Литмир - Электронная Библиотека

No era un mal tipo, el Güero. Valiente, cumplidor, apuesto. Un aire así como a Luis Miguel, pero en más flaco, y más duro. Y muy chingón. Muy simpático. Raimundo Dávila Parra se gastaba el dinero a medida que lo ganaba, o casi, y era generoso con los amigos. César Batman Güemes y él habían amanecido muchos días con música, alcohol y mujeres, celebrando buenas operaciones. Incluso un tiempo fueron íntimos: bien broders o carnales, como decían los sinaloenses. El Güero era chicano: había nacido en San Antonio, Texas. Y empezó muy joven, llevando hierba oculta en automóviles a la Unión Americana: más de un viaje habían hecho juntos por Tijuana, Mexicali o Nogales, hasta que los gabachos le administraron una temporada en una cárcel de allá arriba. Después el Güero se emperró en lo de volar: tenía estudios, y se pagó sus clases de aviación civil en la antigua escuela del bulevar Zapata. Como piloto era bueno -el mejor, reconoció el Batman Güemes moviendo convencido la cabeza-, de los que no tienen madre: hombre adecuado para aterrizajes y despegues clandestinos en las pequeñas pistas ocultas de la sierra, o para vuelos a baja altura eludiendo los radares del Sistema Hemisférico que controlaba las rutas aéreas entre Colombia y los Estados Unidos. Lo cierto era que la Cessna parecía una prolongación de sus manos y de su temple: aterrizaba en cualquier sitio y a cualquier hora, y eso le dio fama, lana y respeto. La raza culichi lo llamaba, con justicia, el rey de la pista corta. Hasta Chalino Sánchez, que también fue amigo suyo, había prometido hacerle un corrido con ese título: El rey de la pista corta. Pero a Chalino le dieron picarrón antes de tiempo -Sinaloa era de lo más insalubre, según en qué ambientes-, y el Güero se quedó sin canción. De cualquier modo, con corrido o sin él, nunca le faltó trabajo. Su padrino era don Epifanio Vargas, un chaca veterano de la sierra, con buenos agarres, duro y cabal, que controlaba Norteña de Aviación, una compañía privada de Cessnas y Piper Comanche y Navajo. Bajo la cobertura de la Norteña, el Güero Dávila estuvo haciendo vuelos clandestinos de dos o trescientos kilos antes de participar en los grandes negocios de la época dorada, cuando Amado Carrillo se ganaba el apodo de Señor de los Cielos organizando el mayor puente aéreo de la historia del narcotráfico entre Colombia, Baja California, Sinaloa, Sonora, Chihuahua y Jalisco. Muchas de las misiones que el Güero llevó a cabo en esa época fueron de diversión, actuando como señuelo en las pantallas de radar terrestre y en las de los aviones Orión atiborrados de tecnología y con tripulaciones mixtas gringas y mejicanas. Y lo de la diversión no era sólo un término técnico, porque el compa disfrutaba. Ganó una feria jugándose la piel con vuelos al límite, de noche y de día: maniobras extrañas, aterrizajes y despegues en dos palmos de tierra y lugares inverosímiles, a fin de desviar la atención lejos de los grandes Boeing, Caravelles y DC8 que, comprados en régimen de cooperativa por los traficantes, transportaban en un solo viaje de ocho a doce toneladas con la complicidad de la policía, el ministerio de Defensa y la propia presidencia del Gobierno mejicano. Eran los tiempos felices de Carlos Salinas de Gortari, con los narcos traficando a la sombra de Los Pinos; tiempos muy felices también para el Güero Dávila: avionetas vacías, sin carga de la que hacerse responsable, jugando al gato y al ratón con adversarios a los que no siempre era posible comprar del todo. Vuelos donde se rifaba la vida a sol o águila, o una larga condena si lo agarraban del lado gringo.

