El posadero asintió con la cabeza y cogió la bolsa.
– ¿Vais a necesitar al botones, señor?
– Sí, decidle que venga. Mi levita necesita un buen cepillado. No, esperad, hay un buen sastre aquí cerca, ¿verdad? Llevadle esto a ver si tiene algo adecuado para la ciudad que sea de mi talla. En terciopelo o raso. -Se desabrochó la espada grande de la espalda y se quitó la levita beis-. Creo que mi esposa ya ha visto bastantes golondrinas de momento. Dejaremos que se pasee por Rye cogida de mi brazo.
El posadero también se hizo cargo de la levita y, tras inclinarse ante ellos, salió de la habitación. Leigh permaneció sentada mirando al Seigneur. Tenía una sensación desagradable en la garganta. No dejaba de pensar en la única guinea que les quedaba, y en lo que costaría todo lo que S.T. había encargado. Él se quitó el chaleco y, al retirarlo de sus anchos hombros, un pequeño paquete cayó del bolsillo interior. Sonrió mientras lo recogía.
– Es la primera vez que tengo esposa -dijo.
– No la tienes -afirmó Leigh con voz tajante.
En la habitación en sombras, la luz del atardecer parecía concentrarse alrededor de él haciendo que su pelo y sus pestañas refulgieran. Rompió el cordel del paquete y, tras abrirlo, lo ofreció a Leigh y dijo con expresión muy seria:
– De todas formas, ¿me harás el honor de ponerte esto?
Ella bajó la cabeza y contempló el delicado colgante de plata que brillaba en su mano.
– ¿Qué es eso? -preguntó.
Él la miró a los ojos.
– Algo que quiero darte desde hace tiempo.
Leigh frunció el ceño y apretó los puños.
– ¿Es tuyo?
– No lo robé, si es a lo que te refieres.
La joven observó el colgante. Era bonito, refinado y femenino, del estilo del que le podría haber regalado su padre. Un extraño ardor comenzó a hervirle en el pecho e hizo que respirase con dificultad.
– Lo compré para ti en Dunquerque -explicó S.T. en voz baja.
– ¡En Dunquerque! -exclamó ella, que aprovechó ese dato para apartarle la mano de un empujón-. ¡Hay que ser un idiota romántico para hacer una tontería así! ¿Cuánto te costó? -preguntó mientras se levantaba de un respingo de la silla.
Él dio un paso atrás con una expresión en el rostro que hizo que Leigh apartase la mirada mientras le temblaba el labio inferior, pues no era capaz de resistirla.
– Eso da igual -dijo S.T. moviéndose por la habitación.
Ella se volvió en su dirección.
– ¡Solo tenemos una guinea! -exclamó-. Una única guinea, y tú te dedicas a comprar un absurdo collar que debe de valer tres libras como mínimo.
Él se sentó en la cama y la miró con la cabeza ladeada y con aquellos intensos ojos verdes, cubiertos por sus características y demoníacas cejas doradas.
– Piensas asaltar una diligencia, ¿verdad? -le espetó Leigh-. Dios mío, acabamos de llegar y ya estás a punto de ponerlo todo en peligro.
Una leve sonrisa irónica se dibujó en la boca de S.T.
– ¿Y para qué demonios iba a hacer eso? -preguntó.
Ella hizo un barrido con los brazos por toda la habitación.
– ¡Pues para pagar esto, por ejemplo!
El Seigneur negó con la cabeza.
– Francamente, me decepcionas. ¿Dónde está tu sentido práctico? Incluso si pudiera asaltar una diligencia sin tener una montura, no hay por aquí ningún perista al que le pudiera vender las joyas, y tampoco nos íbamos a arriesgar a gastar en la ciudad dinero robado en las cercanías. Considero que es mucho más prudente retirar efectivo del banco.
– ¿Del banco? -exclamó Leigh.
– Bueno, no es tan raro, al fin y al cabo. Es lo que se suele hacer -alegó él al tiempo que comenzaba a quitarse las botas-. Entras al banco, le dices al cajero que quieres retirar determinada cantidad de dinero, y él obedece con sumo gusto.
– ¡Vas a robar un banco!
Mientras S.T. se agachaba para tirar de una bota, la coleta y la larga cinta negra que la sujetaba cayeron enredadas sobre su hombro. Una vez descalzo, se reclinó sobre las almohadas con las manos cruzadas detrás de la cabeza.
– Espero que eso no sea necesario -dijo con la mirada puesta en el dosel-. Estoy seguro de que tengo al menos mil libras aquí. Nunca dejo que el efectivo de mis cuentas sea inferior a novecientas.
