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– Ha dicho que cogiéramos lo que quisiéramos, señora, pero puede que mañana no piense lo mismo.

El Seigneur estiró un brazo y lo dejó caer a un lado de la cama.

– Dales… -murmuró levantando de nuevo el brazo para intentar trastear con la mano enguantada en el monedero. Esparció billetes del banco de Rye sobre su elegante levita de terciopelo y agarró un grueso fajo-. Es muy… buen tipo -añadió mientras sostenía los billetes en dirección a Leigh-. Dales mucho… señora.

Ella le arrebató el dinero de entre los dedos.

– Dios mío, ¿de dónde ha salido todo esto?

El posadero sonrió a Leigh con amabilidad mientras colgaba el sombrero y la capa en el armario.

– Yo le adelanté algo esta tarde hasta que pudiera pasar por el banco. Está todo en orden, señora Maitland. ¿Quiere que envíe a alguien para que lo meta en la cama?

– No -contestó ella mirando en la bolsa-. Por mí que duerma con las botas puestas si quiere.

– Quince libras -farfulló el Seigneur-. Dale… quince libras. Es un buen tipo. -Abrió los ojos y añadió-: Le robé el caballo.

Leigh resopló con furia.

– ¡Asno idiota! -exclamó.

Él comenzó a agitarse con una risita floja.

– Dales quince libras…, señora -repitió.

Leigh puso media corona en la mano de uno de los mozos. S.T. se volvió a un lado todavía riendo. Tras balancearse un momento en el borde de la cama, cayó al suelo con estrépito. Quedó tumbado en el suelo mientras miraba con expresión confusa a Leigh.

– Dales quince…, zorra estúpida.

– Por supuesto que sí, borracho. -Se volvió hacia el primer mozo y contó la considerable cantidad de quince libras en voz alta-. Tomad, os lo repartís y ya podéis retiraros de trabajar -dijo a la vez que miraba por encima del hombro a S.T.-. Ya está, ¿contento?

Pero él no respondió. Tenía los ojos cerrados y roncaba levemente mientras movía una mano. Leigh miró al posadero.

– Podéis retiraros -le dijo con actitud muy encorsetada.

– Por supuesto, señora -replicó él mientras, sin sonreír, le hacía una reverencia; luego, se volvió y salió de la estancia con los mozos. Leigh oyó cómo gritaban de alegría cuando aún estaban a mitad de la escalera. Ella se llevó las manos a la cara y miró al techo.

– ¡Dios, cómo te odio! -exclamó-. ¿Por qué has tenido que volver, bestia inmunda?

– Para terminar lo que tú empezaste -le contestó una voz perfectamente lúcida y despejada.

Leigh dio un paso atrás, apartó las manos de la cara y lo miró atónita. Él se incorporó sobre un codo y se llevó un dedo a los labios.

– No grites, por favor -murmuró.

Aquello era casi tan desconcertante como ver a un muerto recobrar la vida y comenzar a hablar. Leigh se quedó inmóvil con una mano en el pecho mientras su corazón latía agitado. S.T. se levantó con total normalidad e hizo una señal a Nemo para que bajara de la cama.

– ¿Qué es lo que tramas? -susurró ella.

El Seigneur se quitó el lazo del cuello, lo olió e hizo una mueca de desagrado.

– ¡Jesús! Huelo como la alfombra del salón de la casa de citas de la comadre Minerva -dijo.

– Por el amor de Dios, ¿dónde has estado? ¿Qué significa todo esto?

S.T. tiró la maloliente prenda al suelo y estiró el brazo para coger a Leigh del codo con una de sus manos enguantadas. La acercó a él y le habló al oído.

– Es un regalo, ma petite chérie -dijo en voz baja y en tono burlón. Giró una mano, metió los dedos de la otra dentro del guante y sacó el collar de diamantes, que brilló con intensidad a la luz de las velas-. No te gustó el precio del anterior, así que te he traído otro cuyo valor sea más de tu agrado.

La espléndida joya se balanceó en su mano, irradiando prismas de luz. Leigh cerró los ojos.

– Santo cielo -murmuró.

