. Una mano negra y plateada apareció ante su rostro y le ofreció ayuda, pero ella retrocedió hacia el altar presa del pánico.