La voz de Chilton llegó desde algún lugar y oyó cómo recriminaba con suavidad al que lo había empujado. S.T. se quedó tumbado en el duro suelo, con gesto huraño en la boca. Cuando trataron de levantarlo, se dejó caer, y no tuvieron más remedio que llevarlo en brazos. Disfrutó de aquel pequeño y doloroso triunfo hasta que aquellos torpes diablos lo dejaron caer, momento en el que decidió que prefería mil veces conservar los huesos intactos, por lo que renunció a su orgullo.
De todas formas, apenas le quedaba ya un resto de orgullo. No se había sentido tan avergonzado desde aquel terrible momento, hacía ya tres años, en el que se dio cuenta de que su dulce Elizabeth lo había traicionado. Él cayó directamente en su trampa, y perdió a Charon, el oído y la última ilusión de que alguien lo amase.
Alzó la barbilla con decisión. Era extraño, pero pensar en aquella sucia traidora en la que se había convertido Elizabeth lo había hecho sentirse mejor. Que lo hubiesen capturado y maniatado un grupo de mujeres y mojigatos era algo embarazoso, pero no tan grave como para hundirlo en la miseria.
Malditas fuesen todas las mujeres. Le habían reblandecido el cerebro.
Se movió con cuidado por la escalera. La venda hizo que volviera a sentir un poco de su antiguo vértigo, y las múltiples manos que lo asían lo desconcertaban. Después se encontró en el suelo, rodeado de cuerpos que lo empujaban hacia el exterior, al gélido aire de la noche. Le llegó el olor de las antorchas, y el creciente murmullo de una muchedumbre que iba por la calle tras él y sus captores.
Llegaron a una nueva escalera por la que, en esta ocasión, ascendieron. Estaban ante las verjas de Silvering; tenían que estar allí. Sentía el cuerpo tenso y el deseo de lanzarse a un lado y liberarse de aquella prisión sofocante que ellos formaban, pero, al tener las manos atadas, ni siquiera podría quitarse la venda de los ojos.
Le hicieron darse la vuelta. Se oyó un chirrido metálico: las verjas de hierro forjado de Silvering. Sintió que numerosas manos le tocaban los brazos y le tiraban de los codos hacía atrás. Algo frío como el hielo rozó sus muñecas atadas.
Grilletes.
Se quedó rígido, pero, a continuación, se abalanzó hacia delante sin pensar; peleó igual que lo había hecho la primera vez, pero en esta ocasión ni siquiera resistió tanto, al tener las manos atadas y encontrarse con un sinfín de brazos y dedos que lo agarraron y lo empujaron contra la verja hasta hacerlo caer de rodillas bajo el peso de aquella masa de cuerpos blanda y aplastante.
Nadie gritó ni lo golpeó. Hablaban mucho. Eran voces que le decían que estuviese tranquilo; voces amables, tranquilizadoras. Iba a encontrar la felicidad, le decían. Aprendería cuál era el verdadero camino. «Sed bueno, no os pongáis nervioso, quedaos tranquilo.» Era el deseo del maestro Jamie.
Percibió la presencia de Paloma de la Paz muy cerca de él, que le rogaba que no ofreciese resistencia, que no los avergonzara a ambos. S.T. se arrodilló, jadeante; bajo sus rodillas el pavimento era duro. Le habían puesto los grilletes y encadenado a la verja, y cuando intentó ponerse en pie, las cadenas se lo impidieron.
Se preguntó si iban a hablarle de lo feliz que era mientras lo lapidaban, o hacían con él lo que el maestro Jamie hubiese planeado. Su corazón latía con fuerza, pero el miedo que sentía no era excesivo, ya que todo le parecía absolutamente irreal.
Alguien le quitó la venda, y S.T. sacudió la cabeza, al tiempo que entrecerraba los ojos ante la intensa luz que proyectaban las antorchas a su alrededor. No distinguía otra cosa que la oscuridad que había tras ellas, pero podía oír a la multitud. Sin embargo, incluso ese sonido era suave; tenía un tono menos discordante y más agudo que cualquier otra turba.
