Leigh ni se inmutó.
– Y después, ¿qué? -musitó entre dientes-. ¿Se supone que debo caer de rodillas ante ti y decirte que te adoro? Ni lo sueñes.
Aquello sí que le dolió. S.T. se sintió humillado y furioso, en gran parte porque en aquellas palabras había mucho de verdad. Todavía albergaba en su interior alguna esperanza de la que no había sido consciente hasta que ella la había expresado en voz alta.
Y solo Dios sabía cuál era el motivo. Aquella arpía condescendiente no estaba nada mal, pero como compañía no era precisamente cordial. No le costaría ningún trabajo encontrar a alguien mejor. Muchísimo mejor que ella, maldita sea.
Solo una pequeña parte de su ser seguía aferrada a la idea, seguía recordando aquel momento en que ella había posado la mano sobre su corazón.
Juntos. Tú y yo.
El resto de su persona le decía: ya, y el sol tampoco saldrá mañana. Qué imbécil era. Tenía sus defectos, pero jamás había sido un estúpido.
«Juntos. Tú y yo unidos.»
Nadie le había dicho eso antes.
Le habían dicho: «te quiero». Le habían llamado guapo, habían dicho que era encantador y travieso, que resultaba excitante, y le pedían que se quedara más tiempo o fuera con más frecuencia. Algunas querían que les llevara alguna bonita baratija que pudiesen enseñar a sus amigas, mientras les contaban entre susurros de quién procedía. Todo les parecía exótico y estimulante y afirmaban que nunca habían sentido una pasión parecida, con nadie, que jamás habían conocido aquella devoción ferviente que viviría en ellas para siempre. Luego, le preguntaban si él las quería de verdad.
Él les juraba que así era, les llevaba regalos, se quedaba todo el tiempo que podía, a veces más de lo que la prudencia aconsejaba, porque creía en todo aquello. Pero, en cierto modo, nunca era suficiente. Al final, siempre había intentos de convencerlo con dulzura que luego se convertían en ruegos, y más tarde en lloros.
– No tiene sentido esa actitud tuya de héroe de caballería, ¿es que no lo entiendes? -le estaba diciendo ella con beligerancia, como si él le hubiese discutido algo-. Yo no te quiero sobre mi conciencia.
S.T. no respondió, no tenía sentido hacerlo. Se limitó a posar la mano sobre el cuello de Mistral y a caminar en silencio; había perdido por completo aquella sensación de euforia que le había producido el encuentro en el Santuario Celestial.
Paloma de la Paz estaba completamente despierta, con los ojos húmedos, la rubia cabellera suelta sobre la espalda de una forma que Leigh, según la educación que había recibido, encontraba vulgar, hasta puede que promiscua.
– ¿Habéis estado fuera? -La joven apoyó una mano en el brazo del Seigneur-. Lady Leigh estaba en lo cierto… ¿habéis ido allí?
En la posada todavía había mucho ruido, el comedor estaba a rebosar por una caravana de arrieros que había llegado tarde. Los hombres sentados a las mesas no quitaban el ojo a la joven mientras daban tragos a sus cervezas y engullían enormes bocados de carne asada.
– ¿Nos retiramos al piso de arriba?
S.T. agarró con fuerza a Paloma de la Paz del codo y la obligó a darse la vuelta. Leigh subió tras ellos. El hombre se dirigió hacia la pequeña estancia que la joven compartía con Leigh, lo que hizo que el malhumor de esta empeorase.
Tan pronto como se cerró la puerta, Paloma lo asió de ambos brazos.
– Lady Leigh tenía razón, ¿no es así? Habéis vuelto al Santuario.
S.T. miró a Leigh con acritud.
– No era mi deseo que fuese de dominio público.
– ¡Entonces, es cierto! -exclamó la joven-. ¿Qué dijo el maestro Jamie? ¿Lo visteis?
S.T. tiró el sombrero y la alforja sobre una silla y se despojó del cinturón con la vaina de la espada.
– Confío en que, en cualquier caso, no me haya reconocido.
– ¡Ah! -dijo la joven con un deje de decepción-. ¿Os introdujisteis a hurtadillas?
S.T. sacó la máscara de la alforja y se la mostró, colgada de los dedos.
– No exactamente.
La muchacha se llevó la mano a la boca.
– Os cubristeis el rostro con eso. ¡Ah!
