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Al fin cambió el tiempo, el barómetro bajó cinco milibares en tres horas, y empezó a soplar un levante fuerte. El patrón miraba a Teresa, que seguía sentada a popa, y luego a Pote Gálvez. Así que éste fue y dijo se nos tuerce el tiempo, mi doña. A lo mejor quiere dar alguna orden. Teresa lo miró sin responder nada, y el gatillero volvió junto al patrón encogiéndose de hombros. Aquella noche, con viento del este de fuerza seis a siete, el Sinaloa navegó balanceándose a media máquina, amurado a la mar y al viento, con la espuma saltando en la oscuridad sobre la proa y el puente de mando. Teresa estaba en la cabina, desconectado el piloto automático, y manejaba el timón iluminada por la luz rojiza de la bitácora, una mano en la caña y otra en las palancas de motores, mientras el patrón, el marinero de guardia y Pote Gálvez, que iba hasta las trancas de Biodramina, la observaban desde la camareta de atrás, agarrados a los asientos y a la mesa, derramando el café de las tazas cada vez que el Sinaloa daba un bandazo. Por tres veces Teresa salió a la regala de sotavento, azotada por las ráfagas, para vomitar por la borda; y volvió al timón sin decir palabra, el pelo revuelto y mojado, cercos de insomnio en los ojos, a encender otro cigarrillo. Nunca se había mareado antes. El tiempo se calmó al amanecer, con menos viento y una luz grisácea que planchaba un mar pesado como el plomo. Entonces ella ordenó regresar a puerto.

Oleg Yasikov llegó a la hora del desayuno. Pantalón tejano, chaqueta oscura abierta sobre un polo, zapatos deportivos. Rubio y fornido como siempre, aunque algo ensanchada la cintura en los últimos tiempos. Lo recibió en el porche del jardín, frente a la piscina y la pradera que se extendía bajo los sauces hasta el muro junto a la playa. Llevaban casi dos meses sin verse; desde una cena durante la que Teresa lo previno del cierre inminente del European Union: un banco ruso de Antigua que Yasikov utilizaba para transferir fondos a América. Eso le ahorró al hombre de Solntsevo algunos problemas y mucho dinero. -Cuánto tiempo, Tesa. Sí.

Esta vez era él quien había pedido que se vieran. Una llamada telefónica, la tarde anterior. No necesito consuelos, fue la respuesta de ella. No se trata de eso, contestó el ruso. Niet. Sólo un poquito de negocios y un poquito de amistad. Ya sabes. Sí. Lo de costumbre.

– ¿Quieres una copa, Oleg?

El ruso, que untaba una tostada con mantequilla, se quedó mirando el vaso de tequila que Teresa tenía junto a la taza de café y el cenicero con cuatro colillas consumidas. Ella estaba en chándal, recostada en el sillón de mimbre, los pies descalzos sobre el terrazo ocre del suelo. Claro que no quiero una copa, dijo Yasikov. No a esta hora, por Dios. Sólo soy un gangster de la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. No una mejicana con el estómago forrado. Sí. De amianto. No. Estoy lejos de ser tan macho como tú.

Se rieron. Veo que puedes reír, dijo Yasikov, sorprendido. Y por qué no iba a hacerlo, respondió Teresa, sosteniendo la mirada clara del otro. De cualquier modo, recuerda que no vamos a hablar de Pati para nada.

– No he venido a eso -Yasikov se servía de la cafetera, masticando pensativo su tostada-. Hay cosas que debo contarte. Varias.

– Desayuna primero.

El día era luminoso y el agua de la piscina parecía reflejarlo en azul turquesa. Se estaba bien allí, en el porche templado por el sol levante, entre los setos, las buganvillas y los macizos de flores, oyendo cantar a los pájaros. Así que liquidaron sin prisas las tostadas, el café y el tequila de Teresa mientras charlaban sobre asuntos sin importancia, reavivando su vieja relación como lo hacían cada vez que estaban frente a frente: gestos cómplices, códigos compartidos. Los dos se conocían mucho. Sabían qué palabras era preciso pronunciar y cuáles no.

– Lo primero es lo primero -dijo Yasikov mas tarde-. Hay un encargo. Algo grande. Sí. Para mi gente. -Eso significa prioridad absoluta.

– Me gusta esa palabra. Prioridad. -¿Necesitáis chiva?

El ruso negó con la cabeza.

