Литмир - Электронная Библиотека

En cuanto al mar, Teresa mantenía el vínculo personal. Y no sólo desde la orilla. El Sinaloa, un Fratelli Benetti de treinta y ocho metros de eslora y siete de manga, abanderado en jersey, estaba amarrado en la zona exclusiva de Puerto Banús, blanco e impresionante con sus tres cubiertas y su aspecto de yate clásico, los interiores amueblados con madera de teca e iroko, baños de mármol, cuatro cabinas para invitados y un salón de treinta metros cuadrados presidido por una impresionante marina al óleo de Montague Dawson -Combate entre los navíos Spartiate y Antilla en Trafalgar- que Teo Aljarafe había adquirido para ella en una subasta de Claymore. Pese a que Transer Naga movía recursos navales de todo tipo, Teresa nunca utilizó el Sinaloa para actividades ¡licitas. Era territorio neutral, un mundo propio, de acceso restringido, que no deseaba relacionar con el resto de su vida. Un capitán, dos marineros y un mecánico mantenían el yate listo para hacerse a la mar en cualquier momento, y ella embarcaba con frecuencia, a veces para cortas salidas de un par de días, y otras en cruceros de dos o tres semanas. Libros, música, un televisor con vídeo. Nunca llevaba invitados, a excepción de Pati O'Farrell, que la acompañó en alguna ocasión. El único que la escoltaba siempre, sufriendo estoicamente el mareo, era Pote Gálvez. A Teresa le gustaban las singladuras largas en soledad, días sin que sonara el teléfono y sin necesidad de abrir la boca. Sentarse de noche en la cabina de mando junto al capitán -un marino mercante poco hablador, contratado por el doctor Ramos, que Teresa aprobó precisamente por su economía de palabras-, desconectar el piloto automático y gobernar ella misma con mal tiempo, o pasar los días soleados y tranquilos en una tumbona de la cubierta de popa, con un libro en las manos o mirando el mar. También le gustaba ocuparse personalmente del mantenimiento de los dos motores turbodiesel MTU de 1.800 caballos que permitían al Sinaloa navegar a treinta nudos, dejando una estela recta, ancha y poderosa. Solía bajar a la sala de máquinas, el cabello recogido en dos trenzas y un pañuelo en torno a la frente, y pasaba allí horas, lo mismo en puerto que en alta mar. Conocía cada pieza de los motores. Y una vez que sufrieron una avería con fuerte viento de levante a barlovento de Alborán, trabajó durante cuatro horas allá abajo, sucia de grasa y aceite, golpeándose contra las tuberías y los mamparos mientras el capitán intentaba evitar que el yate se atravesara a la mar o derivase demasiado a sotavento, hasta que entre ella y el mecánico solucionaron el problema. A bordo del Sinaloa hizo algún viaje largo, el Egeo y Turquía, el sur de Francia, las islas Eólicas por las bocas de Bonifacio; y a menudo ordenaba arrumbar a las Baleares. Le gustaban las calas tranquilas del norte de Ibiza y de Mallorca, casi desiertas en invierno, y fondear ante la lengua de arena que se extendía entre Formentera y los freus. Allí, frente a la playa de los Trocados, Pote Gálvez había tenido un tropiezo reciente con paparazzis. Dos fotógrafos habituales de Marbella identificaron el yate y se acercaron en un patín acuático para sorprender a Teresa, hasta que el sinaloense fue a darles caza con la neumática de a bordo. Resultado: un par de costillas rotas, otra indemnización millonaria. Aun así, la foto llegó a publicarse en primera página del Lecturas. La Reina del Sur descansa en Formentera.