Su aliento era visible con la helada; formaba volutas ante su rostro y después se difuminaba. En el haz de luz de las antorchas había siluetas y formas oscuras que aparecían y desaparecían, rostros blancos que se hacían visibles un instante y después se desvanecían en la oscuridad entre los zarandeos del grupo. ¿Cuántas personas podía haber allí? Unas cien, o como mucho doscientas si todos los habitantes del pueblo se encontraban presentes. Chilton había declarado que tenía unos mil seguidores, pero S.T. no los había visto en el Santuario Celestial.
Empezaron a cantar un himno que no conocía. Voces femeninas se elevaron con dulzura en la oscuridad de la noche. ¿Cómo era posible que hubiese acabado de aquel modo, encadenado y de rodillas ante un grupo de colegialas? Era de lo más humillante. No iban a lapidarlo; ni siquiera parecían enfadadas.
Chilton surgió de la oscuridad del otro lado de las antorchas y subió lentamente los escalones, mientras se sumaba a los cánticos de su congregación. Cuando se esfumó el eco de la última estrofa, Chilton alzó entre las manos una sencilla jarrita de porcelana, de las que se utilizaban para servir la nata de la leche, y comenzó a rezar una vez más, a rogarle a Dios que hiciese conocer su voluntad al maestro Jamie y a su rebaño.
S.T. retorció las manos a sus espaldas. Con aquellos rezos incesantes, no era de extrañar que en aquel lugar estuviesen todos chiflados.
Paloma de la Paz estaba arrodillada detrás de él a unos pasos de distancia, tenía los ojos cerrados y, en apariencia, rezaba con todo el fervor del que era capaz. La voz de Chilton empezó a temblar y a quebrarse de emoción en otro de aquellos soliloquios suyos con Dios. La muchedumbre se movió al unísono contagiada por la emoción, por mucho que S.T. en aquellas frases confusas que pronunciaba Chilton solo captase palabras como: «¡Sí, sí! Lo entiendo, lo entiendo. Paz y felicidad a los que te siguen. A los que de verdad te profesan amor», y otras sentencias de similar profundidad.
Fue como si de nuevo se repitiese el servicio religioso con su cantinela durante horas y horas. S.T. se estremeció con el aire helado. De repente, Chilton elevó la jarrita sobre su cabeza, y a continuación la bajó y derramó unas gotas de líquido, que chisporroteó levemente y burbujeó sobre el escalón de piedra caliza.
– Dulce Armonía -llamó-. ¿Sientes amor por tu amo?
Una de las jóvenes que estaban al pie de los escalones se adelantó deprisa.
– Sí -gritó.
– Tienes una misión que cumplir. Toma esta jarra. Si de verdad amas a tu señor, beberás su contenido. Un infiel se quemaría al hacerlo. Un infiel sentiría las llamaradas del infierno en la lengua si lo bebiese. Pero si tu fe es verdadera, será como agua para ti.
Y le aproximó la jarra. La muchacha llamada Dulce Armonía la asió con manos temblorosas. Un sonido como de un suspiro surgió de la multitud al otro lado de las antorchas. Mientras S.T. la contemplaba impotente, lleno de horror, la joven la alzó sin titubear hasta sus labios.
Cuando la vasija rozaba su boca, Chilton dijo entre gritos:
– ¡Abraham! ¡Abraham! -El murmullo de la multitud creció hasta convertirse en un lamento-. ¡Yo soy el ángel del Señor! -gritó Chilton, y su voz retumbó en el aire de la noche-. Deja la jarra, niña mía. No bebas. Has demostrado tu fe, de la misma manera que Abraham fue puesto a prueba y la superó.
Dulce Armonía bajó la jarra, y Chilton la tomó de entre sus manos. El rostro de la joven estaba radiante mientras lo observaba.
– Paloma de la Paz -dijo Chilton-, acércate y toma la jarra.
La espalda de S.T. se tensó, su respiración se aceleró.
– Tu misión es más difícil -advirtió Chilton-. Tienes que tener fe suficiente para dos. El hombre que has traído a nuestro seno es uno de los hijos de la rebeldía. Su alma pertenece a los hombres malvados, que como Dios ha dicho es semejante al mar incansable que no puede aquietarse, cuyas aguas arrojan lodo c inmundicia.