Pablito dijo que Néstor era afortunado por tener un cazador de espíritus y que él mismo carecía de uno.
– ¿Qué vamos a hacer aquí? -pregunté a Pablito.
Néstor respondió como si me hubiera dirigido a él.
– Genaro me dijo que esperáramos aquí, y que mientras esperamos debemos reírnos y divertirnos -dijo.
– ¿Cuánto crees que tendremos que esperar? -pregunté.
No respondió; meneó la cabeza y miró a Pablito como preguntándole a él.
– Yo tampoco sé -dijo Pablito.
Iniciamos entonces una animada conversación sobre las hermanas de Pablito, que duró hasta que Néstor, bromeando, dijo que la mayor tenía una mirada tan maligna que mataba los piojos con sólo verlos. Pablito, añadió, le tenía miedo porque era tan fuerte que una vez, en un arrebato de ira, le arrancó un puñado de cabellos como quien despluma a un pollo.
Pablito concedió que su hermana mayor había sido una bestia, pero que el nagual la había metido en cintura. Cuando me contó la historia, me di cuenta de que Pablito y Néstor nunca mencionaban el nombre de don Juan, sino que se referían a él como el nagual. Al parecer, don Juan había intervenido en la vida de Pablito para obligar a todas sus hermanas a llevar una vida más armoniosa. Pablito dijo que, cuando el nagual acabó con ellas, quedaron hechas unas santas.
La conversación duró hasta después que se había puesto el sol. Néstor la interrumpió súbitamente y quiso saber qué hacía yo con mis notas. Les expliqué mi trabajo. Tuve la extraña sensación de que se interesaban verdaderamente en lo que yo decía, y terminé hablando de antropología y filosofía. Me sentí ridículo y quise parar, pero me hallaba inmerso en mi explicación e incapaz de interrumpirla. Tuve la sensación inquietante de que los dos, como equipo, me forzaban de alguna manera a ese largo discurso. Tenían los ojos fijos en mí. No parecían aburridos ni, cansados.
Me encontraba a la mitad de un comentario cuando oí el leve sonido del "llamado de la polilla". Mi cuerpo se tensó y mi frase quedó inconclusa.
– El nagual está aquí -dije maquinalmente.
Néstor y Pablito cruzaron una mirada que me pareció de terror puro y, saltando a mi lado, me flanquearon. Tenían la boca abierta. Parecían niños asustados.
Tuve entonces una inconcebible experiencia sensorial. Mi oreja izquierda empezó amoverse. Sentí como si se agitara por sí sola. Prácticamente volteó mi cabeza en un semicírculo, hasta que me hallé encarando lo que creía el oriente. Mi cabeza se inclinó levemente a la derecha; en esa posición me era posible detectar el rico sonido barbotante del "llamado de la polilla". Sonaba lejano, hacia el noreste. Una vez que establecí la dirección, mi oído registró una increíble cantidad de sonidos. Sin embargo, yo no tenía manera de saber si eran recuerdos de sonidos escuchados antes, o sonidos reales que se producían en esos momentos.
El sitio en que nos hallábamos era la áspera ladera occidental de una cordillera. Hacia el noreste había arboledas y conglomerados de arbustos montañeses. Mi oído pareció captar el sonido de algo pesado que se movía sobre las rocas, procedente de esa dirección.
Néstor y Pablito respondían a mis acciones, o bien escuchaban los mismos sonidos. Me habría gustado preguntárselos, pero no me atrevía; o tal vez me era imposible interrumpir mi concentración.
Cuando el sonido se hizo más fuerte y más próximo, Néstor y Pablito se acurrucaron contra mis flancos. Néstor parecía el más afectado; su cuerpo temblaba fuera de control. En determinado momento, mi brazo izquierdo empezó a sacudirse; se alzó sin volición mía hasta que estuvo casi al nivel de mi rostro, y luego señaló un área de arbustos. Oí un sonido vibratorio o un rugido; era un sonido familiar para mí. Lo había oído años antes bajo la influencia de una planta psicotrópica. Discerní en los arbustos una gigantesca figura negra. Era como si los arbustos mismos se hubieran oscurecido gradualmente hasta producir una ominosa negrura. No tenía forma definida pero se movía. Parecía alentar. Oí un chillido escalofriante, que se mezcló a los gritos aterrados de Néstor y Pablito; y los arbustos, o la masa negra en la que se habían trocado, volaron hacia nosotros.
