Teo negó con la cabeza. Se había sentado en el borde de la litera, los calcetines en el piso.
– A veces todo se complica -dijo con sencillez-. Uno se enreda, se rodea de cosas que se vuelven imprescindibles. Me dieron la oportunidad de salirme, conservando lo que tengo… Borrón y cuenta nueva.
– Sí. Creo que también puedo comprender eso. De nuevo. aquella palabra, comprender, pareció traspasar la mente de Teo como una esperanza. La miraba muy atento.
– Puedo contarte lo que quieras saber -dijo-. No habrá necesidad de que me…
– Te interroguen. -Eso es.
– Nadie va a interrogarte, Teo.
Seguía observándola, expectante, sopesando aquellas palabras. Más parpadeo. Un vistazo rápido a Pote Gálvez, de nuevo a ella.
– Muy hábil, lo de esta noche -dijo al fin, con cautela-. Usarme para colocar el señuelo… Ni se me pasó por la imaginación… ¿Era coca?
Tanteo, se dijo ella. Todavía no renuncia a vivir. -Hachís -respondió-. Veinte toneladas.
Teo se quedó pensándolo. De nuevo el intento de sonrisa que no llegaba a cuajarle en la boca.
– Supongo que no es buena señal que me lo cuentes -concluyó.
– No. La neta que no lo es.
Teo ya no parpadeaba. Seguía alerta, en busca de otras señales que sólo él sabía cuáles eran. Sombrío. Y si no lees en mi cara, se dijo ella, o en mi forma de callar lo que me callo, o en la manera en que escucho lo que todavía tienes que decir, es que todo este tiempo junto a mí no te sirvió de nada. Ni las noches ni los días, ni la conversación ni los silencios. Dime entonces adónde mirabas al abrazarme, pinche pendejo. Aunque tal vez resulte que tienes dentro más casta de la que creí. Si es así, te juro que me tranquiliza. Y me alegra. Cuanto más puro hombres sean tú y todos, más me tranquiliza y más me alegra. -Mis hijas -murmuró Teo de pronto.
Parecía comprender al fin, como si hasta entonces hubiese considerado otras posibilidades. Tengo dos hijas, repitió absorto, mirando a Teresa sin mirarla. La débil luz de la lámpara del camarote le hundía mucho las mejillas, dos manchas negras prolongadas hasta las mandíbulas. Ya no parecía un águila española y arrogante. Teresa observó el rostro impasible de Pote Gálvez. Tiempo atrás, ella había leído una historia de samuráis: cuando se hacían el harakiri, un compañero los remataba para que no perdieran la compostura. Los párpados ligeramente entornados del gatillero, pendiente de los gestos de su patrona, reforzaban esa asociación. Y es una lástima, se dijo Teresa. La compostura. Teo estaba aguantando bien, y me habría gustado verlo así hasta el final. Recordarlo de ese modo cuando no tenga otra que recordar, si es que yo misma sigo viva.
– Mis hijas -le oyó repetir.
Sonaba apagado, con ligero temblor. Como si de repente su voz tuviera frío. Extraviados los ojos en un lugar indefinido. Ojos de un hombre que ya estaba lejos, muerto. Carne muerta. Ella la conoció tensa, dura. Había disfrutado con ella. Ahora era carne muerta.
– No me chingues, Teo. -Mis hijas.
