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Lo miré fijamente. No quería parpadear por miedo a perderlo de vista. Realicé un rápido juicio y concluí que, de conservarlo dentro de mi campo de visión, tal vez podría detectar un indicio, un movimiento, un gesto, o cualquier cosa que me ayudara a comprender qué ocurría.

Sentí la cabeza de don Juan junto a mi oído derecho; en un susurro me dijo que cualquier intento de explicar era inútil e idiota. Lo oí repetir:

– Empuja la barriga para abajo, para abajo.

Era una técnica que me había enseñado, años antes, para momentos de gran peligro, miedo o tensión. Consistía en empujar hacia abajo el diafragma mientras se tomaban cuatro marcadas bocanadas de aire, seguidas por cuatro hondas inhalaciones y exhalaciones por la nariz. Había explicado que las bocanadas tenían que sentirse como sacudidas en la parte media del cuerpo, y que el mantener las manos apretadamente enlazadas, cubriendo el ombligo, daba fuerza a la sección abdominal y ayudaba a controlar las bocanadas y las inhalaciones profundas, que debían retenerse hasta la cuenta de ocho mientras el diafragma se presionaba hacia abajo. Las exhalaciones se hacían dos veces a través de la nariz y dos a través de la boca, en forma lenta o acelerada, según la propia preferencia.

Maquinalmente obedecí a don Juan. No me atrevía, sin embargo, a apartar los ojos de don Genaro. Conforme seguía respirando, mi cuerpo se relajó y me di cuenta de que don Juan torcía mis piernas. Al parecer, cuando me hizo girar mi pie derecho se atoró en un montón de tierra y mi pierna izquierda quedó forzadamente doblada. Cuando me enderezó, cobré conciencia de que el choque de ver a don Genaro parado en el tronco de un árbol me había hecho ignorar mi incomodidad.

Don Juan me susurró al oído que no fijara la vista en don Genaro.

– ¡Parpadea! ¡Parpadea! -lo oí decir.

Durante un momento sentí renuencia. Don Juan volvió a ordenarme. Yo estaba convencido de que todo el fenómeno se ligaba de algún modo a mí como el observador, y que si yo, único testigo de la hazaña de don Genaro, dejaba de mirarlo, caería por tierra, o acaso la escena entera desaparecería.

Tras una inmovilidad torturantemente larga, don Genaro giró sobre sus talones, cuarenta y cinco grados a la derecha, y empezó a caminar tronco arriba. Su cuerpo temblaba: Lo vi dar un pequeño paso tras otro, hasta que hubo avanzado ocho. Incluso rodeó una rama. Luego, con los brazos cruzados todavía sobre el pecho, tomó asiento en el tronco, dándome la espalda. Sus piernas pendían como si se hallara sentado en una silla, como si la gravedad no tuviera efecto sobre él. Luego pareció andar sentado, hacia abajo. Alcanzó una rama paralela a su cuerpo y por unos segundos se reclinó en ella con el brazo izquierdo y la cabeza; parecía apoyarse para lograr un efecto dramático más que para sostener su cuerpo. Luego reanudó su camino pasando, centímetro a centímetro, del tronco a la rama, hasta que hubo cambiado de postura y se halló sentado como cualquiera podría sentarse normalmente en una rama.

Don Juan rió por lo bajo. Yo tenía un horrible sabor en la boca. Quise volverme hacia don Juan, que se hallaba un poco detrás de mí, a la derecha, pero no me atrevía a perderme ninguna de las acciones de don Genaro.

Tras unos minutos, cruzó los pies y los meció suavemente; finalmente, volvió a deslizarse hacia arriba sobre el tronco.

Don Juan me tomó la cabeza entre las manos y la inclinó hacia la izquierda a modo que mi línea de visión fuera paralela al árbol, más que perpendicular. Mirando a don Genaro desde ese ángulo, no parecía estar desafiando la gravedad. Simplemente se hallaba sentado en el tronco de un árbol. Noté entonces que, si lo miraba sin pestañear, el trasfondo se hacía vago y difuso, y la claridad del cuerpo de don Genaro se intensificaba; su forma se hacía predominante, como si nada más existiera.

Velozmente, don Genaro volvió a deslizarse a la rama. Quedó sentado meciendo los pies, como en un trapecio. El mirarlo desde una perspectiva sesgada hacía que ambas posiciones, especialmente aquélla sobre el tronco, parecieran factibles.

