Era muy descarado. Muy joven.
Se preguntó si Luton lo recordaba.
Se preguntó, asimismo, qué asuntos se traía ahora Luton entre manos. ¿Qué necesitaría un hombre a estas alturas para divertirse tras tantos años de libertinaje?
– Ven -dijo Luton-. Sal fuera conmigo.
S.T. se levantó. Se puso los guantes y vio cómo Luton se ponía el abrigo. El mero hecho de que un hombre de la elegancia de Luton fuese de viaje sin valet ni paje resultaba de lo más curioso.
Una vez fuera, Luton pisó con cuidado los adoquines del patio con sus zapatos de tacón alto.
– Cuéntame -dijo con calma-. ¿Dónde has estado todos estos años?
– De viaje. -La respuesta le resultó muy fácil. Deliberadamente, S.T. se alejó de los establos y de Mistral-. Vayamos por este lado. El pavimento está más limpio.
Luton lo siguió sin oposición.
– ¿Has estado en el continente?
– Sí. En Francia, en Italia. Una temporada en Grecia.
– Pensaba que te habíamos perdido hace tiempo. Nadie menciona tu nombre en París.
– Prefiero la vida tranquila. El sur de Francia a París.
– ¿Lyon? ¿Aviñón?
S.T. mantuvo una expresión de indiferencia.
– Ambos lugares en distintos momentos.
– Yo he recorrido la Provenza. -El bastón con borlas marcó un ritmo rápido sobre el pavimento-. Hay una aldea interesante cerca de Lubéron: Lacoste. ¿Quizá hayas oído el nombre?
El tono tan cuidadosamente casual que empleó puso en alerta los sentidos de S.T.
– He oído hablar de él.
El bastón de caña se alzó, titubeó en el aire y volvió al suelo. Luton se apoyó en él.
– ¿Qué es lo que has oído?
S.T. buscó a ciegas una contestación apropiada mientras entrecerraba los ojos y contemplaba el páramo.
– Cosas fuera de lo normal. -Miró hacia Luton, sopesó al hombre y su reputación y pensó en qué tipo de cosas podrían atraerlo-. Según las habladurías son cosas antinaturales.
Los gélidos ojos azules sostuvieron su mirada. Luton sonrió.
– ¿Y según tú no lo son?
S.T. decidió que solo podía embaucarlo hasta cierto punto.
– Yo solo cuento los rumores. -De repente recordó un nombre, el de un hombre que podría conocer a un viajero inglés aristocrático con los gustos de Luton, y se lo jugó todo a una carta-. El marqués de Sade habló de cosas misteriosas. ¿Lo conoces?
Aquella mano la ganó.
Luton le dirigió una mirada aguda y ansiosa.
– ¿Has hablado con Sade? -En su voz se entremezclaron el alivio y la emoción-. ¿Cuándo?
– Creo que fue en noviembre. -S.T. había captado totalmente la atención de su acompañante-. La última vez que lo vi lo estaban persiguiendo.
– ¿Lo perseguían? ¿Quiénes?
S.T. sonrió.
– La milicia francesa parecía haberle cogido manía.
– ¡El diablo los confunda! ¿Lo atraparon?
El recuerdo del marqués acorralado contra la pared y los rugidos de Nemo ante su rostro aterrorizado hicieron que S.T. apartara la vista y clavase los ojos en el paisaje.
– Cuando lo dejé, su señoría estaba a salvo al otro lado de la frontera de la Saboya.
– Cuánto me alegra oírlo, vive Dios. No hemos tenido noticias suyas desde hace meses. Me estaba destrozando los nervios. Creí que había perdido las ganas de seguir adelante, a pesar de que todo hubiese sido idea suya. Pero sigue adelante con nosotros en el proyecto, ¿verdad?
– Juro que así es. -S.T. juró en falso sin el menor remordimiento.
– ¿Y tú? -Luton le dirigió una curiosa mirada-. ¿Estás seguro de que tus escrúpulos lo soportarán? ¿Serás capaz de llegar hasta el final? No sé mucho de ti, Maitland. Tu hermano era lo más lanzado que he conocido, y estaba dispuesto a cualquier barbaridad, pero tú pareces ir y venir de una forma un tanto extraña.
S.T. se encogió de hombros.
– Mi hermano era un lunático.
Luton se aclaró la garganta y frunció el ceño.
