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El lobo dio un largo gemido y rodó por el suelo, retorciéndose y resoplando mientras intentaba rascarse la espalda. A continuación, se quedó panza arriba con las patas relajadas mirando a S.T. mientras la lengua le colgaba en lo que era una típica mueca canina.

– Sí, sabes que lo harías -le dijo su amo, tras lo que le hizo una brusca señal con la mano-. Levanta, grosero, que hay una dama. Vamos, ve a cazarnos un faisán.

Al instante, Nemo se incorporó y echó a trotar en dirección a la puerta con la nariz agachada en busca de algún rastro. Cuando desapareció, los patos de fuera comenzaron a graznar escandalosamente para después callarse. Nemo sabía que no debía atacarlos si no tenía permiso para hacerlo.

– Es en verdad asombroso, la forma en que lo habéis adiestrado -dijo ella mirando en la dirección en que se había marchado el lobo.

S.T. se rascó detrás de la oreja.

– Bueno, lo más probable es que no consiga ningún faisán -admitió-. Quizá una liebre. -La miró de reojo-. ¿Queréis… quedaros a cenar?

Ella frunció el ceño de nuevo, haciendo que S.T. sintiera que algo se hundía en su interior; no obstante, contestó que sí con gran frialdad. Él suspiró aliviado al tiempo que intentaba controlar su sonrisa de satisfacción. Estaba tan indeciso con respecto a ella como lo había estado Nemo. Hacía tanto tiempo que no cortejaba a una dama… No le sorprendería nada descubrir que había perdido todas sus habilidades. Ojalá no fuese tan condenadamente bella. Solo mirarla y le ardía la garganta con una sensación extraña.

– No sois en absoluto como esperaba -dijo ella de pronto al tiempo que se le arqueaba el ceño por la sospecha-. ¿Sois de verdad el Seigneur?

La sonrisa se borró del rostro de S.T. No contestó, sino que se limitó a volverse e ir hacia el caballete, apoyar con mucho cuidado el lienzo en una roca y recoger el armazón y los cuencos de pigmento. Los llevó dentro y volvió a por el lienzo sin mirarla. Cuando cruzó el umbral de la puerta, vio que la larga sombra de ella se movía lentamente tras él.

La joven se detuvo en la armería, mientras que S.T. prosiguió hacia la cocina. Metió de una patada un saco vacío de cebada bajo la mesa, dejó la pintura a un lado y avivó el fuego para calentar aquellos fríos muros de piedra. Cuando volvió a la armería, ella estaba ante el retrato de Charon.

S.T. se cruzó de brazos y se apoyó en la jamba de la puerta. Tras observar a la joven, se miró la punta de la bota.

– Lo siento -dijo ella con cierto tono desafiante.

– Da igual. Es normal que tengáis vuestras dudas. Hoy en día tampoco yo me parezco mucho a Robin Hood.

Los ojos azules de la joven lo recorrieron con frialdad de arriba abajo, tras lo que volvió a contemplar el cuadro de Charon.

– ¿Está en los establos? -preguntó.

– Está muerto.

S.T. se alejó de la puerta y la dejó sola. Volvió a la cocina, apartó algunos trapos de pintar y unos libros de la mesa, cogió una cebolla y empezó a cortarla con una cuchilla roma. Al momento la oyó entrar, ya que tenía el oído bueno en dirección a la puerta. La miró fugazmente y deseó con amargura ver algo menos atrayente. Pero era hermosa, delgada y esbelta, con las pestañas negras, marcados pómulos y esos dedos con los que recorría un molde de escayola mientras lo miraba de una forma que estaba cargada de fuerza y destrucción.

Pero no lo hacía a propósito, eso estaba claro. Se sentía decepcionada; él le parecía un fraude que no estaba a la altura de su leyenda. Lo otro, el dolor que S.T. sufría en el pecho, en las entrañas y en el corazón, era su problema. Su debilidad.

Mujeres. Dio un fuerte tajo a la cebolla. Era lógico que aterrorizaran a Nemo.

Llevaba tres malditos años solo. Ansiaba arrodillarse, hundir el rostro en el cuerpo de ella y suplicarle que le dejara hacerle el amor.

