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– Me pongo muy nervioso cuando usted habla así -dije.

– Ya sé -repuso calmadamente-. Trato, a propósito, de tenerte alerta. Necesito tu atención, toda tu atención.

Hizo una pausa y me miró. Reí nerviosa, involuntariamente. Supe que don Juan quería estirar al máximo las posibilidades dramáticas de la situación.

– No te digo todo esto por crear un efecto -dijo como si leyera mis pensamientos-. Simplemente te estoy dando tiempo de hacer los ajustes del caso.

En ese instante, el mesero se detuvo a nuestro lado para anunciar que no tenían lo que habíamos ordenado. Don Juan rió en alta voz y pidió tortillas y frijoles. El mesero torció despectivamente la boca y dijo que no servían eso; sugirió filete o pollo. Optamos por una sopa.

Comimos en silencio. No me gustó la sopa, ni pude terminarla, pero don Juan vació su propio plato.

– Me he puesto mi traje -dijo de repente- para hablarte de algo, algo que ya conoces pero que necesita aclararse si va a ser efectivo. He esperado hasta ahora, porque Genaro siente que no sólo debes estar dispuesto a emprender el camino del conocimiento, sino que tus esfuerzos, por sí mismos, deben ser lo bastante impecables para hacerte digno de tal conocimiento. Te has portado muy bien. Ahora te diré cuál es la explicación de los brujos.

Hizo una nueva pausa, se frotó las mejillas y jugó con su lengua dentro de la boca, como si se palpara los dientes.

– Voy a hablarte del tonal y del nagual -dijo, y me dirigió una mirada penetrante.

Ésta era la primera vez que usaba esos dos términos en mi presencia. Yo tenía una vaga familiaridad con ellos, gracias a la literatura antropológica sobre las culturas de México central. Sabia que el "tonal" era, según la creencia, una especie de espíritu guardián, generalmente un animal, que el niño obtenía al nacer y con el cual tenía lazos íntimos por el resto de su vida. "Nagual" era el nombre dado al animal en que los brujos, supuestamente, podían transformarse, o al brujo que efectuaba tal transformación.

– Éste es mi tonal -dijo don Juan, frotándose las manos en el pecho.

– ¿Su traje?

– No. Mi persona.

Se golpeó el pecho y los muslos y los flancos del costillar.

– Mi tonal es todo esto.

Explicó que cada ser humano tenía dos facetas, dos entidades distintas, dos contrapartes que entraban en funciones en el instante del nacimiento; una se llamaba "tonal" y la otra "nagual".

Le dije lo que los antropólogos sabían acerca de ambos conceptos. Me dejó hablar sin interrumpirme.

– Bueno, lo que fuera que sepas del tonal y el nagual es pura tontería -dijo-. Yo me baso para decir esto en el hecho de que habría sido imposible que alguien te hablara antes de lo que yo te estoy diciendo acerca del tonal y del nagual. Cualquier idiota se podría dar cuenta de que no sabes nada, porque para conocer al tonal y al nagual tendrías que ser brujo y no lo eres. O habrías tenido que hablar de ellos con un brujo, y no lo has hecho. Conque olvídate o tira de lado todo cuanto has oído antes, porque nada de eso se puede aplicar.

– Era sólo un comentario -dije.

Alzó las cejas en un gesto cómico.

– Tus comentarios no tienen cabida hoy -dijo-. Esta vez necesito tu atención completa, puesto que te voy a presentar al tonal y al nagual. Los brujos tienen un interés único y especial en ese conocimiento. Yo diría que el tonal y el nagual están en el reino exclusivo de los hombres de conocimiento. En tu caso, ésta es la tapa que cierra todo cuanto te he enseñado. De allí que he esperado hasta ahora para hablarte de esto.

"El tonal no es el animal que custodia a una persona. Yo más bien diría que es un guardián que puede representarse como animal. Pero eso no es lo importante."

Sonrió y me guiñó un ojo.

Ahora estoy usando tus palabras dijo-. El tonal es la persona social.

Rió, supongo que al ver mi desconcierto.

– El tonal es, y con derecho, un protector, un guardián: un guardián que la mayoría de las veces se transforma en guardia.

