– ¿Pero no está usted también justificando la conducta de ese muchacho al decir que es cosa de su tonal?
– Te estoy dando una explicación que jamás has encontrado antes. No es una justificación ni una condena. El tonal de ese muchacho es débil y timorato. Y sin embargo él no es único en esto. Todos nosotros pasamos más o menos por las mismas.
En ese momento, un hombre de gran corpulencia pasó frente a nosotros, en dirección a la iglesia. Vestía un fino traje de negocios gris oscuro, y llevaba un portafolios. El cuello de su camisa estaba desabotonado, y la corbata floja. Sudaba profusamente. Su piel era muy blanca, lo cual hacia aún más obvia la transpiración.
– ¡Fíjate en él! -me ordenó don Juan.
Los pasos del hombre eran cortos pero pesados. Su andar tenía cierto bamboleo. No subió hacia la iglesia; la rodeó y desapareció tras ella.
– No hay necesidad de tratar el cuerpo de una manera tan atroz -dijo don Juan con un toque de sarcasmo-. Pero la triste verdad es que todos nosotros hemos aprendido a la perfección cómo debilitar a nuestro tonal. Yo llamo a eso entregarse al vicio.
Puso la mano sobre mi cuaderno y no me dejó escribir más. Razonaba que, mientras yo siguiera tomando notas, sería incapaz de concentrarme. Me sugirió relajarme, cortar el diálogo interno y dejarme ir, para así fundirme con la persona observada.
Le pedí explicar a qué se refería con fundirse. Repuso que no había manera de explicarlo; era algo que el cuerpo sentía o hacía al ponerse en contacto de observación con otros cuerpos. Luego clarificó el tema diciendo que en el pasado había llamado "ver" a ese proceso, el cual consistía en un lapso de verdadero silencio interno, seguido por una elongación externa de algo en el sí-mismo: una elongación que encontraba y se fundía con el otro cuerpo, o con cualquier cosa dentro del campo de percepción.
En ese momento quise volver a mi cuaderno, pero don Juan me detuvo y empezó a señalar distintas personas entre la multitud que pasaba.
Indicó docenas de individuos, cubriendo una amplia gama de tipos entre hombres, mujeres y niños de diversas edades. Don Juan dijo que elegía personas cuyo débil tonal encajara en un esquema de categorización; así, me había mostrado una preconcebida variedad de tonales que se entregaban al vicio de darse a sí mismos.
No me era posible recordar a toda la gente que él había señalado y discutido. Quejoso, dije que, de haber tomado notas, habría al menos bosquejado su intrincado esquema de tonales que se entregaban a dicho vicio. El caso era que él no quería repetirlo, o quizá tampoco lo recordaba.
Riendo, dijo que no lo recordaba, porque en la vida de un brujo, el responsable de la creatividad era el nagual.
Miró el cielo y dijo que se hacia tarde, y que desde ese momento en adelante cambiaríamos de rumbo. En vez de tonales débiles, aguardaríamos la aparición de un "tonal hecho y derecho". Añadió que sólo un guerrero poseía tal tonal, y que el hombre común, cuando mucho, podía tener un "tonal en buen estado".
Cuando hubimos esperado unos minutos, se dio una palmada en el muslo y chasqueó la lengua.
– Mira quiénes vienen -dijo, señalando la calle con un movimiento de barbilla-. Como si los hubiéramos encargado.
Vi a tres indios que se acercaban. Vestían cotones pardos de lana, pantalones blancos que les llegaban a media pantorrilla, camisas blancas de manga larga, huaraches sucios y gastados y viejos sombreros de paja. Cada uno llevaba un bulto atado a la espalda.
Don Juan se levantó y fue a encontrarlos. Les habló. Ellos, sorprendidos al parecer, lo rodearon. Le sonrieron. Aparentemente les decía algo acerca de mí; los tres se volvieron a sonreírme. Estaban a tres o cuatro metros de distancia; escuché con atención, pero no pude oír lo que decían.
