Al llegar a la adolescencia empezó a torcerse, ésa es la verdad. Antes de cumplir los veinte años, ya se había aficionado a montarme unas escenas atroces, y llegaba a ponerse como una fiera, en serio, chillando, pataleando, me hacía pasar unos bochornos espantosos, qué apuro, todos los vecinos la escuchaban, a mí me resultaba tan violento… Al final, cogía la puerta y salía sin mi permiso, gritando que ya estaba harta de que no la dejara hacer nada. ¡Nada! ¿Se lo pueden creer? Pues eso me decía, que no la dejaba hacer nada, y a mí me daba por llorar, porque… ¡qué barbaridad!, ¡qué ingratos pueden llegar a ser los hijos! Creo que fue entonces cuando empecé a permitirme alguna que otra copita, lo confieso, sé que no está nada bien, pero Marianne estaba ahí fuera, en la calle, rodeada de peligros, y yo no podía vivir, ésa es la verdad, que no podía ni respirar siquiera imaginando los riesgos que correría mi niña, sola entre extraños, en locales subterráneos, ese aire mefítico, cargado de humo, y de vapores alcohólicos, y del producto de los cuerpos de tantos hombres sudorosos, esas enormes manchas húmedas que sin duda exhibirían sus camisetas oscuras cuando levantaran los brazos para abandonarse a esos ritmos infernales, y las motos, eso era lo que más miedo me daba, que Marianne se montara en una moto, con la cantidad de accidentes que hay en cada esquina, y violadores, y asesinos, y drogadictos, y extranjeros, que no hay derecho, es que no hay derecho, desde luego, sacar adelante a un ángel para condenarlo luego a vivir en el infierno, para que luego digan que la maternidad no es un drama… En fin, que era un no vivir, les juro que era un auténtico no vivir, y fíjense que lo intenté todo, todo, para retenerla, pero ella se negó a seguir celebrando guateques en casa, como antes, decía que sus amigas no querían venir, con lo buenas que me salen a mí las mediasnoches, que les pongo mantequilla por los dos lados, qué ingratitud, y entonces me dejaba sola, y yo me tomaba una copita, y luego otra, y luego otra, hasta que oía el chirrido de su llave en la cerradura, a las diez, o a las diez y media de la noche, porque la muy desaprensiva nunca llegaba antes, qué va, y bien que ha sabido siempre que a mí me gusta cenar a las ocho y media…
Claro que lo peor todavía estaba por llegar. Lo peor no mediría más de un metro cincuenta y siete, tenía el pelo negro, crespo, largo, y una cara peculiar, despejada por los bordes y atiborrada de rasgos en el centro, como si las cejas, los ojos, la nariz, los pómulos y los labios
– unos morros gordos, pero gordísimos, se lo juro, propiamente como los de un mono- se quisieran tanto que pretendieran montarse unos encima de otros, juntarse, apiñarse, competir por el espacio. Se llamaba Néstor Roberto, tocaba la trompeta -¡que era lo que le faltaba, vamos, con esa boca!, y había nacido en El Salvador. ¡Era salvadoreño! ¿Se lo pueden imaginar? ¡Salvadoreño! Y a ver, díganme ustedes…, ¿puede una madre europea conservar la calma cuando su única hija se lía con un salvadoreño? Naturalmente que no. Por eso le dije a Marianne que tenía que elegir. Y Marianne eligió. Y se fue de casa con el salvadoreño.
Durante los siguientes tres años, apenas la vi algún domingo a la hora de comer. Reconozco que mi vicio aumentó -me pasé al coñac, dejé de imponerme un límite diario, me enchufaba alguna que otra copa por las mañanas-, pero debo especificar, en mi descargo, que el vicio de mi hija empeoró mucho más intensamente que el mío. Después del salvadoreño, vino un paquistaní, tras el paquistaní, se lió con un argelino, y terminó abandonando a aquel moro por un terrorista
– activista, decía ella, la muy lianta- norteamericano del Black Power. El caso es que este último me sonaba bastante, y por eso me interesé por él, no fuera a ser atleta, o baloncestista, no sé, o músico de jazz, porque podría estar forrado de pasta, y eso significaría que mi hija no habría perdido del todo la cordura, porque, sinceramente, en cualquiera de esos casos, el color de su piel, siendo un detalle importante, pues tampoco… importaría tanto, las cosas como son, pero en qué hora se me ocurrió preguntar, Dios bendito, ¡en qué hora, Jesús, María y José me valgan siempre! No, mamá, me dijo Marianne, te suena porque hace unos años, cuando vivía en Nueva York, fue modelo de un fotógrafo muy famoso, ese que se ha muerto de sida… Yo no caía, y ella pronunció un apellido indescifrable, que sí, mujer, continuó, si es ese que ahora se ha puesto muy de moda porque le censuran las exposiciones… Cuando me enseñó las fotos -y eso que las iba escogiendo, que se guardaba en el bolsillo por lo menos dos de cada tres, como si yo fuera tonta-, bueno, pues cuando por fin vi aquellas fotos, creí que me moría, que me caía redonda al suelo creí, pero ella siguió hablando como si nada, sin comprender que me estaba matando, que yo me estaba muriendo al escuchar cada sílaba que pronunciaba. ¡No pongas esa cara, mamá!, eso me dijo, si las fotos son de hace mucho tiempo, de cuando vivía en América, y era homosexual, es cierto, pero ahora también le gustan las chicas. No te preocupes por mí, anda, si nunca he sido tan feliz… Eso me dijo, que nunca había sido tan feliz, y yo estuve borracha tres días, tres días enteros, lo reconozco, tres días, cuando me llamó para contarme que se marchaba con él en moto, hasta Moscú, de vacaciones, no fui capaz ni de asustarme siquiera.