Por aquel tiempo, César Batman Güemes, que tenía literalmente los pies en la tierra, empezaba a prosperar en la mafia sinaloense. Los grupos mejicanos se independizaban de los proveedores de Medellín y de Cali, subiendo las tasas, haciéndose pagar cada vez con mayores cantidades de coca, y comercializando ellos la droga colombiana que antes sólo transportaban. Eso facilitó el ascenso del Batman en la jerarquía local; y después de unos sangrientos ajustes de cuentas para estabilizar mercado y competencia -algunos días amanecieron con doce o quince muertos propios y ajenos- y de poner en nómina al mayor número posible de policías, militares y políticos, incluidos aduaneros y migras gringos, los paquetes con su marca -un murcielaguito- empezaron a cruzar en tráilers el río Bravo. Lo mismo se ocupaba de goma de la sierra que de coca o de mota. Vivo de tres animales, decía la letra de un corrido que se mandó hacer, contaban, con un grupo norteño de la calle Francisco Villa: mi perico, mi gallo y mi chiva. Casi por la misma época, don Epifanio Vargas, que hasta entonces había sido patrón del Güero Dávila, empezaba a especializarse en drogas con futuro como el cristal y el éxtasis: laboratorios propios en Sinaloa y Sonora, y también al otro lado de la raya gringa. Que si allá los gabachos quieren montar, decía, yo mero les hierro la yegua. En pocos años, apenas sin tiros y con muy poco recurso al panteón, casi de guante blanco, Vargas logró convertirse en el primer magnate mejicano de precursores para drogas de diseño como la efedrina, que importaba sin problemas de la India, China y Tailandia, y en uno de los principales productores de metanfetaminas arriba y abajo de la frontera. También empezó a meterse en política. Con los negocios legales a la vista y los ilegales camuflados bajo una sociedad farmacéutica con respaldo estatal, la coca y Norteña de Aviación estaban de más. Así que vendió la compañía aérea al Batman Güemes, y con ella cambió de chaca el Güero Dávila, que deseaba seguir volando más todavía que ganar dinero. Para entonces el Güero había comprado ya una casa de dos plantas en el barrio de Las Quintas, manejaba en lugar de la vieja Bronco negra otra con placas del año, y vivía con Teresa Mendoza.

Ahí empezaron a torcerse las cosas. Raimundo Davila Parra no era un tipo discreto. Vivir largo no le acomodaba, de manera que prefería fregárselo bien aprisa. Todo le valía verga, como decían los de la sierra; y entre otras cosas lo perdió la boca, que al cabo pierde hasta a los tiburones. Se apendejaba gacho alardeando de lo hecho y de lo por hacer. Mejor, solía decir, cinco años como rey que cincuenta como buey. De ese modo, pasito a pasito, a oídos del Batman Güemes empezaron a llegar rumores. El Güero trufaba carga suya entre la ajena, aprovechando los viajes para negocios propios. La merca se la facilitaba un ex policía llamado Guadalupe Parra, también conocido por Lupe el Chino, o Chino Parra, que era primo hermano suyo y tenía contactos. Por lo general se trataba de coca decomisada por judiciales que agarraban veinte y declaraban cinco, dándole salida al resto. Eso estaba muy requetemal -no lo de los judiciales, sino que el Güero hiciera negocio privado-, porque ya cobraba un chingo por su trabajo, las reglas eran las reglas, y hacer transas privadas, en Sinaloa y a espaldas de los patrones, era la forma más eficaz de encontrarse con problemas.

– Cuando se vive torcido -puntualizó el Batman Güemes aquella tarde, con la cerveza en una mano y el plato de carne asada en la otra- hay que trabajar derecho.

Resumiendo: el Güero era demasiado largón, y el pinche primo no resultaba un talento. Torpe, chapucero, pendejo, el Chino Parra era de esos mensos a quienes en cargas un camión de coca y traen un camión de pepsi. Tenía deudas, necesitaba un pericazo cada media hora, se moría por los carros grandes, y a su mujer y sus tres plebes los alojaba en una casa de mucho lujo en la parte más ostentosa de Las Quintas. Aquello era juntarse el hambre con las ganas de comer: los cueros de rana se iban como llegaban. Así que los primos decidieron ingeniarse una operación propia, a lo grande: el transporte de cierta carga que unos judiciales tenían clavada en El Salto, Durango, y que había encontrado compradores en Obregón. Como de costumbre, el Güero voló solo. Aprovechando un viaje a Mexicali con catorce latas de manteca de puerco cargadas cada una con veinte kilos de chiva, hizo un desvío para recoger cincuenta de la fina, toda bien empacadita en sus plásticos. Pero alguien le puso el dedo, y otro alguien decidió cortarle al Güero los espolones.

9
{"b":"125166","o":1}