Después de eso quedaron los dos en silencio, mirando cómo terminaba de oscurecerse el mar. Al fin Yasikov movió otra vez la cabeza, muy lentamente.
– ¿Has tomado una decisión sobre Teo? -preguntó con suavidad.
– No te preocupes por él. -La operación…
– Tampoco te preocupes por la operación. Todo está en regla. Incluido Teo.
Bebió más tequila. Las palabras del corrido de Lamberto Quintero fueron quedando atrás cuando se puso en pie y caminó botella en mano por el jardín, junto al rectángulo oscuro de la piscina. Mirando pasar las morras él estaba descuidado, decía la canción. Cuando unas armas certeras la vida allí le quitaron. Anduvo entre los árboles; las ramas bajas de los sauces le rozaban el rostro. Las últimas estrofas se apagaron a su espalda. Puente que va a Tierra Blanca, tú que lo viste pasar. Recuérdales que a Lamberto nunca se podrá olvidar. Llegó hasta la puerta que daba a la playa, y en ese momento oyó tras ella, sobre la gravilla, los pasos de Pote Gálvez.
– Déjame sola -dijo sin volverse.
Los pasos se detuvieron. Siguió caminando y se quitó los zapatos cuando sintió bajo sus pies la arena blanda. Las estrellas formaban una bóveda de puntos luminosos hasta la línea oscura del horizonte, sobre el mar que rumoreaba en la playa. Fue hasta la orilla, dejando que el agua le mojase los pies en sus idas y venidas. Había dos luces separadas e inmóviles: pesqueros que faenaban cerca de la costa. La claridad lejana del hotel Guadalmina la iluminó un poco cuando se quitó los tejanos, las bragas y la camiseta, para luego adentrarse muy despacio en el agua que le erizaba la piel. Todavía llevaba la botella en la mano, y bebió otra vez para quitarse el frío, un trago muy largo, vapor de tequila que ascendió por la nariz hasta sofocarle el aliento, el agua en las caderas, olas suaves que la balanceaban sobre los pies clavados en la arena del fondo. Después, sin atreverse a mirar a la otra mujer que estaba en la playa junto al montoncito de ropa, observándola, arrojó la botella al mar y se dejó hundir en el agua fría, sintiéndola cerrarse, negra, sobre su cabeza. Nadó unos metros a ras del fondo y luego emergió sacudiéndose el cabello y el agua de la cara. Entonces empezó a internarse mas y más en la superficie oscura y fría, impulsándose con movimientos firmes de las piernas y los brazos, metiendo la cara hasta la altura de los ojos y alzándola de nuevo para respirar, adentro y más adentro cada vez, alejándose de la playa hasta que ya no hizo pie y todo desapareció paulatinamente excepto ella y el mar. Aquella masa sombría como la muerte a la que sentía deseos de entregarse, y descansar.
Regresó. Volvió sorprendida de hacerlo, mientras le daba vueltas a la cabeza intentando averiguar por qué no había seguido nadando hasta el corazón de la noche. Creyó adivinarlo cuando pisaba de nuevo el fondo de arena, medio aliviada y medio aturdida al sentir la tierra firme, y salió del agua estremeciéndose por el frío sobre su piel mojada. La otra mujer se había ido. Ya no estaba junto a la ropa tirada en la playa. Sin duda, pensó Teresa, ha decidido adelantarse, y me espera allí adonde voy.
La claridad verdosa del radar iluminaba desde abajo, en la penumbra, la cara del patrón Cherki, los pelos blancos que le despuntaban en la barbilla mal afeitada.
– Ahí está -dijo, señalando un punto oscuro en la pantalla.
La vibración de la máquina del Tarfaya hacía temblar los mamparos de la estrecha timonera. Teresa estaba apoyada junto a la puerta, protegida del frío de la noche por un jersey grueso de cuello alto, las manos en los bolsillos del chaquetón de agua. Tocando la pistola con la derecha. El patrón se volvió a mirarla.
– En veinte minutos -dijo- si usted no dispone otra cosa.
– Es su barco, patrón.
Rascándose la cabeza bajo el gorro de lana, Cherki echó un vistazo a la pantallita iluminada del GPS. La presencia de Teresa lo incomodaba, como al resto de los tripulantes. Era inusual, protestó al principio. Y peligroso. Pero nadie le había dicho que pudiera elegir. Tras confirmar la posición, el marroquí hizo girar la rueda del timón a estribor, observando atento cómo la aguja del compás iluminado en la bitácora se establecía en el punto deseado, y después puso el piloto automático. En la pantalla de radar, el eco estaba ahora justo en la proa, a veinticinco grados de la flor de lis que en el compás señalaba el norte. Diez millas justas. Los otros puntitos oscuros, débiles rastros de dos planeadoras que se habían alejado después de transbordar al pesquero sus últimos fardos de hachís, estaban fuera del alcance del radar desde hacía treinta minutos. El banco de Xauen ya quedaba muy atrás, por la popa.
