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– ¿Qué tal si la explicación de los brujos resulta un fiasco? -preguntó entre risas sonoras.

Me palmeó la espalda y parecía deleitado, como un niño que anticipa algo agradable:

– Genaro siempre quiere atenerse a la regla -dijo en tono confidencial-. La condenada explicación no es nada del otro mundo. Si por mí fuera, te la habría dado hace años. No esperes gran cosa de ella.

Alzó la vista para examinar el cielo.

– Ahora estás listo -dijo en tono dramático y solemne-. Es hora de ir. Pero antes de dejar este sitio, he de decirte una última cosa: El misterio, o el secreto, de la explicación de los brujos es que tiene que ver con el acto de abrir las alas de la percepción.

Puso la mano sobre mi libreta y me dijo que fuera al matorral a ocuparme de mis funciones corporales, para después quitarme la ropa y dejarla en un bulto precisamente donde nos hallábamos. Lo miré inquisitivamente y explicó que yo debía estar desnudo, pero que podía dejarme los zapatos y el sombrero.

Insistí en saber por qué debía estar desnudo. Don Juan rió y dijo que la razón era más bien personal y tenía que ver con mi propia comodidad, y que yo mismo le había dicho que así lo deseaba. Su explicación me desconcertó. Sentí que me jugaba una broma o que, en conformidad con lo que me había revelado, simplemente distraía mi atención. Quise enterarme de por qué lo hacía.

Empezó a hablar de un incidente ocurrido años antes, una vez que estuvimos con don Genaro en las montañas del norte de México. Ellos me explicaban entonces que la "razón" no podía en modo alguno dar cuenta de todo cuanto ocurría en el mundo. Para darme una demostración innegable de ello, don Genaro ejecutó un magnífico salto de nagual, y se "alargó" para alcanzar la cima de unos picos a quince o veinte kilómetros de distancia. Don Juan dijo que la intención me pasó inadvertida, y que en lo referente a convencer a mi "razón", la demostración de don Genaro fue un fracaso, pero desde el punto de vista de mi reacción corporal resultó muy divertida.

La reacción corporal a la que don Juan se refería, conservaba gran vividez en mi mente. Vi a don Genaro desaparecer frente a mis propios ojos como si un viento se lo hubiera llevado. Su salto, o lo que fuese, tuvo en mí un efecto tan profundo que sentí como si su movimiento hubiera desgarrado algo en mis entrañas. Mis intestinos se soltaron y tuve que tirar mis pantalones y camisa. Incómodo y apenado hasta lo indecible, caminé desnudo, tocado sólo con un sombrero, por una carretera muy transitada, hasta llegar a mi coche. Don Juan me recordó que fue entonces cuando le pedí no volver a permitirme arruinar mi ropa.

Cuando me hube desvestido, caminamos unas decenas de metros hasta una roca de gran tamaño que miraba a la misma cañada. Don Juan me hizo asomar. Había un despeñadero de más de treinta metros. Luego me dijo que interrumpiera mi diálogo interno y escuchara los sonidos en torno.

Tras unos momentos oí el sonido de un guijarro que rebotaba de roca en roca, despeñadero abajo. Percibí con inconcebible claridad cada rebote del guijarro. Luego oí caer otro, y otro más: Alcé la cabeza para alinear mi oído izquierdo con la dirección del sonido y vi a don Genaro sentado encima de la roca, a unos cuatro o cinco metros de donde estábamos. Con aire casual, arrojaba piedras a la cañada.

Apenas lo vi, gritó y cacareó, y dijo que había estado allí escondido en espera de que yo lo descubriese. Tuve un instante de desconcierto. Don Juan me susurró al oído, repetidas veces, que mi "razón" no estaba invitada a ese acontecimiento, y que yo debía abandonar la necedad de querer controlarlo todo. Dijo que el nagual era una percepción sólo para mí, y que por ese motivo Pablito no lo había visto en mi coche. Añadió, como si leyera mi oculto sentir, que si bien el nagual era sólo para que yo lo presenciara, seguía siendo don Genaro en persona.

Don Juan me tomó del brazo y en son de juego me llevó a donde se hallaba don Genaro. Éste se puso de pie y se me acercó. Su cuerpo radiaba un calor visible, un resplandor que me deslumbraba. Vino a mi lado y, sin tocarme, puso la boca cerca de mi oído izquierdo y empezó a susurrar. Don Juan hizo lo mismo en mi otro oído. Sus voces se sincronizaban. Ambos repetían las mismas frases. Me decían que no tuviera miedo, y que poseía fibras largas y poderosas, las cuales no eran para protegerme, porque no había nada que proteger ni de lo cual protegerse, sino para guiar mi percepción de nagual en forma semejante a la manera en que mis ojos guiaban mi percepción normal de tonal. Decían que las fibras estaban en todo mi derredor, que a través de ellas yo podía percibir todas las cosas al mismo tiempo, y que una sola fibra bastaba para saltar de la roca a la cañada, o del fondo de la cañada a la roca.

