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Entonces, gracias a Arquímedes y a la formulación más aproximativa y grosera de su principio, esa gota que desborda el vaso del dicho popular, recordé un detalle que había permanecido enterrado en el último rincón del olvido más profundo durante todos los largos y estériles años de mi vida de mujer adulta, y me estremecí de nostalgia, y de desconcierto.

– ¿Qué hago yo aquí? -me pregunté a mí misma en voz baja mientras, absorta en mi memoria y completamente sorda al estruendo que me reclamaba, ganaba muy despacio cada escalón-, ¿qué hago yo aquí, si yo, hace treinta años, decidí cambiar de madre?

Piedad era de estatura mediana, más baja que alta, y robusta sin llegar a ser gorda, un cuerpo redondo de carne dura, tan dura que mis dedos jamás acertaron a darle un buen pellizco de esos retorcidos, pellizquitos malagueños los llamábamos entonces. Ella sí me pellizcaba, jugando, para hacerme rabiar, pero luego me besaba, me daba cientos, miles de besos, en el pelo, en la frente, en las mejillas, besos rotundos, su boca clavándose en mi cara hasta hacerme casi daño, y besos sonoros, los labios fruncidos para emitir un pitido agudo y crujiente, besos sueltos o series de seis, siete besos breves y ligeros, cálidos y dulces, nadie, nunca, me ha besado tanto como Piedad. Sé que cuando yo nací todavía no había empezado a trabajar para mis padres, y sin embargo, apenas conservo recuerdos de mi infancia que no le pertenezcan también a ella. Piedad me despertaba por las mañanas, Piedad me vestía y me peinaba, me daba de desayunar y me hacía el bocadillo para el recreo antes de llevarme al colegio. A la salida, por la tarde, me estaba esperando con la merienda al lado de la verja, y si tenía tiempo, me llevaba al parque, y luego me quitaba el uniforme, y me ponía un babi, y me daba lápices y un cuaderno para que dibujara en la mesa de la cocina mientras ella terminaba de planchar, repartiendo su atención entre el trabajo y los consultorios sentimentales de la radio, el transistor siempre encendido, siempre a mano. Piedad me bañaba y cenaba conmigo, me obligaba a lavarme los dientes y me arrastraba hasta la cama, y se sentaba en el borde a contarme unos cuentos muy raros de pastores y de ovejas, en los que no había princesas, ni siquiera niños y niñas, sólo mozos y mozas que comían pan con tocino, y las brujas no tenían poderes pero eran unas mujeres muy malísimas y muy avaras, que en vez de echar maldiciones subían las rentas todo el tiempo, y no había hadas, y por eso los buenos perdían casi siempre, pero a pesar de todo, a mí me encantaban los cuentos que se sabía Piedad, quizá porque nadie, nunca, me contó otros.

En aquella época, mis amigas y yo dedicábamos el recreo de todas las mañanas a perseguirnos por el patio para cogernos las unas a las otras. No recuerdo el nombre de aquel juego, pero sí una de sus reglas principales, que establecía ciertos lugares seguros para cada jugadora, refugios imaginarios que bastaba alcanzar para ponerse a salvo. Al llegar a cualquiera de esos puntos -un alcorque, un poste, un tramo de la pared o un barrote de la verja-, siempre gritábamos ¡casa!, no tanto para avisar a la perseguidora de turno como para desalentarla, y entonces, al gritar ¡casa!, yo siempre pensaba en Piedad, porque eso, exactamente, era Piedad para mí, un lugar en el que ningún enemigo me capturaría jamás, un castillo blando y caliente como una cama recién hecha, unos labios que siempre me besarían, unos brazos que nunca dejarían de abrazarme, una máquina de querer que funcionaba a tope, siempre igual, cuando me portaba bien y cuando me portaba mal. Piedad era ¡casa!, era mi casa, y era el mundo.

Aparte, al otro lado del pasillo, vivía mi familia.

El último regalo de la Naturaleza que mi madre estaba dispuesta a recibir con alegría a los cuarenta y un años bien cumplidos era un embarazo, y sin embargo, con esa edad me concibió a mí, la cuarta de sus hijos, justo cuando el primero, mi hermano Alfonso -que en mi memoria nunca ha dejado de ser un señor con traje azul y corbata que venía a comer a casa un domingo sí y otro no- terminaba la carrera de derecho con la intención de casarse inmediatamente después. De mis hermanas conservo más recuerdos, más precisos, aunque nunca llegamos a jugar juntas, ni siquiera a coincidir en el colegio. Cristina es catorce años mayor que yo, Cecilia dieciséis. Las dos se casaron a la vez, con apenas unos meses de diferencia, cuando yo estaba a punto de cumplir diez, y las dos se empeñaron en que llevara sus arras hasta el altar en una bandeja de plata. Lo hice muy bien las dos veces, sin tropezar y sin dejar caer ni una sola moneda, pero me aburrí mucho en los ensayos.