– Iallah Bismillah -dijo Cherki.
Vamos allá, tradujo Teresa. En el nombre de Dios. Aquello la hizo sonreír en la penumbra. Mejicanos, marroquíes o españoles, casi todos tenían su santo Malverde en alguna parte. Comprobó que Cherki se volvía de vez en cuando, observándola con curiosidad y mal disimulado reproche. Era un marroquí de Tánger, pescador veterano. Aquella noche ganaba lo que sus palangres no le daban en cinco años. El balanceo del Tarfaya en la marejada se atenuó un poco cuando el patrón empujó la palanca para aumentar la velocidad en el nuevo rumbo, intensificándose el estrépito de la máquina. Teresa vio que la corredera subía hasta los seis nudos. Miró afuera. Al otro lado de los cristales empañados de salitre, la noche discurría negra como la tinta negra. Ahora iban con las luces de navegación encendidas; en los radares se les veía lo mismo con luces que sin ellas, y un barco apagado levantaba sospechas. Encendió otro cigarrillo para atenuar los olores: el gasóleo que sentía en el estómago, la grasa, los palangres, la cubierta impregnada del rastro de pescado viejo. Sentía un apunte de náusea. Y espero no marearme ahora, pensó. A estas alturas. Con todos esos cabrones mirando.
Salió afuera, a la noche y a la cubierta mojada por el relente. La brisa le revolvió el cabello, aliviándola un poco. Había sombras acurrucadas contra la regala, entre los fardos de cuarenta kilos envueltos en plástico, con asas para facilitar su transporte: cinco marroquíes bien pagados, de confianza, que como el patrón Cherki ya habían trabajado otras veces para Transer Naga. A proa y a popa, medio perfiladas en las luces de navegación del pesquero, Teresa distinguió dos sombras más: sus escoltas. Marroquíes de Ceuta, jóvenes, silenciosos y en buena forma, de lealtad probada, cada uno con una pistola ametralladora Ingram 380 con cincuenta balas bajo el chaquetón y dos granadas MK2 en los bolsillos. Harkeños, los llamaba el doctor Ramos, que disponía de una docena de hombres para situaciones como aquélla. Llévese dos harkeños, jefa, había dicho. Para quedarme yo tranquilo mientras usted se encuentra a bordo. Ya que se empeña en ir esta vez, lo que me parece un riesgo innecesario y una locura, y encima no se lleva a Pote Gálvez, permítame al menos organizar un poco su seguridad. Ya sé que todo el mundo está bien pagado y tal. Pero por si las moscas.
Fue hasta la popa y comprobó que la última goma, una Valiant de diez metros de eslora con dos potentes cabezones, seguía allí, remolcada por un grueso cabo, aún con treinta fardos a bordo y su piloto, otro marroquí, bajo unas mantas. Después fumó apoyada en la regala húmeda, mirando el rastro fosforescente de la espuma que levantaba la proa del pesquero. No necesitaba estar allí, y lo sabía. El malestar de su estómago se agudizó como un reproche. Pero no era ésa la cuestión. Había querido ir, supervisarlo todo en persona, por motivos complejos que tenían mucho que ver con las ideas que la rondaban en los últimos días. Con el curso inevitable de cosas que ya no tenían vuelta atrás. Y sintió miedo -el familiar e incómodo antiguo miedo físico, arraigado en su memoria y en los músculos de su cuerpo- cuando horas antes se acercaba en el Tarfaya a la costa marroquí para supervisar la operación de carga desde las gomas, sombras planas y bajas, figuras oscuras, voces apagadas sin una luz, sin un ruido innecesario, sin otro contacto por radio que anónimos chasquidos de los boquitoquis en sucesivas frecuencias preestablecidas, una sola llamada de teléfono móvil por cada embarcación para comprobar que todo iba bien en tierra, mientras el patrón Cherki vigilaba con ansiedad el radar al acecho de un eco, de la mora, de un imprevisto, del helicóptero, del foco que los iluminase y desatara el desastre o el infierno. En algún lugar de la noche, mar adentro, a bordo del Fairline Squadron, luchando contra el mareo a base de comprimidos y resignación, Alberto Rizocarpaso estaba sentado ante la pantalla de un PC portátil conectado a Internet, con sus aparatos de radio y sus teléfonos y sus cables y sus baterías alrededor, supervisando todo aquello como un controlador de tráfico aéreo sigue el movimiento de los aviones que le son confiados. Más al norte, en Sotogrande, el doctor Ramos estaría fumando una pipa tras otra, atento a la radio y a los teléfonos móviles por los que nunca había hablado nadie antes, y que sólo iban a usarse una vez esa noche. Y en un hotel de Tenerife, muchos cientos de millas hacia el Atlántico, Farid Lataquia jugaba las últimas cartas del arriesgado farol que iba a permitir, con suerte, rematar Tierna infancia según los planes previstos.