Don Juan metió la mano en el bolsillo y les dio unos billetes. Parecieron alegrarse; movían los pies con nerviosismo. Me simpatizaron mucho. Daban las impresión de ser unos niños. Todos tenían dientes pequeños y blancos, y facciones apacibles, muy agradables. Uno de ellos, el mayor según todas las apariencias, tenía bigotes. Sus ojos se vetan cansados, pero bondadosos. Se quitó el sombrero y se acercó a la banca. Los otros lo siguieron. Los tres me saludaron al unísono. Nos dimos la mano. Don Juan me dijo que les diera algo de dinero. Lo agradecieron y, tras un silencio cortés, dijeron adiós. Don Juan volvió a sentarse en la banca y los miramos desaparecer en la multitud.
Dije a don Juan que, por algún motivo extraño, me habían simpatizado en extremo.
– No es tan extraño -dijo él-. Has de haber sentido que tienen un buen tonal. Un tonal bueno, sí, pero no para nuestro tiempo.
"Probablemente sentiste que eran como niños. Lo son. Y eso es muy duro. Yo los entiendo mejor que tú; por eso no pude menos que sentir un poquitín de tristeza. Los indios son como perros: no tienen nada. Pero ésa es la naturaleza de su fortuna, y no debería entristecerme. Mi tristeza, desde luego, es mi propia manera de entregarme a mi vicio.
– ¿De dónde son, don Juan?
– De las sierras. Han venido aquí a buscar fortuna. Quieren hacerse comerciantes. Son hermanos. Les dije que yo también vine de las sierras y que soy comerciante. Dije que eras mi socio. El dinero que les dimos fue un rasgo que tuvimos con ellos; un guerrero debe tener rasgos todo el tiempo. Sin duda necesitan el dinero, pero la necesidad no debe ser una consideración esencial cuando se tiene un rasgo. Lo que hay que buscar es el sentimiento. A mí en lo personal me conmovieron esos tres.
"Los indios son los desafortunados de nuestro tiempo. Su caída empezó con los españoles y ahora, bajo el reino de sus descendientes, los indios lo han perdido todo. No es una exageración decir que los indios han perdido su tonal."
– ¿Es eso una metáfora, don Juan?
– No. Es un hecho. El tonal es muy vulnerable. No soporta el maltrato. El hombre de razón, el blanco, desde el día en que puso el pie en esta tierra, ha destruido sistemáticamente no sólo el tonal del tiempo, sino también el tonal personal de cada indio. Uno puede fácilmente darse cuenta de que para el pobre indio común, el reino del blanco ha sido un verdadero infierno. Y sin embargo, la ironía es que, para otra clase de indio, ha sido una verdadera bendición.
– ¿De quién habla usted? ¿Cuáles es esa otra clase de indio?
– El brujo. Para el brujo, la Conquista fue un desafío a muerte. Esos fueron los únicos a los que la Conquista no destruyó; se adaptaron a ella y le sacaron el último jugo.
– ¿Cómo pudo ser eso, don Juan? Yo tenía la impresión de que los españoles arrasaron con todo.
– Digamos que arrasaron con todo lo que estaba dentro de los limites de su propio tonal. Pero en la vida que vivían los indios había cosas incomprensibles para el blanco; esas cosas ni siquiera las notaron. Capaz fue la pura suerte de los brujos, o capaz fue su conocimiento lo que los salvó. Después que el tonal del tiempo, y el tonal personal de cada indio, fueron aniquilados, los brujos se encontraron agarrados de lo único que seguía en pie: el nagual. En otras palabras, el tonal del brujo buscó refugio en su nagual. Esto no habría podido pasar de no ser por las penurias del pueblo vencido. Los hombres de conocimiento de hoy, son el producto de esas condiciones y los únicos catadores del nagual, puesto que los dejaron allí, totalmente solos. En esos matorrales, el blanco nunca se ha aventurado. Es más aún, ni siquiera tiene la idea de que existen.
Me sentí impelido en ese punto a presentar un argumento. Argüí con toda sinceridad que el pensamiento europeo había tomado nota de lo que él llamaba nagual, Traje a colación el concepto del Ego Trascendente, o el observador inobservado presente en todas nuestras ideas, percepciones y sentimientos. Expliqué a don Juan que el individuo podía percibirse o intuirse a sí mismo, como una entidad en sí, a través del Ego Trascendente, porque sólo éste era capaz de juicio, capaz de revelar la realidad dentro del terreno de su conciencia.