Bodas, bautizos, comuniones, cumpleaños, entierros, funerales y fiestas en general eran para mí días doblemente excepcionales, porque descosían la rutina de mi vida por dos costuras distintas. Por un lado, me ponía un vestido nuevo, me dejaba peinar con raya al lado y más esmero de lo habitual, asistía con gestos devotos a la ceremonia, cualquiera que fuese, y comía después en un restaurante. Por otro lado, imitando cuidadosamente a mi padre, a mi madre, a mis hermanos, me comportaba como si fuera un miembro más de la familia, ese conjunto de extraños amables y bienintencionados en general con el que me tropezaba a lo sumo un par de veces -un beso a la vuelta del colegio, otro por la noche, antes de irme a la cama- todos los demás días, mientras vivía con Piedad en sus dominios de la cocina, sin echar nada de menos.

En ese pequeño país -un vestíbulo de servicio, una cocina, un office, una despensa, un dormitorio y un aseo diminuto, con una bañera cuyo tamaño alcanzaba a duras penas la cuarta parte de la superficie de las restantes bañeras de la casa- transcurrió una infancia tan feliz como pueda llegar a serlo cualquier otra, los años más plácidos y emocionantes de mi vida. Piedad me quería» me cuidaba, se ocupaba de mí, y siempre -tal vez porque era muy joven, sólo un año mayor que mi hermana Cecilia- se las arreglaba para divertirse mientras lo hacía, por eso yo me divertía tanto con ella. También sabía ser severa, hasta estricta si lo consideraba necesario, pero ningún reproche, ni siquiera la más ácida de las regañinas, logró hacer nunca mella en la infinita confianza que me inspiraba, esa seguridad que me impulsaba a gritar su nombre, y no el de mi madre, cuando tenía pesadillas por la noche, hasta que los adultos decidieron que la mejor solución para el sueño de todos consistía en que me trasladara inmediatamente al dormitorio de Piedad, la única habitante de la casa que creía en mi miedo, y en mi angustia, la única dispuesta a levantarse de madrugada y ocupar un hueco en mi cama para combatir con palabras y caricias a los monstruos que me torturaban y que nunca más volverían a visitarme.

No dejaba de ser consciente de mi extraña posición en aquella casa, pero antes de alcanzar la edad suficiente para sentirme rebajada por frecuentar casi exclusivamente la puerta de servicio, ya había elaborado una fórmula satisfactoria, capaz de resumir el mundo sin obligarme a renunciar a nada. Todos los niños que yo conocía -mis primos, mis amigos del parque, las compañeras del colegio- tenían una sola madre, que sin dejar de ser ella misma, y según las funciones que desempeñara en cada momento, podía desdoblarse en dos seres distintos, con nombres distintos, mi madre y mamá. Mi madre era la autoridad, la señora que tomaba las decisiones importantes. Ella pagaba la matrícula en septiembre y firmaba las notas en junio, compraba el uniforme y los libros de texto, llevaba a sus hijos de visita los domingos y se encargaba de que las camas estuvieran hechas y la comida caliente todos los días. Después, cuando un niño tenía fiebre, cuando se caía del columpio y se hacía sangre en una rodilla, cuando lloraba porque los amigos habían dejado de ajuntarle, cuando le asaltaba la célebre hambre selectiva de chocolate al pasar junto al escaparate de una pastelería, cuando se rompía su juguete favorito o cuando, simplemente, le apetecía declarar una guerra de cosquillas, mi madre se disolvía en un instante, sin quejarse, sin llamar la atención, sin hacer ruido, para ceder su cuerpo y su rostro, sus manos y su voz, a mamá, una especie de hada doméstica con poderes suficientes para resolver la mitad de los problemas y hacer mucho más soportable la otra mitad. En la vida de todos los niños que yo conocía, una sola mujer bastaba para representar ambos papeles, pero en la mía había dos. Doña Carmen era mi madre. Piedad era mamá.

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