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La mejor oferta que recibió fue la de un matarife de Reading: dos libras. Leigh miró al zaino, que se negaba a acercarse a menos de diez pies del matarife; en sus ojos se leía el miedo mientras se acurrucaba junto al poste al que ella lo había atado a algunos metros de distancia. Aquel condenado caballo le tenía miedo a todo, pensó Leigh con desprecio; les costaría trabajo llevarlo hasta el patio que hacía las veces de matadero.

Se aproximó al caballo y el animal empezó a hacer movimientos frenéticos y a retroceder tan pronto como ella lo desató. Se estremecía de miedo, demasiado asustado hasta para salir huyendo.

– Vamos, vamos, chico… tranquilo -murmuró Leigh, como hacía siempre que el caballo se ponía nervioso-. Tranquilo. No pasa nada. Nadie va a hacerte daño.

Mientras pronunciaba aquellas palabras, fue consciente de que eran mentira, la mentira definitiva, la traición a la poca confianza que el caballo había depositado en ella.

El caballo se calmó con el sonido de la voz de la joven, aunque solo superficialmente, lo suficiente para dejar de retroceder y temblar. Se quedó inmóvil a su lado, con el cuello rígido y las mandíbulas apretadas, y obedeció cuando ella le mandó parar. Fue una pequeña demostración de la fe que tenía en el buen juicio de ella; una muestra tímida y nerviosa de confianza en que lo que ella le pedía que hiciese no entrañaba peligro alguno.

Leigh cambió de idea.

El matarife aumentó la oferta hasta las tres libras, suficiente para pagar el viaje en la diligencia, pero ella acercó el caballo hasta un montadero y consiguió subirse a lomos de él pese a que el animal no dejaba de moverse y caracolear inquieto. Cuando llegaron al primer paso a través del agua se arrepintió de su decisión, y volvió a hacerlo en cada uno de los demás pasos.

Pero lograron llegar a Northumberland. Pese a sus numerosos defectos, el caballo tenía una energía sin límites, y la fuerza necesaria para retroceder y encabritarse al llegar a un vado incluso después de haber recorrido treinta millas bajo la lluvia sobre un sendero fangoso. Les llevó más tiempo de lo normal, pero lo habían conseguido.

El zaino se detuvo de repente y se quedó mirando la luz decreciente de la tarde en la que se veían nubes que pasaban sobre la llanura hacia el norte. Leigh se puso tensa a la espera de que el animal saltara aterrorizado ante cualquiera que fuese el peligro que hubiese descubierto ahora, pero en su lugar levantó la cabeza y relinchó.

La respuesta llegó de la distancia. Leigh pudo divisar la silueta adusta de la muralla romana, aunque tuvo que entrecerrar los ojos para evitar los copos de nieve. A través de un orificio donde la mampostería se había derrumbado, pasaba un pálido caballo, con la cabeza gacha como si sortease las piedras caídas. El rucio relinchó de nuevo, y el otro caballo se detuvo y le respondió; luego, se adelantó de un salto y corrió veloz hacia ellos ladera abajo.

Leigh desmontó de la cabalgadura y soltó las bridas del nervioso zaino. Había montado a lomos de aquella criatura lo suficiente para saber que no sería capaz de controlarlo, ni montada en él ni desde tierra, si había otro animal desconocido suelto. El animal salió disparado hacia el caballo que se aproximaba a ellos y emprendió el galope para ir a su encuentro.

Se encontraron a mitad de la ladera, con los cuellos arqueados y las orejas enhiestas.

Leigh se quedó allí en medio del barro y sintió que una súbita sensación de angustia le oprimía el pecho. Era el rucio rebelde, no tenía duda alguna; desde donde estaba, era capaz de distinguir las cicatrices que marcaban su cabeza.

Así que el Seigneur había ido, estaba allí. Se quedó a la espera y vio que los dos caballos pegaban sendos respingos y acercaban sus hocicos hasta juntarlos. De repente, el rucio soltó una especie de alarido, golpeó el suelo con las patas delanteras, y ambos animales salieron a todo correr.

Los caballos cabalgaron por la ladera, se alejaron y volvieron a acercarse mientras describían un círculo; a continuación, se aproximaron a ella al galope entre salpicaduras de barro que se mezclaban con los copos de nieve. Leigh permaneció inmóvil mientras los corceles la rebasaban a toda velocidad, pero de repente, el rucio pareció sentir cierto interés hacia ella, ya que aminoró el paso y se le acercó a galope lento.

