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Calló unos instantes.

Me sentía ligero y contento; desde el sitio predilecto de don Genaro, tenía un panorama imponente. Don Juan estaba en lo cierto; el día y el paisaje eran más que hermosos. Quise preocuparme por sus admoniciones y advertencias, pero de algún modo la tranquilidad en torno impedía todos mis intentos, y me sorprendí deseando y esperando que estuviera hablando sólo de peligros metafóricos.

Súbitamente, don Juan habló de nuevo.

– Los años de duro entrenamiento son sólo una preparación para el devastador encuentro del guerrero con…

Hizo otra pausa, me miró achicando los ojos, y chasqueó la lengua.

– …con lo que fuera que está ahí, más allá de este punto dijo.

Le pedí explicar sus frases ominosas.

– La explicación de los brujos, que no parece en nada una explicación, es mortal -dijo-. Parece inofensiva y encantadora, pero apenas el guerrero se abre a ella, descarga un golpe que nadie puede parar.

Soltó una fuerte carcajada.

– Conque prepárate para lo peor, pero no te apures ni te asustes -prosiguió-. Ya no te queda más tiempo, y sin embargo te rodea la eternidad. ¡Qué paradoja para tu razón!

Don Juan se puso en pie. Limpió una depresión lisa, en forma de cuenco, y allí se sentó cómodamente, con la espalda contra la roca, mirando al noroeste. Me indicó otro sitio donde yo también podía sentarme con comodidad. Me hallé a su izquierda, también con la cara hacia el noroeste. La roca estaba tibia y me dio un sentimiento de serenidad, de protección. Era un día templado; un viento suave hacia agradable el calor, del sol vespertino. Me quité el sombrero, pero don Juan insistió en que lo tuviera puesto.

– Ahora estás mirando hacia tu propio sitio de poder -dijo-. Ése es un apoyo que tal vez te proteja. Hoy necesitas todos los apoyos que puedas usar. Tal vez tu sombrero sea otro de ellos.

– ¿Por qué me lo advierte usted, don Juan? ¿Qué va a ocurrir realmente? -pregunté.

– Lo que ocurra aquí hoy dependerá de si tienes o no suficiente poder personal para enfocar tu atención entera en las alas de tu percepción -dijo.

Sus ojos relumbraban. Parecía más excitado de lo que yo jamás lo había visto. Me pareció que en su voz había algo insólito, acaso un nerviosismo desacostumbrado.

Dijo que la ocasión requería que allí mismo, en el sitio de predilección de mi benefactor, él recapitulara conmigo cada uno de los pasos que había tomado en su lucha por ayudarme a limpiar y reordenar mi isla del tonal. Su recapitulación fue minuciosa y le llevó unas cinco horas. En forma brillante y clara, me dio un sucinto recuento de todo cuanto me había hecho desde el día en que nos conocimos. Fue como si un dique se rompiera. Sus revelaciones me tomaron por sorpresa. Yo me había acostumbrado a ser el tenaz inquisidor; por lo tanto, el hecho de que don Juan -quien siempre era la parte renuente- explicara de modo tan académico los puntos de su enseñanza, era tan asombroso como el de que vistiera traje en la ciudad de México. Su dominio del idioma, su exactitud dramática y su elección de palabras eran tan extraordinarios que yo no tenía modo de explicarlos racionalmente. Dijo que en momentos tales el maestro debía hablar en términos exclusivos a cada guerrero, que la forma en que me hablaba y la claridad de su explicación eran parte de su última treta, y que sólo al final tendría sentido para ml todo lo que él hacía. Habló sin parar, hasta concluir su recapitulación. Y yo escribí cuanto dijo, sin necesidad de ningún esfuerzo consciente.

– Empezaré por decirte que un maestro nunca busca aprendices y nadie puede solicitar las enseñanzas -dijo-. Lo que señala al aprendiz es siempre un augurio. El guerrero que esté en la posición de volverse maestro debe andar siempre despierto para así coger su centímetro cúbico de suerte. Yo te vi justo antes de que nos presentaran; tenías un tonal en buen estado, como aquella muchacha que encontramos en México: Después de verte aguardé, tal como hicimos con la muchacha aquella noche en el parque. La muchacha pasó sin prestarnos atención. Pero a ti te trajo hasta donde yo estaba, un hombre que salió corriendo después de decir babosadas. Tú te quedaste allí frente a mí, también diciendo babosadas. Supe que debía actuar con rapidez y engancharte; tú mismo habrías tenido que hacer algo por el estilo si aquella muchacha te hubiera hablado. Lo que hice fue agarrarte con mi voluntad.