– ¿Qué me dices, querida mía? -preguntó él acariciándole el cuello con el aliento-. ¿Te he complacido al fin? Según me han dicho, el collar era regalo de un enamorado, y le ha costado muchas lágrimas a una dama. -Levantó la mano y le pasó un dedo por debajo de un ojo, como si fuera a limpiarle una-. ¿Llorarás tú por mí?

– Antes de lo que piensas, me temo -susurró Leigh. El contacto del guante en su piel era suave y cálido, y le transmitía el calor de su mano-. Cuando te cuelguen por esto.

– No, no, de eso nada -dijo S.T.-. Ten un poco más de fe. -Le pasó la otra mano por el cuello, extendió los dedos enguantados sobre sus mejillas y presionó ligeramente para volverle la cara hacia él-. Llora de dicha -añadió con una oscura sonrisa antes de besar la comisura de sus labios-. Ma perle, ma lumière, ma belle vie, llora porque te he hecho feliz.

– No me has hecho feliz -replicó Leigh. Se mordió el labio y apartó el rostro-. Solo has hecho que me asuste.

Él volvió a cogerle el rostro. Leigh opuso algo de resistencia pero, de algún modo, S.T. se había puesto al mando de la situación; su energía reprimida parecía llenar la estancia y evitar que la joven se defendiera o levantara su habitual barrera de antagonismo. El Seigneur se puso tras ella y, tirando del vaporoso encaje del corpiño, le descubrió los hombros.

– No lo quiero -dijo Leigh-. No pienso quedármelo.

Pero él deslizó el collar alrededor de su cuello y lo abrochó. A continuación, le rodeó el cuello con las manos y le besó la nuca.

– ¿Desprecias el regalo del Seigneur, querida? -le susurró al cuello-. Es un símbolo de la pasión que siento por ti. -Su contacto la inmovilizaba, y su suave voz ardía con una extraña fuerza-. Deléitate en él conmigo.

– No, quítamelo -dijo Leigh llevándose las manos a la boca.

– Non, non, petite chou, ¿por qué habría de hacer algo tan estúpido? Lo he traído para ti, porque te amo, y porque quiero que todos admiren tu belleza y elegancia. Pero estás temblando, chérie. -La acarició lenta y juguetonamente mientras la tocaba con la lengua-. ¿De qué tienes miedo?

«De ti -pensó ella-. ¿Qué has hecho? ¿Qué me estás haciendo?»

El calor de sus besos la atravesaba, e hizo que agachara la cabeza. Entonces él la cogió de la cintura y le acarició el hombro desnudo con la boca al tiempo que la atraía más hacia sí. Leigh se mordió el labio con fuerza.

– Eres un loco incorregible -dijo.

S.T. negó con la cabeza rozándole el cuello.

– ¿No soy el Seigneur de Minuit? Para complacerte me arriesgaría a cualquier peligro.

– Te cogerán -repuso Leigh con un susurro.

Él emitió una débil risa.

– Pero esta vez no -dijo mientras comenzaba a deshacer los lazos del corpiño-. Y, además, ¿a ti qué más te da, mi frío corazón? Creía que no querías volver a verme.

Leigh se puso más tensa.

– No es tu cuello el que me preocupa, sino el mío -dijo con intencionada crueldad-. No quiero que me cuelguen también a mí por esto.

– No, no estaría nada bien. En lugar de eso, creo que es mejor que me ames.

Sin soltarla en ningún momento, S.T. se desprendió de los guantes, tras lo que sus experimentadas manos siguieron abriendo el vestido de Leigh al tiempo que la besaba y acariciaba; mantenía apoyada su cabeza salpicada de oro en el hombro de ella y la cinta negra de su coleta también reposaba sobre la piel de la indefensa joven. El vestido se deslizó por los brazos de ella y S.T. terminó de liberar los ganchos del corsé.

Leigh respiraba de forma espasmódica; estaba profundamente turbada y se sentía vulnerable en medio de las ruinas de su barricada. Había dejado que aquello llegara demasiado lejos; había consentido que él la cogiera por sorpresa y sumiera su precaria estabilidad en un marasmo de confusión.

– Je suis aux anges -dijo él con reverencia mientras las rígidas prendas de ella iban cayendo.

Se quedó tan solo con la enagua y una camisola que la posadera le había conseguido. S.T. emitió una especie de gruñido y la atrajo hacia sí, de inmediato le tocó los pechos.

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