No pude mantener la ecuanimidad. De algún modo, algo en mí cedió. La masa se cirnió sobre nosotros, y luego nos tragó. La luz en torno se hizo opaca. Era como si el sol se hubiese ocultado. O como si de pronto llegara el crepúsculo. Serio las cabezas de Néstor y Pablito bajo mis axilas; hice bajar los brazos -en un inconsciente movimiento protector y caí, girando hacia atrás.
Pero no llegué a tocar el suelo rocoso, pues un instante después me hallé de pie flanqueado por Pablito y Néstor. Ambos, aunque más altos que yo, parecían haberse encogido; con las piernas y la espalda arqueadas, disminuían su estatura al grado de caber bajo mis brazos.
Don Juan y don Genaro estaban de pie frente a nosotros. Los ojos de don Genaro brillaban como los de un felino en la noche. Los ojos de don Juan tenían el mismo brillo. Yo nunca había visto así n don Juan. Era en verdad imponente. Más aun que don Genaro. Se veía más joven y más fuerte que de costumbre. Mirando a los dos, tuve el sentimiento enloquecedor de que no eran hombres como yo.
Pablito y Néstor gemían quedamente. Entonces don Genaro dijo que éramos la imagen de la Trinidad. Yo era el Padre, Pablito el Hijo y Néstor el Espíritu Santo. Don Juan y don Genaro rieron en tono resonante. Pablito y Néstor sonrieron mansamente.
Don Genaro dijo que debíamos desenredarnos, porque los abrazos sólo eran permisibles entre hombres Y mujeres, o entre un hombre y su burro.
Noté entonces que me hallaba en el mismo sitio que antes; obviamente, no había girado hacia atrás, como me pareció. De hecho, Néstor y Pablito estaban también en los mismos sitios.
Don Genaro hizo un seña con la cabeza a Pablito y Néstor. Don Juan me indicó seguirlos. Néstor tomó la guía y me señaló un sitio donde sentarme, y otro para Pablito. Formamos una línea recta, a unos cincuenta metros del sitio donde don Juan y don Genaro se erguían inmóviles al pie del acantilado. Mis ojos, fijos en ellos, se desenfocaron involuntariamente. Supe que bizqueaba, pues veía cuatro personas. Luego la imagen de don Juan en el ojo izquierdo se superpuso a la de don Genaro en el derecho; el resultado de la fusión fue un ser iridiscente parado entre don Juan y don Genaro. N o era un hombre como suelo verlos. Más bien era una bola de fuego blanco, cubierta por algo como fibras de luz. Sacudí la cabeza; se disipó la doble imagen, y sin embargo persistió la visión de don Juan y don Genaro como seres luminosos. Yo veía dos extraños objetos alargados, hechos de luz. Parecían balones blancos, iridiscentes, con fibras, y las fibras tenían luz propia.
Los dos seres luminosos se estremecieron; vi temblar sus fibras, y luego desaparecieron como una exhalación. Los jaló un largo filamento, un hilo de araña que parecía surgido de la cima del acantilado. La sensación que tuve fue la de que un largo rayo de luz, o una línea luminosa, había bajado de la roca para alzarlos. Percibí la secuencia con los ojos y con el cuerpo.
También podía advertir enormes disparidades en mi modo de percepción, pero me resultaba imposible especular sobre ellas como ordinariamente habría hecho. Así, tenía conciencia de estar mirando directamente hacia la base del acantilado, y sin embargo veía a don Juan y don Genaro en la cima, como si hubiese alzado la cara en un ángulo de cuarenta y cinco grados.
Quise tener miedo, acaso cubrirme el rostro y llorar, o hacer cualquier otra cosa dentro de mi gama normal de reacciones. Pero parecía hallarme trabado. Mis deseos no eran pensamientos, tal como los conozco; por tanto, no podían evocar la respuesta emocional que yo estaba acostumbrado a despertar en mí mismo.
Don Juan y don Genaro se desplomaron al suelo. Sentí que lo habían hecho a juzgar por la consumante sensación de caída que experimenté en el estómago.