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Todos sufrimos otro ataque de risa.

– Éste es un mejor humor -dijo don Juan-. Y ahora, antes de que Genaro y yo les digamos adiós, pueden decir lo que les venga en gana. Puede que ésta sea la última vez que pronuncien una palabra.

Pablito negó con la cabeza, pero yo tenía algo que decir. Quería expresar mi admiración, mi respeto por el exquisito temple del espíritu guerrero de don Juan y don Genaro. Pero me enredé en mis palabras y finalmente no dije nada; o peor aun, terminé hablando como si de nuevo me quejara.

Don Juan meneó la cabeza y chasqueó los labios en un remedo de reprobación. Reí involuntariamente; no importaba, después de todo, que hubiese arruinado la oportunidad de expresarles mi admiración. Un sentimiento muy atrayente empezaba a poseer, me: cierto alborozo y alegría, una libertad exquisita que me hacia reír. Dije a don Juan y a don Genaro que el resultado de mi encuentro con lo "desconocido” me importaba un cacahuate; que me sentía feliz y completo, y que el vivir o el morir carecían de valor para mí en esos momentos.

Don Juan y don Genaro parecieron disfrutar mis aseveraciones todavía más que yo. Don Juan se golpeó el muslo y se echó a reír. Don Genaro arrojó su sombrero por tierra y gritó como si montara un caballo salvaje.

– Hemos gozado y nos hemos reído mientras esperábamos, así como lo recomendó el testigo -dijo don Genaro de pronto-. Pero es la condición natural del orden el que siempre tenga que llegar a su fin.

Miró el cielo.

– Ya es casi la hora de que nos desbandemos como los guerreros de la historia -dijo-. Pero antes de que nos vayamos cada uno por su lado, debo decirles una última cosa a ustedes dos. Voy a revelarles un secreto de guerrero. Quizás podrían llamarlo la predilección de un guerrero.

Centrando en mi su atención particular, dijo que en una ocasión yo había opinado que la vida de un guerrero era fría y solitaria y carente de sentimientos. Añadió que incluso en aquel preciso instante yo me había convencido de que así era.

– La vida de un guerrero no puede en modo alguno ser fría y solitaria y sin sentimientos -dijo-, porque se basa en su afecto, su devoción, su dedicación a su ser amado. ¿Y quién, podrían ustedes preguntar, es ese ser amado? Yo se los voy a mostrar ahora mismo.

Don Genaro se puso en pie y caminó despacio hasta un área perfectamente llana, justamente frente a nosotros, a unos tres metros de distancia. Allí hizo un curioso gesto. Movió las manos como si barriera el polvo de su pecho y su estómago. Entonces ocurrió algo extraño. Un destello de luz casi imperceptible lo atravesó; salió del suelo y pareció encender todo su cuerpo. Don Genaro ejecutó una especie de pirueta hacia atrás; un clavado de espaldas, dicho con mayor propiedad, y aterrizó sobre el pecho y los brazos. La precisión y habilidad de su movimiento lo hicieron parecer un ser sin peso, una criatura vermiforme que diera la vuelta sobre sí misma. Ya en el suelo, realizó una serie de movimientos inconcebibles. Se deslizaba a unos cuantos centímetros de la tierra, o rodaba sobre ella como si yaciera sobre balines, o nadaba describiendo círculos y vueltas con la rapidez y la agilidad de una anguila en el océano.

Empecé a bizquear, y en cierto momento, sin transición alguna, me hallé observando una bola de luminosidad que se deslizaba de un lado a otro sobre lo que parecía ser una pista de hielo con mil luces brillando sobre ella.

El espectáculo era sublime. Luego la bola de fuego se detuvo y permaneció inmóvil. Una voz me sacudió disipando mi atención. Era don Juan que hablaba. No entendí al principio lo que decía. Miré de nuevo la bola de fuego; todo lo que pude discernir fue a don Genaro tirado en el suelo, con los brazos y las piernas extendidos.

La voz de don Juan era muy clara. Pareció desatar algo en mi interior, y me puse a escribir.

