S.T. se sintió como si de golpe se le hubiese cortado la respiración y estuvo a punto de saltar al otro lado de la cerca.
Pero no lo hizo, se había quedado paralizado. Entre susurros le dijo:
– Intenta rodearle el cuello con los brazos.
Y así lo hizo la joven, entre hipidos angustiados. Cuando él se lo ordenó, se agachó y cogió uno de los cascos delanteros del animal, que permaneció tranquilo y se limitó a rozarla con el hocico cuando doblaba el cuerpo. La joven no dejó de llorar mientras rodeaba al animal e iba cogiéndole las patas una a una. S.T. le dijo que se alejase de nuevo, y el rucio la siguió tranquilamente sin apartarse de su lado.
Cuando el animal se paró plácidamente junto a ella, la joven lo miró como si fuese algo horrible, como si fuese una visión extraña y aterradora. Tenía el rostro húmedo, bañado en lágrimas. Tragó saliva con dificultad.
– ¿Cómo pudo suceder esto? -De nuevo acarició el rostro del animal, el cuello y las orejas, a la vez que no cesaba con su suave gimoteo-. ¡Dios mío, qué precioso eres! ¿Por qué vienes a mí?
Se secó las lágrimas con el brazo. El animal la rozó con el hocico. Leigh sacudió la cabeza y estalló en incontenibles sollozos.
– ¡Yo no quería esto! -Apartó la cabeza del animal, como si quisiese alejarla de ella, pero solo consiguió que la moviese un poco y luego volviera a situarla frente a ella-. ¡Y no lo quiero!
Se cubrió el rostro con las manos; sus hombros se sacudían con estremecimientos. El animal restregó el hocico contra el cuerpo de la joven e intentó frotarse la cara en su abrigo.
Leigh se dejó caer de rodillas, con el rostro hundido entre las manos. S.T. se movió por fin; cogió impulso y saltó por encima de la valla. Tuvo que hacer inauditos esfuerzos para contenerse y no echar a correr hacia ella; debía moverse con gestos deliberadamente lentos para no asustar al caballo.
El rebelde alzó la cabeza sorprendido por el nuevo intruso y dio un par de pasos hacia atrás. El hombre irguió la barbilla y le habló con brusquedad para alejarlo. Recogió el látigo del lugar en el que Leigh lo había dejado caer y forzó al animal a dar vueltas a medio galope alrededor del cercado.
– He tenido que obligarlo a alejarse -comunicó absurdamente al bulto que yacía a sus pies-. Tienes que levantarte, Sunshine; es demasiado peligroso. -La agarró del brazo y tiró de ella con suavidad-. Levántate, cariño, no puedes quedarte ahí tumbada.
Leigh alzó el rostro y el hombre sintió una punzada de auténtico dolor al ver toda la angustia y el aturdimiento que se reflejaban en él. La hizo ponerse en pie, al tiempo que dejaba caer el látigo. El rocín, al instante, inició un trote hacia el interior del círculo y se dirigió a donde ellos estaban. Leigh, al verlo, soltó otro enorme sollozo, y hundió el rostro en el pecho de S.T., mientras se aferraba a su chaqueta.
– ¡Maldito seas! -gritó con la boca hundida en su hombro-. ¿Por qué me has hecho esto? -Cerró el puño y lo estrelló contra el cuerpo del hombre, al tiempo que repetía-: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
S.T. se sintió lleno de impotencia, mientras la ceñía contra sí con un brazo y con el otro acariciaba la cabeza que el caballo le ofrecía. El animal parecía aceptar con naturalidad aquel tono de histeria en la voz de la joven; se adaptó a él con la misma rapidez que a la presencia de S.T.
– Está bien -dijo el hombre entre murmullos-. Está bien.
– ¡No, no lo está! -gritó Leigh junto a su pecho-. ¡Te odio! -Lo agarró de la chaqueta-. Ni te quiero a ti ni quiero esto. -Respiraba como si no tuviera aire suficiente-. ¡No… no lo soporto! -gritó, y su voz se quebró hasta convertirse en un agudo gimoteo, más propio de una niña histérica.
S.T. no respondió. Se quedaron los tres allí en el centro del cercado, con veinte pares de ojos clavados en ellos. Él le besó el pelo, pronunció palabras incoherentes y se apartó un mechón de su propio cabello de la cara con un soplo. La sentía blanda y temblorosa contra él, como si la muchacha hubiese perdido la capacidad de controlar su propio cuerpo.