El zaino fue detrás, y se acercó al trote hasta quedar a un metro de donde la joven se encontraba. Bajó la cabeza y se puso a remover el barro y la nieve en busca de hierba. Leigh se aproximó despacio y se hizo con las riendas, ahora que la primera emoción del encuentro parecía haberse calmado. El rebelde rucio se detuvo y se quedó mirándolos con las aletas dilatadas como si quisiese inhalar la gélida ventisca. Leigh hizo girar al zaino y lo condujo sendero adelante. Tras un instante, oyó las pisadas acompasadas del rucio tras ellos. El animal titubeó un momento, y a continuación se acercó a ella al tiempo que sus cascos se hundían en el fango. Leigh le dio unas palmaditas en el cuello y después le dejó frotar la cabeza contra su cuerpo.

– ¿Dónde está él? -le preguntó-. ¿Ha conseguido ya que lo maten?

El rebelde empezó a mordisquear los flecos de su bufanda y levantó las orejas. Ambos caballos alzaron la cabeza cuando a través del aire del páramo llegó el solitario aullido de un lobo.

Leigh pensó que el Seigneur debía de haber muerto. El caballo rebelde podía haberse escapado o podían haberlo soltado, pero Nemo no habría dejado nunca voluntariamente al Seigneur para irse solo a vagabundear.

Sintió lástima cuando el lobo dio la impresión de alegrarse de verla. Leigh recordó la forma en que S.T. siempre recibía a su amigo, así que se acuclilló y dejó que Nemo le lamiese el rostro y posase las enfangadas patas en su capa. Lo acarició, acunó su cabeza entre las manos y hundió los dedos en el húmedo pelaje hasta alcanzar la piel cálida y seca del animal, que se estremeció de placer, soltó un aullido y emitió una especie de ladrido de emoción.

Las nubes bajas y el invierno hicieron que las horas centrales de la tarde pareciesen una noche temprana y oscura. Leigh condujo al pequeño grupo por la muralla hasta que, producto de siglos de erosión, desapareció su elevación y quedó al nivel del suelo. Conocía perfectamente aquel territorio ya que había sido una niña amante de la aventura; conocía Thomey Doors y Bloody Gap y Bogle Hole, y sabía muy bien que no debía pedir asilo en la casa conocida como Bum Deviot, refugio de los ladrones de ovejas.

Nemo iba en cabeza, sin alejarse en exceso, y volvía constantemente para pegarse a ella y lamerle la parte de las manos o del rostro que tuviese a su alcance. El viento soplaba con fuerza a sus espaldas. Leigh avanzó y chapoteó en el barro hasta que encontró una gran piedra en el suelo que pudo utilizar para montar nuevamente.

Más allá de Caw Gap la muralla se elevó de nuevo, y desde la altura de Winshields escudriñó entre los densos copos de nieve hasta distinguir las largas formaciones basálticas de Peel Crag y High Shield, cuyas laderas se elevaban hoscas y silenciosas, coronadas por negras rocas orientadas al norte, que parecían las sombras de centinelas romanos.

¿Y qué si estaba muerto? ¿Qué?

La ira y el miedo libraban una batalla en su interior. ¡Estúpido! ¡Estúpido! Idiota sin remedio, ajeno a toda lógica, que actuaba sin sentido alguno del peligro, como si de un juego se tratase.

¿Y qué si estaba muerto? ¿Qué?

Leigh pensó en Chilton y en lo que había hecho; en lo que era capaz de hacer. Rodeó con los brazos el cuello del zaino y hundió la cabeza en sus crines. El cálido olor del caballo penetró en su nariz. El fuerte olor la rodeó, le hizo pensar en la voz del Seigneur, suave y tranquila, que le decía que tocase la cabeza del caballo rebelde.

De repente la cabeza de su montura se alzó y le propinó un fuerte golpe en la nariz. Leigh se echó hacia atrás y parpadeó, tratando de ver pese a los copos de nieve y a sus ojos empañados. A su lado, el rucio dio un pequeño respingo e inició un trote, con las orejas enhiestas. Leigh escudriñó la silueta de la muralla.

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