Nemo se estiró sobre el suelo de madera y apoyó la cabeza sobre las patas con un suspiro. Leigh contemplaba atónita a la relajada figura de la cama.
– ¿Me estás diciendo que tienes una cuenta en un banco de Rye?
S.T. se volvió y se apoyó sobre un codo.
– Sí.
– Entonces, ¿no hará falta que robes nada para pagar todo esto?
– No.
La debilidad a la que tanto temía Leigh comenzó a acechar en su interior.
– ¡Pues entonces vete al infierno! -gritó. Fue hasta la ventana y, tras abrir sus cristales verdes, miró al patio de abajo.
– Te ruego que me perdones -dijo S.T. con ironía-. No sabía que tuvieses tantas ganas de que lo robara.
– Por supuesto que no las tengo, créeme.
Durante unos instantes reinó el más absoluto silencio.
– Entonces, ¿puede ser que te preocupes por mí? -preguntó S.T. al fin.
Leigh se apartó de la ventana y, en lugar de contestarle, dijo:
– Al menos tendremos algún plan, ¿no?, ya que tú eres quien lo ha decidido todo. ¿Por qué estamos aquí? Si tienes un plan, quiero conocerlo.
Él la observó durante un largo instante.
– Cierra la ventana -dijo. Leigh lo miró extrañada pero, aun así, obedeció-. Y ahora ven aquí.
Tras tomar aliento, la joven se sentó en el borde de la cama con la intención de que S.T. pudiese contarle lo que tenía que decirle sin levantar la voz. Él levantó la mano, de la que pendía el colgante de plata.
– Son ya seis semanas así -murmuró-. Llevo seis semanas deseándote. Sé cómo te mueves, cómo bajo el sol se forma una sombra en la curva de tu mejilla, y hasta cómo tienes las orejas. Incluso sé cómo eres debajo de ese maldito chaleco.
– ¿Qué tiene que ver eso con el plan?
– Nada en absoluto -contestó él, tras lo que soltó una risa llena de amargura y, volviendo la cabeza sobre la almohada, la miró-. Me muero -dijo llevándose una mano al pecho-. Me estás matando.
– No es culpa mía -replicó ella.
S.T. cerró los ojos. De pronto Leigh se dio cuenta de que su cuerpo la esperaba excitado, mientras yacía con los hombros tensos y respiraba profundamente.
– Merde -musitó S.T. con pasión-. ¿Te queda aún alguna deuda que saldar conmigo, Sunshine?
– Ah, ¿solo quieres eso? -preguntó ella en tono despectivo.
Luego, echó la cabeza hacia atrás y suspiró enojada con la mirada puesta en los volantes de damasco rojo del dosel, mientras en su interior sentía que un intenso nerviosismo la invadía. Apretó ambas manos hasta que las uñas se le clavaron en las palmas. Tenía miedo de que el Seigneur se abalanzase sobre ella, ya que no sabía cómo iba a reaccionar. Mientras, él seguía echado en la cama como un viril león. Volvió a hacerse un profundo silencio, que solo rompió él al emitir un leve gruñido al tiempo que contemplaba el colgante.
– Creía que ya no querías nada más de mí -dijo Leigh con una voz que la sorprendió por ser demasiado ronca y quebrada-. Prácticamente no me has tocado desde aquella vez.
– Lo sé -contestó él con amargura-. Quería que tú me lo pidieses.
Eso era algo que Leigh no estaba dispuesta a hacer. No pensaba caer nunca en esa especie de absurdo laberinto emocional en que él estaba inmerso. Era un bobo sentimental y agotador. De pronto se lo imaginó con sus hermanas. Le reiría los chistes a Emily incluso cuando ella no se acordara del final, y se dedicaría a tomarle el pelo a Anna hasta que se enfadara. Les haría… no, no les haría, les habría hecho…
A veces Leigh tenía la impresión de que podía oírlas, de que escuchaba cómo sus voces se desvanecían poco a poco, procedentes de algún lugar invisible que estaba fuera de su alcance. Pero todo eso ya había acabado, y para ella era como si nunca hubiese ocurrido. La realidad era que estaba en una habitación desconocida con un bandolero. Él era espléndido, con aquellos ojos verdes y los reflejos dorados del pelo, la rodilla levantada y el cuerpo relajado sobre la cama, tan hermoso a su manera como el lobo. Leigh conocía a la perfección la forma de sus fuertes manos y muñecas, y aquella sonrisa diabólica que surgía de repente y la dejaba anonadada. Estar tan cerca de él era como ahogarse. Era como un dolor, como la profunda agonía de un intenso calor que se aplicara a sus extremidades congeladas. No quería aquello, porque no podría resistirlo.