Jugueteé con mi cuaderno. Trataba de prestar atención a lo que don Juan decía. Él rió y remedó mis movimientos nerviosos.

– El tonal es el organizador del mundo -prosiguió-. Quizá la mejor forma de describir su obra monumental, es decir que en sus hombros descansa la tarea de poner en orden el caos del mundo. No es un absurdo sostener, como lo hacen los brujos, que todo cuanto sabemos y hacemos como hombres, es obra del tonal.

"En este momento, por ejemplo, lo que se ocupa de dar sentido a nuestra conversación es tu tonal; sin él sólo habría sonidos raros y muecas y no comprenderías nada de lo que te digo.

"Yo diría, pues, que el tonal es un guardián que protege algo muy, pero muy valioso: nuestro mismo ser. Por lo tanto, una cualidad nata del tonal es la de ser astuto, y celoso con su obra. Y como lo que hace es efectivamente la parte más importante de nuestras vidas, no es del nada extraño que al fin y al cabo se convierta, en cada uno de nosotros, de guardián en guardia."

Se detuvo y me preguntó si comprendía. Maquinalmente asentí con la cabeza, y él sonrió con aire de incredulidad.

– Un guardián es magnánimo y comprensivo -explicó-. Un guardia, en cambio, es un vigilante intolerante y, por lo siempre, un déspota. Yo diría que en todos nosotros el tonal se ha hecho un guardia insoportable y déspota, cuando debería ser un guardián magnánimo.

Yo definitivamente no seguía el hilo de su explicación. Oía y escribía cada palabra, y sin embargo parecía hallarme atorado en algún diálogo interno por mi propia cuenta.

– Me resulta muy difícil captar su idea -dije.

– Si no te enredaras en hablar contigo mismo, no tendrías líos -dijo él en tono cortante.

Su observación me lanzó a un largo parlamento explicativo. Finalmente recapacité, y ofrecí disculpas por mi insistencia en defenderme.

Sonrió e hizo un gesto que parecía indicar que mi actitud no lo había molestado en realidad.

– El tonal es completamente todo lo que somos -prosiguió-. ¡Nombra cualquier cosa! El tonal es todo eso para lo cual tenemos palabras. Y como el tonal está hecho de sus propios hechos, todas las cosas, por lo visto, tienen que caer bajo su dominio.

Le recordé su definición del tonal como la persona social, un término que yo mismo había usado ante él para significar un ser humano como producto final de los procesos de socialización. Señalé que, si el tonal era ese producto, no podía serlo todo, como él decía, porque el mundo en torno nuestro no era el producto de la socialización.

Don Juan me recordó, a su vez, que mi argumento no tenía base para él, y que, mucho tiempo antes, ya él me había explicado el tema de que el mundo no existe de por sí, y que aquello que atestiguamos es sólo una descripción del mundo, la cual aprendemos a visualizar y a dar por sentada.

– El tonal es todo cuanto conocemos -dijo-. Yo creo que esto, por sí solo, es razón suficiente para que el tonal sea un asunto tan imponente.

Calló por un momento. Parecía, a las claras, esperar comentarios o preguntas, pero yo no tenía ninguna. Sin embargo, me sentía obligado a pronunciar una pregunta, y luché por formular alguna que fuese apropiada. Fracasé. Sentí que las admoniciones con que él inició nuestra conversación habían servido, tal vez, como antídoto contra cualquier inquisición por parte mía. Experimentaba una curiosa insensibilidad. No podía concentrarme ni ordenar mis ideas. De hecho, me sentía y me sabía, sin el menor lugar a dudas, incapaz de pensar, y de esto mismo tomaba conocimiento sin ayuda del raciocinio, si tal cosa era posible.

Miré a don Juan. Tenía los ojos fijos en la parte media de mi cuerpo. Alzó la mirada y mi claridad mental retornó en el acto.

– El tonal es todo cuanto conocemos -repitió lentamente-. Y eso no sólo nos incluye a nosotros, como personas, sino a todo lo que hay en nuestro mundo. Puede decirse que el tonal es todo cuanto salta a la vista.

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