Don Juan aludía al modo extraordinario en que me miró el día en que nos conocimos. Fijó en mí su vista y tuve una inexplicable sensación de vacuidad, o entorpecimiento. No pude hallar ninguna explicación lógica de mi reacción, y siempre he creído que después de nuestro primer encuentro volví a buscarlo sólo porque esa mirada me obsesionaba.

– Ése era el modo más rápido de engancharte -dijo-. Fue un golpe directo a tu tonal. Lo adormecí enfocando en él mi voluntad.

– ¿Cómo lo hizo usted? -pregunté.

– La mirada del guerrero se coloca en el ojo derecho de la otra persona -dijo-. Y lo que hace es parar el diálogo interno; entonces el nagual se hace cargo. De allí el peligro de esa maniobra. Cada vez que el nagual prevalece, así sea nomás por un instante, no hay manera de describir la sensación que el cuerpo experimenta. Sé que has pasado horas sin fin tratando de aclarar lo que sentiste, y que hasta hoy no has podido. Pero yo logré lo que quería. Te enganché.

Le dije que aún recordaba cómo había fijado su vista en mí.

– La mirada en el ojo derecho no es fijar la vista -dijo-. Es más bien un agarrón duro que uno da a través del ojo de la otra persona. Es decir, uno agarra algo que hay detrás del ojo. Uno tiene la sensación física y real de estar agarrando algo con la voluntad.

Se rascó la cabeza echando el sombrero hacia adelante, sobre su rostro.

– Esto, naturalmente, es sólo una manera de decir -continuó-. Una manera de explicar sensaciones físicas extrañas.

Me ordenó dejar de escribir y mirarlo. Dijo que iba a "agarrar" gentilmente mi tonal con su "voluntad". La sensación que experimenté fue una repetición de la que tuve aquel primer día que nos vimos y en otras ocasiones en qué don Juan me había hecho sentir que sus ojos me tocaban físicamente.

– ¿Pero cómo me hace usted sentir que me está tocando, don Juan? ¿Qué hace usted concretamente? -pregunté.

– No hay modo de describir con exactitud lo que uno hace -dijo-. Algo sale de algún sitio abajo del estómago; ese algo posee dirección y puede enfocarse en cualquier cosa.

Nuevamente sentí que algo como unas pinzas suaves asía alguna parte indefinida de mi persona.

– Sólo funciona cuando el guerrero aprende a enfocar su voluntad -explicó don Juan tras apartar los ojos-. No hay manera de practicarlo; por eso no he recomendado ni animado su uso. En un momento dado en la vida del guerrero, ocurre simplemente. Nadie sabe cómo.

Calló un rato. Me sentía extremadamente aprensivo. Don Juan, de repente, habló de nuevo.

– El secreto está en el ojo izquierdo dijo-. Conforme un guerrero progresa en el camino del conocimiento, su ojo izquierdo puede coger cualquier cosa. Por lo general, el ojo izquierdo del guerrero tiene una apariencia extraña; a veces se queda bizco, o se hace más pequeño que el otro, o más grande, o diferente de algún modo.

Me miró y en son de broma fingió examinar mi ojo izquierdo. Meneó la cabeza simulando desaprobación y rió para sí.

– Una vez que el aprendiz ha sido enganchado empieza la instrucción -prosiguió-. El primer acto del maestro es introducir la idea de que el mundo que creemos ver es sólo una visión, una descripción del mundo. Cada esfuerzo del maestro se dirige a demostrar este punto al aprendiz. Pero aceptarlo parece ser una de las cosas más difíciles de hacer; estamos complacientemente atrapados en nuestra particular visión del mundo, que nos compele a sentirnos y a actuar como si supiéramos todo lo que hay que saber acerca del mundo. Un maestro, desde el primer acto que efectúa, se propone parar esa visión. Los brujos lo llaman parar el diálogo interno, y están convencidos de que esa técnica es la más importante que el aprendiz puede aprender.

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