Regresó despacio. Cada mañana, incluso los raros días de viento y lluvia, paseaba por la playa hasta Linda Vista, sola. Sobre la pequeña altura junto al río distinguió la figura solitaria de Pote Gálvez, que vigilaba de lejos. Tenía prohibido escoltarla en aquellos paseos, y el sinaloense se quedaba atrás, mirándola ir y venir, centinela inmóvil en la distancia. Leal como un perro de presa que aguardase, inquieto, el regreso de su dueña. Teresa sonrió para sus adentros. Entre el Pinto y ella, el tiempo había establecido una complicidad callada, hecha de pasado y de presente. El duro acento sinaloense del gatillero, su manera de vestir, de comportarse, de mover sus engañosos noventa y tantos kilos de peso, las eternas botas de piel de iguana y el rostro aindiado con el bigotazo negro -pese al tiempo en España, Pote Gálvez parecía recién llegado de una cantina culichi-, significaban para Teresa más de lo que estaba dispuesta a reconocer. El ex pistolero del Batman Güemes era, en realidad, su último vínculo con aquella tierra. Nostalgias comunes, que no era preciso argumentar. Recuerdos buenos y malos. Lazos pintorescos que afloraban en una frase, un gesto, una mirada. Teresa le prestaba al guarura casetes y cedés con música mejicana: José Alfredo, Chavela, Vicente, los Tucanes, los Tigres, hasta una cinta preciosa que tenía de Lupita D'Alessio -seré tu amante o lo que tenga que ser / seré lo que me pidas tú-; de modo que, al pasar bajo la ventana del cuarto que Pote Gálvez ocupaba en un extremo de la casa, oía esas canciones una y otra vez. Y en ocasiones, cuando ella estaba en el salón, leyendo u oyendo música, el sinaloense se paraba un momento, respetuoso, alejado, tendiendo la oreja desde el pasillo o la puerta con la mirada impasible, muy fija, que en él hacía las veces de sonrisa. Nunca hablaban de Culiacán, ni de los acontecimientos que hicieron cruzarse sus caminos. Tampoco del difunto Gato Fierros, integrado hacía mucho tiempo en los cimientos de un chalet en Nueva Andalucía. Tan sólo una vez cambiaron algunas palabras sobre todo aquello, la Nochebuena en que Teresa dio la jornada libre a la gente del servicio -una doncella, una cocinera, un jardinero, dos guardaespaldas marroquíes de confianza que se relevaban en la puerta y el jardín- y ella misma se metió en la cocina y preparó chilorio, jaiba rellena gratinada y tortillas de maíz, y luego le dijo al gatillero te invito a cenar narco, Pinto, que una noche es una noche, órale que se enfría. Y se sentaron en el comedor con candelabros de plata y velas encendidas, uno en cada punta de la mesa, con tequila y cerveza y vino tinto, bien callados los dos, oyendo la música de Teresa y también la otra, puro Culiacán y bien pesada, que a Pote Gálvez le mandaban a veces de allá: Pedro e Inés y su pinche camioneta gris, El Borrego, El Centenario en la Ram, el corrido de Gerardo, La avioneta Cessna, Veinte mujeres de negro. Saben que soy sinaloense -ahí rolearon juntos oyéndolo, bajito-, pa' qué se meten conmigo. Y cuando para rematar José Alfredo cantaba el corrido del Caballo Blanco -la favorita del guarura, que inclinaba un poquito la cabeza y asentía al escuchar-, ella dijo estamos requetelejos, Pinto; y el otro respondió ésa es la neta, patrona, pero más vale demasiado lejos que demasiado cerca. Luego observó su plato, pensativo, y al fin alzó la vista.

– ¿Nunca pensó en volver, mi doña?

Teresa lo miró tan fijamente que el gatillero se removió en la silla, incómodo, y desvió los ojos. Abría la boca, tal vez para emitir una disculpa, cuando ella sonrió un poco, distante, acercándose la copa de vino.

– Sabes que no podemos volver -dijo. Pote Gálvez se rascaba la sien.

– Pos fíjese nomas que yo no, claro. Pero usted tiene medios. Tiene conectes y tiene lana… Seguro que si quisiera lo arreglaba machín.

– ¿Y tú qué harías si yo me volviera?

El gatillero miró de nuevo su plato, fruncido el ceño, como si nunca antes se hubiera planteado aquella posibilidad. Pos no sé, patrona, dijo al rato. Sinaloa está lejos de la chingada, y lo de volver yo lo encuentro más lejos todavía. Pero le insisto en que usted…

– Olvídalo -Teresa movía la cabeza entre el humo de un cigarrillo-. No quiero pasar el resto de mi vida atrincherada en la colonia Chapultepec, mirando por encima del hombro.

– No, pues. Pero qué lástima, oiga. Aquélla no es una mala tierra.

– órale.

– Es el Gobierno, patrona. Si no hubiera Gobierno, ni políticos, ni gringos arriba del Bravo, allí se viviría a toda madre… No haría falta ni la pinche mota ni nada de eso, ¿verdad?… Con purititos tomates nos arreglábamos.

79
{"b":"125166","o":1}