S.T. sonrió y sostuvo la máscara sobre el rostro. Incluso en aquella estancia iluminada por la luz de las velas, su apariencia cambió, le dio un aire misterioso y extraño, hizo que fuese imposible fijar la mirada sobre su rostro, que desapareció bajo los intrincados dibujos que cubrían la máscara. Los ojos relucían ligeramente allá al fondo; podía estar mirando a la una o a la otra, o a ninguna de las dos. Era imposible asegurarlo.
– Yo he visto dibujos de esa máscara -susurró Paloma de la Paz -. Es la de un salteador de caminos.
S.T. apartó de su rostro aquel objeto de camuflaje.
– Pero no es la de un salteador cualquiera, cariño. Es la mía.
La joven absorbió aquella información, allí de pie ante él mientras en sus labios se dibujaba una «o» de sorpresa. Leigh no tenía una gran opinión de su inteligencia, pero la verdad pareció abrirse camino en su mente con singular rapidez.
– ¡El Seigneur de Minuit! ¡Sois vos! Ay, ¿sois vos?
S.T. le dedicó una reverencia.
– No tenía idea -gritó la joven-. ¿Y habéis venido para castigar al maestro Jamie? ¿Lo teníais todo planeado? ¡Qué valiente debéis de ser! -Tomó asiento en una silla y lo miró-. ¡Qué maravilloso y qué valiente hacer eso por nosotras!
– Y qué maravillosa falta de prudencia -murmuró Leigh.
S.T. le dirigió una breve mirada para, a continuación, dedicarle una sonrisa a la otra muchacha.
– Es un honor estar a vuestro servicio, bella.
Paloma de la Paz se deslizó hacia el suelo hasta quedarse de rodillas. Tomó la mano del hombre y la besó, sin apartar los labios de ella.
– Gracias -musitó-. Muchísimas gracias. Sois tan bondadoso…
Leigh pensó que él se mostraría molesto ante semejante arrebato; sin embargo, permitió que la muchacha retuviese su mano. De hecho, daba la impresión de estar encantado; soltó una risita complacida e incluso alargó la mano para hacerle una caricia y apartarle los largos cabellos del rostro.
Leigh se humedeció los labios y se volvió bruscamente. ¡Qué hombre tan tonto! ¡Pues que se regodee en aquella adoración ciega! Cruzó los brazos con fuerza sobre el estómago y se apoyó en la pared para mirar por la ventana.
– Cuando hayáis terminado -dijo-, ¿tendrá a bien vuestra excelencia responderme a la pregunta de si, en medio de tantos planes, os habéis acordado en algún momento de los soldados del rey?
S.T. cogió a Paloma de los brazos y la levantó del suelo.
– Chilton no pedirá ayuda a la Corona.
– ¿Seguro? -Leigh vio que la otra joven lo miraba con timidez tras la brillante cortina de su cabello-. ¿Cómo puedes saberlo?
– ¿Llamar a los soldados? Eso sería lo último que él querría, tener un poder superior al suyo dentro de su propio reino. No tienes por qué preocuparte por mí en ese aspecto.
Paloma seguía sin soltarse de él. Se echó el pelo hacia atrás y tomó la mano de él entre las suyas. Él la miró, le dirigió una sonrisa leve e indulgente, y le apretó los dedos.
Leigh notó que se ruborizaba. Algo se retorció en su interior al ver que él tocaba a la joven de aquella manera tan dulce, con la misma naturalidad que si fuesen amantes desde hacía años. Pero Paloma de la Paz representaba lo que él quería, por supuesto, toda aquella admiración jadeante sin condiciones; daba igual que la semana anterior ella le hubiese vertido en el oído lo que ella creía que era ácido. ¡Menudo petimetre! ¡Maldito lechuguino estúpido!
– Es tarde. -Leigh se acercó a la vela y la apagó de un soplo. El aroma a humo y a sebo se extendió por la habitación.
– Y percibo el deseo de que me vaya -dijo él en la oscuridad-. Os deseo buenas noches, demoiselles.
Después de que la puerta se cerrase tras él, Leigh se quitó el chaleco y se metió en la cama en camisa. Se agarró al pilar de la cama que quedaba frente a la ventana y se aseguró de no rozar en absoluto el cuerpo de la otra muchacha cuando ella a su vez se acostó.