Don Juan volvió mi cabeza a la derecha hasta llevarla a descansar sobre mi hombro. La posición de don Genaro en la rama se miraba perfectamente normal, pero cuando pasó de nuevo al tronco, no pude efectuar el ajuste de percepción necesario y lo vi como si estuviese al revés, con la cabeza hacia el suelo.

Don Genaro se desplazó varias veces de un lado a otro, y don Juan, a la par, movía mi cabeza de lado a lado. El resultado de sus manipulaciones fue que perdí por entero la pista de mi perspectiva normal, y sin ella las acciones de don Genaro no eran tan espeluznantes.

Don Genaro permaneció un largo rato en la rama. Don Juan me enderezó el cuello y susurró que don Genaro estaba a punto de descender. Lo oí decir en tono imperioso:

– Empuja para abajo, para abajo.

Me hallaba a mitad de una exhalación rápida cuando el cuerpo de don Genaro pareció transfigurarse por alguna especie de tensión; resplandeció, se hizo laxo, osciló hacia atrás y colgó un momento de las rodillas. Sus piernas parecían fláccidas, incapaces de seguir dobladas, y cayó al suelo.

En el instante que empezó a caer, yo mismo experimenté una sensación de caída a través de espacio interminable. Mi cuerpo entero sentía una angustia dolorosa y. al mismo tiempo altamente placentera; una angustia de tal intensidad y duración que mis piernas no pudieron ya soportar el peso de mi cuerpo y caí sobre la tierra suave. Apenas pude mover los brazos para aminorar la caída. Respiraba tan agitadamente que la tierra se metió en mi nariz y me daba comezón. Traté de levantarme; mis músculos parecían haber perdido la fuerza.

Don Juan y don Genaro vinieron a mi lado. oía sus voces como si estuvieran lejos, pero los sentía jalarme. Deben de haberme levantado, asiéndome cada uno por un brazo y una pierna, Para llevarme en vilo. Yo tenía plena conciencia de la incómoda posición de mi cuello y mi cabeza. Mis ojos estaban abiertos. Veía el suelo y trozos de hierba pasar debajo de mí. Finalmente, tuve un ataque de frío. El agua entraba en mi boca y mi nariz y me hacía toser. Mis brazos y mis piernas se movieron frenéticamente. Empecé a nadar, pero el agua -no era lo bastante profunda, y me hallé de pie en el río de poco fondo al que me habían arrojado.

Don Juan y don Genaro rieron hasta la tontería. Don Juan se enrolló los pantalones y se acercó a mí; me miró a los ojos, dijo que aún no estaba completo, y suavemente volvió a empujarme al agua. Mi cuerpo no ofreció resistencia. Yo no deseaba sumergirme de nuevo, pero no había manera de conectar mi volición a mis músculos, v me desplomé hacia atrás. El frío fue todavía más intenso. Me levanté de un salto y, por error, salí corriendo a la ribera opuesta. Don Juan y don Genaro se pusieron a gritar y a silbar y arrojaban piedras a los arbustos delante de mí, como si acorralaran a un novillo fugitivo. Regresé cruzando el río y tomé asiento en una roca junto a ellos. Don Genaro me dio mi ropa y entonces advertí que me hallaba desnudo, aunque no recordaba cuándo ni cómo me quité la ropa. Estaba empapado, y no quise ponérmela de inmediato. Don Juan se volvió a don Genaro y dijo con voz resonante:

– ¡Por amor de Dios, dénle una toalla a este hombre!

Tardé un par de segundos en advertir el absurdo. Me sentía muy bien. De hecho, era tan feliz que no deseaba hablar. Tuve, empero, la certeza de que, si mostraba mi euforia, volverían a echarme al agua.

Don Genaro me vigilaba. Sus ojos brillaban como los de un animal salvaje. Me atravesaban.

– Ya estás mejor -me dijo don Juan de repente-, Ya estás controlándote ahora, pero allá junto a los eucaliptos te diste a tus vicios como hijo de puta.

Quise reír histéricamente. Las palabras de don Juan parecían tan por entero graciosas que costó un esfuerzo supremo dominarme. Una comezón incontrolable en la parte media de mi cuerpo me hizo quitarme la ropa y echarme de nuevo al agua. Permanecí en el río unos cinco minutos. La frialdad restauró mi sentido de lo propio. Cuando salí, era yo mismo otra vez.

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