– Hachís. Mis jefes se han asociado con los rumanos. Pretenden abastecer varios mercados allí. Sí. De golpe. Demostrar a los libaneses que hay proveedores alternativos. Necesitan veinte toneladas. Marruecos. Primerísima calidad.

Teresa frunció el ceño. Veinte mil kilos eran muchos, dijo. Había que reunirlos primero, y el momento no parecía adecuado. Con los cambios políticos en Marruecos todavía no estaba claro de quién podían fiarse y de quién no. Incluso guardaba un clavo de coca en Agadir desde hacía mes y medio, sin atreverse a moverlo hasta que no viera las cosas claras. Yasikov escuchaba con atención, y al final hizo un gesto de asentimiento. Comprendo. Sí. Tú decides, apuntó. Pero me harías un gran favor. Los míos necesitan ese chocolate dentro de un mes. Y he conseguido precios. Oye. Precios muy buenos.

– Los precios son lo de menos. Contigo no importan.

El hombre de Solntsevo sonrió y dijo gracias. Después entraron en la casa. Al otro lado del salón decorado con alfombras orientales y sillones de cuero estaba el despacho de Teresa. Pote Gálvez apareció en el pasillo, miró a Yasikov sin decir palabra y se esfumó de nuevo. -¿Qué tal tu rottweiler? -preguntó el ruso. -Pues todavía no me mató.

La risa de Yasikov atronaba el salón.

– Quién lo hubiera dicho – comentó-. Cuando lo conocí.

Fueron al despacho. Cada semana, la casa era revisada por un técnico en contraespionaje electrónico del doctor Ramos. Aun así, allí no había nada comprometedor: una mesa. de trabajo, un ordenador personal con el disco duro limpio como una patena, grandes cajones con cartas de navegación, mapas, anuarios, y la última edición del Ocean Passages for the World. Quizá pueda hacerlo, dijo Teresa. Veinte toneladas. Quinientos fardos de cuarenta kilos. Camiones para el transporte de las montañas del Rif a la costa, un barco grande, un embarque masivo en aguas marroquíes, coordinando bien los lugares y las horas exactas. Calculó con rapidez: dos mil quinientas millas entre Alborán y Constanza, en el Mar Negro, a través de aguas territoriales de seis países, incluido el paso del Egeo, los Dardanelos y el. Bósforo. Eso requería un alarde de logística y táctica de precisión. Mucho dinero en gastos previos. Días y noches de trabajo para Farid Lataquia y el doctor Ramos.

– Siempre y cuando -concluyó- me asegures un desembarco sin problemas en el puerto rumano. Yasikov asintió. Cuenta con eso, dijo. Estudiaba la carta Imray M20, la del Mediterráneo oriental, extendida sobre la mesa. Parecía distraído. Quizá conviniese, sugirió al cabo de un momento, que consideres mucho con quién preparas esta operación. Sí. Lo dijo sin apartar la mirada de la carta, en tono reflexivo, y todavía tardó un poco en levantar la vista. Sí, repitió. Teresa captaba el mensaje. Lo había hecho ya con las primeras palabras. El quizá conviniese era la señal de que algo no andaba bien en todo aquello. Que consideres mucho. Con quién preparas. Esta operación.

– Órale -dijo-. Cuéntamelo.

Un eco sospechoso en la pantalla de radar. El viejo vacío en el estómago, sensación conocida, se ahondó de pronto. Hay un juez, dijo Yasikov. Martínez Pardo, lo conoces de sobra. De la Audiencia Nacional. Anda detrás hace tiempo. De ti, de mí. De otros. Pero tiene sus preferencias. Eres su ojito derecho. Trabaja con la policía, con la Guardia Civil, con Vigilancia Aduanera. Sí. Y aprieta demasiado.

– Dime lo que tengas que decir -se impacientó Teresa.

Yasikov la observaba, indeciso. Luego desvió la vista hacia la ventana, y al fin volvió a mirarla a ella. Tengo gente que me cuenta cosas, prosiguió. Pago y me informan. Y el otro día alguien habló en Madrid de aquel último asunto tuyo. Sí. Ese barco que apresaron. En aquel punto Yasikov se detuvo, dio unos pasos por el despacho, repiqueteó los dedos sobre la carta náutica. Movía un poco la cabeza, como insinuando: lo que voy a soltar agárralo con pinzas, Tesa. No respondo de que sea verdad o sea mentira.

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