Pensó en Charon, en su ciega devoción animal; en el cálido resoplido en su oreja, cuando todavía podía oír con ambas; en el tranquilizador sonido de los cascos del caballo mientras él dormía sobre la húmeda tierra inglesa, a salvo, tranquilo, protegido por unos sentidos más agudizados de lo que jamás serían los suyos, por una mente simple y honrada que confiaba en el juicio humano.

La cebolla hizo que se le humedecieran los ojos. Apretó la boca con fuerza y echó los pedazos a un puchero. Podía sentirla, aunque no estaba mirándola; era como una intensa llama en medio del oscuro caos en que se había convertido su vida. Se preguntó qué absurda y ciega locura podría impulsarle a cometer esa tentadora joven; qué quedaba aún en su interior que ella pudiera arrebatarle.

La pintura, Nemo, su vida. La lista era más larga de lo que creía.

– ¿Qué queréis de mí? -le preguntó de repente.

Ella levantó la vista de un cuadro a medio terminar que estaba apoyado en el arcón del pan.

– Ya os lo he dicho.

– ¿Que os enseñe a manejar la espada?

La joven asintió con la cabeza. S.T. señaló hacia un rincón con la cuchilla.

– Ahí hay una espada y un par de pistolas. Podéis hacer con ellas lo que queráis. Eso es todo lo que tengo que enseñaros -dijo mientras dejaba la cuchilla sobre la mesa.

Ella lo miró fijamente, pero S.T. prefirió desentenderse. Cogió el cubo de cuero y, tras salir al exterior, lo llenó en el pozo de piedra. Después volvió a la cocina y lo vació en el puchero. El agua cayó en el cacharro de hierro con un sonido cristalino.

– ¿Es porque no soy un hombre?

S.T. no contestó. Estaba ocupado pelando ajos. Su piel apergaminada crujía entre sus dedos, y su familiar olor le llenaba la nariz. Se concentraba en eso, en cosas sencillas. Veía de reojo los pies de la joven; llevaba unos zapatos con hebillas que estaban muy gastados en los tacones, y las medias meticulosamente zurcidas con hilo de otro color. Sus piernas eran fuertes y delgadas, y sus pantorrillas estaban moldeadas con gran delicadeza. Era una mujer. S.T. se mordió la lengua.

– Eso va a saber muy mal -dijo ella.

S.T. se llevó una mano al corazón.

– Y pensar que estaba tan seguro de mí que le he dado la tarde libre al cocinero.

– Yo puedo hacerlo mejor.

S.T. dejó el ajo sobre la mesa.

– ¿Cómo?

Ella se encogió de hombros.

– Yo sé cómo.

– Explicádmelo.

La joven lo miró desde debajo de sus pestañas mientras abría y cerraba las manos muy despacio.

– ¿Me enseñaréis?

S.T. soltó una risa irónica.

– Siempre me interesa una nueva receta para cocer la cebolla pero, francamente, no. No voy a enseñaros nada.

– Soy buena cocinera. Tengo mucha práctica. Y soy muy buena ama de llaves. -Miró con actitud distante la caótica cueva que era aquella cocina-. Puedo hacerme cargo de todos vuestros asuntos y llevaros las cuentas. La próxima primavera vuestro jardín ya podría estar produciendo lo suficiente para llenar vuestra mesa, y aún sobraría mucho para vender. También podría vestiros adecuadamente. Se me da muy bien la costura.

– Y la modestia, por lo que veo.

– Puedo hacer de este lugar un hogar acogedor para vos.

S.T. inclinó la cabeza y la miró de reojo. Estaba muy recta, y se veía que estaba dispuesta a soltar otro listado de méritos si él se mostraba remiso. Con una pequeña sonrisa irónica, él le dijo:

– Supongo que no sabréis hacer vino…

– Por supuesto que sí. Suelo hacer vino de moras todos los años, así como licor de menta y cerveza.

Su voz era cultivada, y sus modales, educados, pero daba la impresión de que hubiese sido sirvienta en alguna casa. Las ropas que llevaba habían pertenecido a un aristócrata, eso estaba claro. S.T. se permitió la indulgencia de imaginar su joven cuerpo, delgado, ágil y desnudo, y suspiró débilmente de deseo. Levantó la cabeza y la miró a los ojos. Ella no pestañeó.

– Haré lo que sea -afirmó decidida-. Me acostaré con vos.

S.T. bajó la cuchilla dando un tajo lleno de furia. Trocitos de ajo salieron volando en varias direcciones.

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