– ¿Quieres sentarte? -le preguntó, al tiempo que le acariciaba la espalda-. ¿Quieres que sea yo quien termine esto?
Ella lo apartó de un empujón.
– ¡Lo que quiero es librarme de ti! -Tenía las mejillas enrojecidas-. Me importunas. Me incomodas. No eres más que un fraude. Ojalá te fueras.
– Leigh… -empezó él, pero la joven lo miraba con ira y continuó hablando con una voz alta y estridente.
– Estás sordo, eres un estúpido engreído… un sordo… metepatas, y tratas de ser lo que ya no eres. ¿Crees que con esto vas a impresionarme? -Irguió la barbilla, desafiante-. ¿Crees que quiero tu ayuda o tu caballo o tus malditos sobornos para hacerme dormir contigo?
S.T. sintió que el frío se apoderaba de él.
– Estoy esperando a que te caigas de bruces -gritó ella-. Estás demasiado orgulloso de ti mismo por ser capaz de levantarte y caminar en lugar de andar a trompicones como un borracho. Pero nunca sabrás cuánto durará, ¿a qué no? -preguntó burlona-. Y yo tampoco. No puedo confiar en ti. No puedo apoyarme en ti. Te has vuelto completamente loco y te has convertido en un auténtico inútil.
En público. A la vista de todos, ante una multitud de paletos que escuchaban fascinados, le decía aquellas cosas. Leigh interrumpió sus invectivas y tomó aliento con un sollozo. Sus ojos azules estaban empañados por las lágrimas mientras lo miraba con aire de desafío.
– Como usted desee, señora -dijo S.T. sin elevar la voz, al tiempo que tomaba una bocanada de aire gélido-. Puede estar segura de que ya no volveré a importunarla.
Leigh se volvió bruscamente, y se enjugó con furia los ojos con el revés del puño. El frío aire hizo que sus húmedas mejillas pareciesen cubiertas de escarcha. Avanzó por la hierba con decisión, mientras trataba de recuperar el aliento y seguía dando hipidos cada vez que exhalaba aire.
Antes de alcanzar el muro, oyó el golpear lento de los cascos tras ella. Miró con furia a los hombres al otro lado de la verja, llena de odio al ver aquellos rostros sorprendidos y curiosos.
– ¡Largo de aquí! -gritó-. ¿Qué miráis?
Se quedaron boquiabiertos. El caballo se le acercó por la espalda y restregó el hocico contra ella. Leigh se cubrió el rostro con los brazos.
– ¡Largo! -gritó.
Bajó los brazos y empezó a dar golpes descontrolados al caballo, que se alejó, dibujó al trote un pequeño círculo y se detuvo a mirarla. Tras un momento, el animal dio un paso hacia ella.
– ¡Vamos!
Y, tras levantar las manos, echó a correr hacia él. El rebelde empezó a apartarse, pero después se encaró de nuevo con ella, y comenzó a aproximarse a igual velocidad. Cuando ella se paró, el animal también lo hizo; después volvió a acercarse a ella, pero se quedó a más distancia que antes.
– ¡No! ¡No! ¡No! -le ordenó a gritos, mientras se lanzaba hacia él y movía los brazos alocadamente.
El rocín no cedió un palmo; con la cabeza erguida, movió el hocico al compás de los descontrolados movimientos de las manos de Leigh. Levantó en el aire una de las patas traseras como para apartarse, pero a continuación la bajó y no cedió. Leigh bajó los brazos con un grito de impotencia.
El caballo agachó la cabeza y se aproximó a ella. Se detuvo con el hocico a la altura del codo de la joven.
– Fantástica esa manera de tumbarlo -comentó el Seigneur con sarcasmo-. ¿Quieres probar a hacerlo con una manta?
Leigh cerró los ojos. Al abrirlos, el caballo continuaba allí. El Seigneur continuaba allí. Ella seguía llena de angustia, viva y hundida en el amor, el dolor y la ira.
«Ay, papá. Ay, mamá. No puedo hacerlo. No soy lo bastante fuerte; no siento el odio suficiente. Fracasaré.»
Miró el corte inflamado que surcaba su cabeza justo donde el tratante de caballos le había golpeado el hocico con la porra. Tenía otras cicatrices, más antiguas que aquella; el perfil recto del caballo estaba deformado por una fea hinchazón procedente de un golpe antiguo.