La verdad es que existía una causa más, un motivo residual y sin embargo determinante, aunque de una naturaleza tan vergonzosa que ni yo misma me atrevía a admitirlo, y es que cuando más predispuesta estaba a la bondad y la comprensión, a la compasión y la solidaridad que sólo se alcanza mientras un sandwich de tres pisos esmaltado con espuma de cerveza viaja libre y feliz a lo largo y ancho del organismo, un pequeño incidente del tamaño de la catedral de Burgos me precipitó de golpe en la más injusta y rencorosa de las arbitrariedades. Eva me pidió que la acompañara a recoger un vestido, y yo la seguí sin sospechar lo que me jugaba en aquel breve viaje. Al pasar por delante del escaparate, reparé en que se trataba exactamente del tipo de tienda en el que las mujeres como yo nunca se atreven a entrar, pero entré, y asistí impasible a la procesión de una cofradía de oligofrénicas desnutridas, que se acercaban con gesto reverencial al probador cada vez que ella aparecía, siempre igualmente deslumbrante, con un modelo nuevo, que como el anterior, y como el inmediatamente sucesivo, parecían cortados exactamente a la medida de su cuerpo. Llegué indemne a lo que parecía el final de aquella escena. Disuelto el coro de dependientas -¡qué mono te queda!, ¡te queda ideal!, de verdad, de verdad, ¡qué mono te queda!, la verdad es que te queda ideal, ¿eh?, de verdad, ¡es que te queda monísimo!, ideal, te queda ideal, ¿eh?, de verdad, de verdad…-, se hizo el silencio, y Eva se acercó a la caja con la intención de pagar, pero entonces, en un quiebro imprevisto, sospechoso, se acercó a un expositor repleto de perchas, escogió una, y se dirigió a mí, éste te sentaría muy bien, me dijo, es precioso, ¿no te parece? Debí de haber sido capaz de reaccionar, pero lo cierto es que el vestido era precioso -de verdad, de verdad-, y yo rica por primera vez en muchos años. Por eso no resistí la tentación de cogerlo, ponérmelo por encima y mirarme en un espejo, y no me fijé en la talla porque ni siquiera pensaba en comprármelo, no lo había escogido yo, aquello parecía simplemente un juego, hasta que escuché su voz, alta, rotunda, lo malo es que no tendréis talla para ella, claro, y un coro de risas del que se elevó un sonido agudo y sombrío a la vez, como el graznido de una corneja, pues es difícil desde luego, mejor que mire en otra tienda… Era su respuesta, su venganza, el exacto precio de su hambre, y procuré encajarla bien, sin consolarme a mí misma, sin alentar ningún rencor, pero presentí que aquel episodio establecía la dinámica que regularía definitivamente nuestras relaciones. Ella utilizaba su cuerpo como escudo frente a cualquier ofensa, y lo lanzaba al aire como una jabalina envenenada cuando pretendía ser la ofensora. Yo dejé de luchar contra mis prejuicios acerca de las modelos, y me propuse no ceder nunca más a la compasión. Para conquistar el primero de estos propósitos apenas tuve que vencer obstáculo alguno -aunque a veces ni yo misma me lo creía del todo, Eva encarnaba meticulosamente el resultado de lo que parecía-, pero en el segundo fracasé casi de inmediato, porque su aplomo no sobrevivía más allá de los estudios fotográficos y los talleres de los modistos, y nadie habría podido reconocer a una top model internacional camino del estrellato definitivo, en el pajarito miedoso, encogido y asustado que se me pegó a los talones al bajar del avión en Nueva York, y no me dejó sola un instante ni para ir al baño.
– Es que me da cosa que alguien me diga algo -me explicó-, como no les entiendo…
– Pues no contestes.
– Bueno, sí, pero prefiero que no me dejes sola.