En estas circunstancias, comprenderán ustedes que el accidente se me antojara un regalo de la Divina Providencia. Marianne volvía a estar en casa, en su cama, rodeada de sus muñecos, de sus peluches -que estaban como nuevos, porque yo los había seguido lavando a mano con un detergente neutro incluso después de que me abandonase, fíjense, si no la echaría de menos, que los cepillaba y todo, de verdad que parecían recién comprados-, vestida con un camisón azul celeste sobre el que yo misma había aplicado un delantero de ganchillo, y arropada con una mañanita de lana a juego, tejida también por mí, o sea, igual igual igual que cuando era una niña, aunque con todos los huesos rotos. Cuando estaba dormida, me sentaba a su lado, a mirarla, y me sentía tan feliz que me tomaba una copa para celebrarlo. Cuando estaba despierta, se quejaba constantemente de unos dolores tremendos, y yo no podía soportarlo, no podía soportar verla así, tan joven, mi niña, sufriendo tanto, así que me tomaba otra copa, para insuflarme fuerzas, y le daba un par de pastillas más. El médico se ponía pesadísimo, me lo había advertido un centenar de veces, que era peligroso sobrepasar la dosis, que aquellos calmantes creaban adicción, pero, claro, ¡qué sabrán los médicos del dolor de una madre…! Y los días pasaban, y Marianne mejoraba, su rostro recobraba el color, las heridas se cerraban sobre su piel blanca, tersa, y su carácter volvía a ser el de antaño, dócil y manso, dulce y sumiso, yo le metía en la boca aquellas pastillas maravillosas, le inclinaba la cabeza para que se las tragara, le daba un sorbo de agua y la miraba después, y ella me sonreía con los ojos en blanco, estaba tan contenta, y ya no me llevaba la contraria, ya no, nunca, dormía muchísimas horas, como cuando era un bebé, y por las noches se sentaba a mi lado a ver la televisión, y jamás se le ocurría cambiar de canal, todo le parecía bien, las dos unidas y felices otra vez, igual que antes.
Cuando aquella bruja me dijo que no podía seguir vendiéndome aquel medicamento sin receta, creí que el mundo se me venía encima. Debo confesar, porque para eso estoy aquí, para confesar que soy alcohólica, que al volver a casa me cepillé una botella entera del brandy español más peleón que encontré en el supermercado, y todavía no habían dado las doce del mediodía. Pero… ¡háganse ustedes cargo de mi angustia, de mi desesperación! Todavía se me saltan las lágrimas al recordarlo, pensar en perderla otra vez, tan pronto, cuando apenas la había recobrado, a ella, que tan maltrecha había vuelto a mis brazos, que estaba deshecha, pobre hija mía, cuando por fin atinó a buscar refugio en mí, en su madre, la única persona que de verdad la quiere, que la ha querido y que la querrá durante el resto de su vida… Entonces decidí que nos vendríamos a vivir aquí, a la casa donde transcurrió mi maravillosa infancia, a este pueblecito de las montañas donde mi mejor amiga del colegio instaló, al terminar la carrera, una farmacia surtidísima, se lo aseguro, porque tiene de todo, mi amiga, y es madre de cuatro hijos, ¿cómo no iba a entender ella una cosa así? A grandes males, grandes remedios, eso me dijo, poniendo un montón de cajas sobre el mostrador, y aquí estamos. A Marianne le gusta mucho vivir en el campo, ya le encantaba esto de pequeña, cuando veníamos a veranear, y ahora, pues lo mismo, porque nunca dice nada, no se queja de nada, sólo sonríe, está todo el día sonriendo, pobrecilla, ahora es tan buena otra vez…