Yo escuchaba todo cuanto decían. Cada palabra parecía tener una connotación única para mí; me era posible retener cada cosa pronunciada y repetirla como una grabadora. Ambos me urgían a saltar a la cañada. Me decían que sintiera mis fibras, aislara una que bajara hasta el fondo y la siguiera. Conforme pronunciaban sus órdenes, surgían en mí sensaciones acordes a las palabras. Percibí una comezón en todo mi ser, especialmente una peculiar sensación indiscernible en sí misma, pero cercana a la de una "larga comezón". Mi cuerpo sentía en verdad el fondo de la cañada, y yo percibía tal sentir en alguna zona corporal indefinida.

Don Juan y don Genaro seguían instándome a resbalar por aquella sensación, pero yo no sabia cómo. Entonces oí sólo la voz de don Genaro.

Dijo que iba a saltar conmigo; me agarró, o me empujó, o me abrazó, y se precipitó conmigo en el abismo. Experimenté el apoteosis de la angustia física. Era como si algo mascara y devorara mi estómago. Era una mezcla de dolor y placer, de tal intensidad y duración que yo no podía más que gritar y gritar a todo pulmón. Al amainar la sensación, vi un conglomerado inextricable de chispas y masas oscuras, rayos de luz y formas como nubes. No sabía si mis ojos se hallaban abiertos o cerrados, o dónde estaban, o dónde estaba mi cuerpo. Luego sentí la misma angustia física, aunque no tan pronunciada como la primera vez, y luego tuve la impresión de haber despertado y me hallé de pie en la roca con don Juan y don Genaro.

Don Juan dijo que yo había fallado de nuevo, que era inútil saltar si la percepción del salto iba a ser caótica. Ambos repitieron incontables veces en mis oídos que el nagual por sí solo no servía, que el tonal debía templarlo. Dijeron que yo tenía que saltar voluntariamente y tener conciencia de mi acto.

Yo titubeaba, no tanto por miedo como por renuencia. Me sentía vacilar como si mi cuerpo oscilara pendularmente de lado a lado. Entonces un ánimo extraño se apoderó de mí, y salté con toda mi corporalidad. Quise pensar al precipitarme, pero no podía. Veía como a través de la niebla los muros de la estrecha cañada y las rocas que sobresalían en el fondo. No tuve una percepción secuencial de mi descenso, sino la sensación de que me hallaba sobre el suelo en el fondo mismo; discernía cada detalle de las rocas en un breve círculo en tomo mío. Noté que mi visión no era unidireccional y estereoscópica desde el nivel de mis ojos, sino plana y hacia todo el derredor. Tras un momento fui presa del pánico, y algo me jaló hacia arriba como un yoyo.

Don Juan y don Genaro me hicieron repetir el salto una y otra vez. Después de cada salto, don Juan me instaba a ser menos reticente y desganado. Dijo, vez tras vez, que el secreto de los brujos al usar el nagual radicaba en nuestra percepción, que saltar era simplemente un ejercicio de percepción, y que terminaría sólo cuando yo hubiese logrado percibir, como perfecto tonal, lo que había en el fondo de la cañada.

En cierto momento tuve una sensación inconcebible. Me hallaba total y sobriamente consciente de estar parado en el borde de la roca, con don Juan y don Genaro susurrando en mis oírlos, y en el instante siguiente miraba el fondo de la cañada. Todo era perfectamente normal. Casi había oscurecido, pero aún quedaba suficiente luz para reconocer cada cosa como en el mundo de mi vida cotidiana. Miraba unos arbustos cuando oí un ruido súbito, una peña que caía. Instantáneamente vi una roca de buen tamaño rodar por el despeñadero hacia mí. En un destello, vi también a don Genaro arrojándola. Tuve un ataque de pánico, y un segundo después había vuelto al sitio encuna de la roca. Miré en torno; don Genaro ya no estaba allí. Don Juan se echó a reír y dijo que don Genaro se había ido por no soportar mi hediondez. Avergonzado, -me percaté de que mi estado no era para menos. Don Juan había tenido razón al hacerme dejar mis ropas. Me llevó a un arroyo y me lavó romo a un caballo, recogiendo agua en mi sombrero y lanzándomela, mientras hacía hilarantes comentarios acerca de haber salvado mis pantalones.

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