El cansancio acumulado durante las horas de vuelo, la tensión y la impaciencia que acaban estallando antes o después en el curso de un viaje semejante, habían atacado con saña su maquillaje, cada vez más apagado en la superficie pero de una consistencia progresivamente blanda al contacto con la piel, y cuando llegamos a Los Angeles, los exactos límites de la máscara que recubría su rostro eran tan visibles como las incipientes patas de gallo, los granitos y las marcas de expresión que no existían por la mañana. Su cara se había descolgado, y se descolgaba su cuerpo, sus hombros, cansados de estirarse para disimular una tripita minúscula, y por ello quizá más llamativa en un cuerpo tan delgado, mientras sus tobillos protestaban hinchándose, igual que los míos. No era más que un ser humano, una mujer sola en un país extraño cuya lengua no entendía, una criatura derrotada por el cansancio y abocada a superar una prueba muy difícil antes de disponer del tiempo suficiente para recuperarse del todo, eso me parecía, y me propuse cooperar en todo lo posible para que triunfara, cubrirle las espaldas, ayudarla, aconsejarla, vendérsela a Rushinikov como la actriz de su vida…
Sin embargo, cuando abrí la puerta de mi bungalow unas pocas horas más tarde, la única que seguía teniendo un aspecto horrible era yo. Ella resplandecía, y su expresión no mudó un ápice ni siquiera al bajar del coche de producción, a una distancia considerable de la puerta del plató pero más que suficiente para escuchar los gritos de un energúmeno que estaba jurando sobre todo lo que es posible jurar en lengua rusa. A modo de despedida, el chófer nos dedicó una mirada incierta, hecha a medias de temor y desaliento, a la que yo correspondí puntualmente, pero Eva, la más perfecta de sus sonrisas radiantes tan bien asegurada que parecía cosida sobre sus labios rojos, me miró como si estuviera sorda, y empezó a caminar hacia su destino con esa especie de prisa serena que sólo está al alcance de quienes ya se saben propietarios de una parcela en el Paraíso.
Identifiqué a Andrei Rushinikov sin necesidad de preguntar a nadie. De pie en el centro del plató, con unos vaqueros desgastados y una camisa roja de algodón que parecía tener vida propia, tan violentamente gesticulaba con los brazos mientras chillaba, era lo más parecido a un oso enloquecido de furia que he visto en mi vida. Mientras me acercaba, reconocí en su rostro los rasgos de un eslavo típico, de esos que se aprenden en las ilustraciones de los libros, un cosaco de toda la vida, el pelo negro, los ojos claros, la piel blanquísima, cejas muy pobladas y una mandíbula imponente, casi cuadrada, Taras Bulba, Miguel Strogoff, Pedro el Grande, recordé, Dios nos coja confesados, me dije mientras me acercaba.
– Please -le rogué, en un tono de voz casi inaudible al principio-. Please, Mister Rushinikov… -Y como no daba señales de haberme oído siquiera, me pasé al ruso-. Pozhaluista…
Sólo entonces se volvió para mirarme, y seguí en ruso, me presenté a mí misma, y presenté a Eva, hablé un par de minutos para un ceño fruncido, una frente huraña, un inconmovible muro de dos metros, y luego me aparté a un lado. Ella avanzó despacio, marcando los pasos con todo el cuerpo, le tendió la mano, ladeó la cabeza, imprimió a su sonrisa una variante que yo desconocía, le saludó en castellano con una voz tan acariciadora que se me olvidó traducir lo que estaba diciendo, y suspiró. La metamorfosis que se operó en él resultó todavía mucho más apabullante. Rushinikov se retiró el pelo de la cara con una torpeza casi juvenil, escondió las manos en los bolsillos del pantalón, sonrió, y contestó en inglés que la llegada de Eva era lo único agradable que le sucedía en muchos días, que estaba encantado de tenerla a su lado, y que le hacía feliz comprobar que, en persona, era mucho más exquisita aún que en las fotos. Esto sí lo traduje, y la sucesiva invitación para tomar un café y charlar un rato. Mientras los seguía hacia el exterior, había alcanzado ya ese estado propio de los intérpretes que permite traducir un discurso prestándole la mínima atención y pensar al mismo tiempo en otras cosas, y recuerdo perfectamente lo que me iba diciendo, misterios del alma eslava, hay que ver, jódete, Mari Loli…
Aunque a ratos me costaba trabajo distinguir entre Eva y mi propia sombra, y casi llegaba a echarla de menos cuando se encerraba en el baño para ducharse, enseguida tuve que admitir que mi protegida poseía, al menos, un talento instintivo: el de quitarse de en medio en los momentos críticos. Un segundo antes de que se desencadenara un problema de la especie que fuera, Eva olvidaba que estaba triste y muy deprimida, que nadie la comprendía y que yo era la única persona con la que podía hablar en el mundo, y se las arreglaba para desaparecer, abandonándome ante un enemigo polimorfo e implacable como un dragón de seis cabezas. Y a solas, como San Jorge, me pegaba yo con la script -porque llegábamos tarde a las citas-, con el maquillador -al que ella imponía productos y colores-, con la peluquera -que protestaba porque no se dejaba cardar el flequillo-, con el iluminador -que no iba a consentir que una actriz le prohibiera las luces laterales- y con la modista -porque se empeñaba en rodar con su propia ropa-. Añadir que también me pegaba con el director resultaría formalmente inexacto. Entre Rushinikov y yo había estallado la guerra.