Era todo tan singular, reflexionó Teresa, asombrada. Tus hijas son hermanas de mi hijo, concluyó en sus adentros, o lo serán tal vez, si cuando pasen siete meses todavía respiro. Y mira qué carajo me importa lo mío. Qué me importa eso mismo que también es tuyo y que te vas sin saber siquiera, y maldita la falta que te hace saberlo. No experimentaba piedad, ni tristeza, ni temor. Sólo la misma indiferencia que sentía hacia lo que cargaba en el vientre; el deseo de acabar con aquella escena del mismo modo que quien solventa un trámite molesto. Soltando amarras, había dicho Oleg Yasikov. Y nada atrás. A fin de cuentas, se dijo, ellos me trajeron hasta aquí. Hasta este punto de vista. Y lo hicieron entre todos: el Güero, Santiago, don Epifanio Vargas, el Gato Fierros, el mismo Teo. Hasta la Teniente O ’Farrell me trajo. Miró a Pote Gálvez y el gatillero sostuvo la mirada, los párpados siempre entornados, a la espera. Es su juego de ustedes, pensó Teresa. El que han jugado siempre, y yo sólo estaba cambiando dólares en la calle Juárez. Nunca ambicioné nada. No inventé sus pinches reglas, pero al fin tuve que componerme con ellas. Empezaba a enojarse, y supo que lo que restaba por hacer no debía hacerlo enojada. Así que contó por dentro hasta cinco, el rostro inclinado, serenándose. Después asintió despacio, casi imperceptiblemente. Entonces Pote Gálvez extrajo su revólver del cinto y buscó la almohada de la litera. Teo repitió una vez más lo de sus hijas; después fue sumiéndose en un gemido largo parecido a una protesta, un reproche, o un sollozo. Las tres cosas, quizás. Y cuando ella iba hacia la puerta, observó que él mantenía los ojos absortos y fijos en el mismo sitio, sin ver otra cosa que el pozo de sombras al que lo asomaban. Teresa salió al pasillo. Ojalá, pensaba, se hubiera puesto los zapatos. No era forma de morirse para un hombre, hacerlo en calcetines. Oyó el disparo amortiguado cuando ponía las manos en la barandilla de la escala para subir a cubierta.
Los pasos del gatillero sonaron a su espalda. Sin volverse, esperó a que se acodara junto a ella, en la regala mojada. Había una línea de claridad despuntando por levante, y las luces de la costa brillaban cada vez más cerca, con los destellos del faro de Estepona justo al norte. Teresa se subió la capucha del chaquetón. Arreciaba el frío. -Voy a volver allá, Pinto.
No dijo adónde. No hacía falta. La pesada humanidad de Pote Gálvez se inclinó un poco más sobre la borda. Muy pensativo y callado. Teresa oía su respiración.
– Ya es hora de arreglar cuentas pendientes. Otro silencio. Arriba, en la luz del puente, se recortaban las siluetas del capitán y del hombre de guardia. Sordos, mudos y ciegos. Ajenos a todo salvo a mirar sus instrumentos. Ganaban lo bastante como para que nada de lo que pasaba a popa fuera asunto suyo. Pote Gálvez seguía inclinado, mirando el agua negra que le rumoreaba debajo.
– Usted, patrona, siempre sabe lo que hace… Pero me late que eso puede estar cabrón.
Antes me ocuparé de que no te falte nada.
El gatillero se pasaba una mano por el pelo. Un gesto perplejo.
– Quihubo, mi doña… ¿Sola?… No me ofenda usted.
El tono era dolido de veras. Testarudo. Se quedaron los dos mirando la luz intermitente del faro en la distancia. -Nos pueden torcer a los dos -dijo Teresa suavemente-. Bien gacho.
Pote Gálvez estuvo callado otro rato. Uno de esos silencios, intuyó ella, que son balance de una vida. Se giró a mirarlo de soslayo, y vio que el guarura se pasaba de nuevo la mano por el pelo y después hundía un poco la cabeza entre los hombros. Parece un oso grandote y leal, pensó. Requetederecho. Con ese aire resignado, resuelto a pagar sin discutir. Según las reglas.
– Pos fíjese que es la de ahí, patrona… Igual da morirse en un sitio que en otro.
Miraba atrás el gatillero, a la estela del Sinaloa, donde el cuerpo de Teo Aljarafe se había hundido en el mar lastrado con cincuenta kilos de pesas de plomo.
– Y a veces -añadió- está bien que uno elija, si puede.