– Mis disculpas. No tendría que haber hablado de cosas que pueden causarte disgusto.
– No tiene nada que ver conmigo -aseguró S.T. mientras se apoyaba en un muro de poca altura-. Todo el mundo sabía que era un canalla asesino, que para colmo arruinó a mi padre. Si una prostituta no le hubiera roto el cuello, lo habría hecho el verdugo. -Y soltó una risita-. Qué más me da. Jamás tuve nada que ver ni con el padre ni con el hijo.
Una leve sonrisa jugueteó en torno a la boca de Luton.
– Te muestras muy frío al respecto.
– Puede que yo también esté un poco loco.
Luton, sin dejar de sonreír, asintió con lentitud.
– Eso está bien -aseguró-. Me gustan los locos. Tu hermano me gustaba. Era un fantástico animal indomable. Fue una pena que no pudiese mantener la cordura.
– Una pena. Quizá toda la sangre de la familia esté maldita. Una gitana me advirtió que tendría suerte si no acababa yo mismo en el cadalso. -S.T. se cruzó de brazos y echó la cabeza hacia atrás para mirar al cielo-. Pero mientras tanto, tengo la intención de disfrutar todo lo que pueda.
Luton le rozó el brazo.
– Únete a nosotros. Lo que tenemos planeado es el placer último, amigo mío. El acto final.
S.T. bajó la cabeza y miró al otro hombre.
– ¿Te lo has imaginado alguna vez? -murmuró Luton mirándolo a los ojos con extraña intensidad-. La violación final. El pecado definitivo contra Dios y contra el hombre. Todo lo demás ya lo hemos experimentado, y ahora estamos maduros para alcanzar la cúspide de la excitación. Piénsalo, Maitland. -Sus labios se curvaron con el resplandor de una sonrisa-. ¿Has pensado alguna vez cómo sería el clímax con una joven bajo tu cuerpo en medio de los estertores de la muerte?
Leigh se detuvo en la cresta del páramo. Allá abajo, dos sendas de coches en buen estado seguían la ribera del río. El arroyo, ahora helado, atravesaba el valle; era de un blanco opaco allí donde en verano salpicaba las rocas, y de una tonalidad más oscura en las pozas profundas, hielo translúcido sobre un fondo marrón.
Al fondo del valle distinguió el vado por el que la carretera cruzaba el río. Las colinas todavía ocultaban el pueblo a la vista, el lugar que Chilton denominaba el Santuario Celestial.
Un jinete solitario iba por la senda a lomos de un caballo que Leigh reconoció pese a la distancia. La yegua negra frisona de Anna de crines largas y onduladas y cascos ligeros había sido un regalo sorpresa en la fiesta de la Epifanía de hacía dos años. La engalanaron con orgullo: su madre había adornado las bridas de plata y Leigh y Emily habían entretejido lazos rojos en sus crines y cola de seda.
Ahora el regalo que habían entregado con tanto cariño e inocencia trotaba ante ella con Jamie Chilton sobre sus lomos.
Leigh recordó lo que era el odio.
El recuerdo de su familia fue como una bofetada, como si despertase de un sueño. Su respiración se aceleró y se volvió entrecortada; se oyó a sí misma al borde de un estremecedor sollozo cuando apretó la espada.
Aquel hombre le había quitado todo cuanto amaba, no iba a permitir que le quitase nada más.
A su lado, Nemo pareció contagiarse del mismo frenesí. Se acomodó sobre el vientre, con las orejas alerta y los dorados ojos fijos en la figura que se movía hacia ellos. Leigh instó al zaino a seguir adelante, y el lobo al instante reinició la marcha a su lado. Cuando estaban a media colina, el zaino inició un trote y Nemo lo siguió a la misma velocidad, la mandíbula abierta, deslizándose a grandes saltos por la vertiente a medida que aumentaba la velocidad.
Leigh desenvainó la espada. El zaino cambió a un trote ligero y se lanzó colina abajo directo a atacar a Chilton. Leigh vio cómo el hombre levantaba la vista y la miraba. El viento movía las crines del caballo, y golpearon su rostro cuando se inclinó hacia delante; el aire pareció tirar de la espada y ponerla con la punta hacia arriba mientras el movimiento del zaino le impulsaba el brazo. Por el rabillo del ojo vio cómo Nemo corría a su lado, como una mancha mortal de color crema y de sombras, para cortar la retirada a su presa.