– El amor de Genaro es el mundo -decía-. Ahora mismo estaba abrazando esta enorme tierra, pero siendo tan pequeño, no puede sino nadar en ella. Pero la tierra sabe que Genaro la ama y por eso lo cuida. Por eso la vida de Genaro está llena hasta el borde y su estado, dondequiera que él se encuentre, siempre será la abundancia. Genaro recorre las sendas de su ser amado, y en cualquier sitio que esté, está completo.

Don Juan se acuclilló frente a nosotros. Acarició el suelo con gentileza.

– Ésta es la predilección de dos guerreros -erijo-. Esta tierra, este mundo. Para un guerrero no puede haber un amor más grande.

Don Genaro se levantó y vino a acuclillarse junto a don Juan; por un momento ambos nos escrutaron con fijeza, luego tomaron asiento al unísono, cruzando las piernas.

– Solamente si uno ama a esta tierra con pasión inflexible puede uno librarse de la tristeza -dijo don Juan-. Un guerrero siempre está alegre porque su amor es inalterable y su ser amado, la tierra, lo abraza y le regala cosas inconcebibles. La tristeza pertenece sólo a esos que odian al mismo ser que les da asilo.

Don Juan volvió a acariciar el suelo con ternura.

– Este ser hermoso, que está vivo hasta sus últimos resquicios y comprende cada sentimiento, me dio cariño, me curó de mis dolores, y finalmente, cuando entendí todo mi cariño por él, me enseñó lo que es la libertad.

Hizo una pausa. El silencio en torno era atemorizante. El viento silbaba suavemente, y luego oí el ladrido lejano de un perro solitario.

– Escuchen ese ladrido -prosiguió don Juan-. Ése es el modo en que mi amada tierra me ayuda a darles esta última lección. Ese ladrido es la cosa más triste que uno puede oír.

Guardamos silencio un rato. El ladrar de aquel perro solitario era tan triste, y la quietud en torno tan intensa, que experimenté una angustia adormecedora. Pensaba en mi propia vida, mi tristeza, el no saber dónde ir, qué hacer.

– El ladrido de ese perro es la voz nocturna de un hombre -dijo don Juan-. Viene de una casa en ese valle hacia el sur. Un hombre grita a través de su perro, pues ambos son esclavos compañeros de por vida, su tristeza, su aburrimiento. Está rogando a su muerte que venga y lo libre de las torpes y sombrías cadenas de su vida.

Las palabras de don Juan habían entroncado en forma inquietante con mi línea de pensamiento. Sentí que me hablaba directamente.

– Ese ladrido, y la soledad que crea, hablan de los sentimientos de los hombres -prosiguió-. Hombres para los que toda una vida fue como una tarde de domingo, una tarde que no fue del todo mala, pero sí calurosa, y aburrida, y pesada. Sudaron y se fastidiaron más de la medida. No sabían a dónde ir ni qué hacer. Esa tarde les dejó solamente el recuerdo del tedio y de pequeñas molestias, y de pronto se acabó; de pronto ya era noche.

Volvió a narrar una historia que yo le conté alguna vez acerca de un hombre de setenta y dos años, quejoso de que su vida había sido tan breve que su niñez parecía haber ocurrido apenas el día anterior. Ese hombre me había dicho: "Recuerdo los piyamas que solía ponerme a los diez años. Parece que sólo ha pasado un día. ¿A dónde se fue el tiempo?"

– El contraveneno de eso está aquí -dijo don Juan, acariciando la tierra-. La explicación de los brujos no puede en modo alguno liberar el espíritu. Ahí están ustedes dos. Han llegado a la explicación de los brujos, pero no tiene ninguna importancia el que la sepan. Están más solos que nunca, porque sin un cariño constante por el ser que les da asilo, la soledad es desolación.

"Solamente amando a este ser espléndido se puede dar libertad al espíritu del guerrero; y la libertad es alegría, eficiencia, y abandono frente a cualquier embate del destino. Ésa es la última lección. Siempre se deja para el último momento, para el momento de desolación suprema en el que un hombre se enfrenta a su muerte y a su soledad. Sólo entonces tiene sentido."

Don Juan y don Genaro se pusieron de pie; estiraron los brazos y arquearon la espalda, como si el estar sentados hubiera entiesado sus cuerpos. Mi corazón empezó a golpetear con rapidez. Los dos hicieron que Pablito y yo nos levantáramos.

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