Se le ensanchaba la sonrisa. Había perdido la cuenta de los hombres y mujeres que aseguraron no saber nada antes de que los matara rápido o despacio, según las circunstancias, en una tierra donde morir con violencia era morir de muerte natural -veinte mil pesos un muerto común, cien mil un policía o un juez, gratis si se trataba de ayudar a un compadre-. Y Teresa estaba al corriente de los detalles: conocía al Gato Fierros, y también a su compañero Potemkin Gálvez, al que llamaban Pote Gálvez, o el Pinto. Los dos vestían chamarras, camisas Versace de seda, pantalones de mezclilla y botas de iguana casi idénticas, como si se equiparan en la misma tienda. Eran sicarios de César Batman Güemes, y habían frecuentado mucho al Güero Dávila: compañeros de trabajo, escoltas de cargamentos aerotransportados a la sierra, y también de copas y fiestas de las que empezaban en el Don Quijote a media tarde, con dinero fresco que olía a lo que olía, y seguían a las tantas, en los téibol-dance de la ciudad, el Lord Black y el Osíris, con mujeres bailando desnudas a cien pesos los cinco minutos, doscientos treinta si la cosa transcurría en los reservados, antes de amanecer con whisky Buchanan's y música norteña, templando la cruda a puros pericazos, mientras los Huracanes, los Pumas, los Broncos o cualquier otro grupo, pagados con billetes de a cien dólares, los acompañaban cantando corridos Narices de u,'gramo, El puñado de polvo, La muerte de un federal-sobre hombres muertos o sobre hombres que iban a morir.
– ¿Dónde está? -preguntó Teresa.
El Gato Fierros emitió una risa atravesada, bajuna. -¿La oyes, Pote?… Pregunta por el Güero. Qué onda.
Seguía apoyado en la puerta. El otro sicario movió la cabeza. Era ancho y grueso, de aspecto sólido, con un espeso bigote negro y marcas oscuras en la piel, como los caballos pintos. No parecía tan suelto como el compañero, e hizo el gesto de mirar el reloj, impaciente. O tal vez incómodo. Al mover el brazo descubrió la culata de un revólver en su cintura, bajo la chamarra de lino.
– El Güero -repitió el Gato Fierros, pensativo. Había sacado las manos de los bolsillos y se acercaba despacio a Teresa, que seguía inmóvil en la cabecera de la cama. Al llegar a su altura se quedó otra vez quieto, mirándola.
– Ya ves, mamacita -dijo al fin-. Tu hombre se pasó de listo.
Teresa sentía el miedo enroscado en las entrañas, como una serpiente de cascabel. La Situación. Un miedo blanco, frío, semejante a la superficie de una lápida. -¿Dónde está? -insistió.
No era ella la que hablaba, sino una desconocida cuyas palabras imprevisibles la sobresaltaran. Una desconocida imprudente que ignoraba la urgencia del silencio.
El Gato Fierros debió de intuir algo de eso, pues la miró sorprendido de que pudiera hacer preguntas en vez de quedarse paralizada o gritar de terror.
– Ya no está. Se murió.
La desconocida seguía actuando por cuenta propia, y Teresa se sobresaltó cuando la oyó decir: hijos de la chingada. Eso fue lo que dijo, o lo que se oyó decir: hijos de la chingada, ya bien arrepentida cuando la última sílaba aún no salía de sus labios. El Gato Fierros la estudiaba con mucha curiosidad y mucha atención. Fíjate nomás si salió picuda, dijo pensativo. Que hasta nos mienta la máuser.
– Esa boquita -concluyó, suave.
Después le dio una bofetada que la tiró cuan larga era sobre la cama, hacia atrás, y la estuvo observando otro rato como si valorase el paisaje. Con la sangre retumbándole en las sienes y la mejilla ardiendo, aturdida por el golpe, Teresa lo vio fijarse en el paquete de polvo que estaba sobre la mesilla de noche, agarrar una pizca y llevársela a la nariz. Ándese paseando, dijo el sicario. Tiene un corte pero no se la acaba de buena. Luego, mientras se frotaba con el pulgar y el índice, le ofreció a su compañero; pero el otro negó con la cabeza y volvió a mirar el reloj. No hay prisa, carnal, apuntó el Gato Fierros. Ninguna prisa, y la hora me vale verga. De nuevo miraba a Teresa.
– Es un cuero de morra -precisó-. Y además, viudita.
Desde la puerta, Pote Gálvez pronunció el nombre de su compañero. Gato, dijo muy serio. Acabemos. El aludido levantó una mano pidiendo calma, y se sentó en el borde de la cama. No mames, insistió el otro. Las instrucciones son tales y cuales. Dijeron de bajarla, no de bajársela. Así que hilo, papalote, y no seas cabrón. Pero el Gato Fierros movía la cabeza como quien oye llover.
– Qué onda -dijo-. Siempre tuve ganas de culearme a esta vieja.
A Teresa ya la habían violado otras veces antes de ser mujer del Güero Dávila: a los quince años, entre varios chavos de Las Siete Gotas, y luego el hombre que la puso a trabajar de cambiadora en la calle Juárez. Así que supo lo que le esperaba cuando el gatillero humedeció más la sonrisa de cuchillo y le soltó el botón de los liváis. De pronto ya no tenía miedo. Porque no está ocurriendo, pensó atropelladamente. Estoy dormida y sólo es una pesadilla como tantas otras, que además ya viví antes: algo que le ocurre a otra mujer que imagino en sueños, y que se parece a mí pero no soy yo. Puedo despertar cuando quiera, sentir la respiración de mi hombre en la almohada, abrazarme a él, hundir el rostro en su pecho y descubrir que nada de esto ha ocurrido nunca. También puedo morir mientras sueño, de un infarto, de un paro cardíaco, de lo que sea. Puedo morir de pronto y ni el sueño ni la vida tendrán importancia. Dormir largo sin imágenes ni pesadillas. Descansar para siempre de lo que no ha ocurrido nunca.
– Gato -insistió el otro.
Se había movido por fin, dando un par de pasos dentro de la habitación. Quihubo, dijo. El Güero era de los nuestros. Muy raza. Acuérdate: la sierra, El Paso, la raya del Bravo. Las copas. Y ésta era su hembra. Mientras iba diciendo todo eso, sacaba un revólver Python del cinto y se lo apuntaba a Teresa a la frente. Quita que no te salpique, carnal, y apaguemos. Pero el Gato Fierros tenía otra idea entre ceja y ceja y se le encaraba, peligroso y bravo, con un ojo puesto en Teresa y el otro en el compadre. -Va a morirse igual -dijo- y sería un desperdicio.
Apartó el Python de un manotazo, y Pote Gálvez se los quedó mirando alternativamente a Teresa y a él, indeciso, gordo, los ojos oscuros de recelo indio y gatillo norteño, gotas de sudor entre los pelos del espeso bigote, el dedo fuera del revólver y el cañón hacia arriba como si fuera a rascarse con él lá cabeza. Y entonces fue el Gato Fierros quien sacó su escuadra, una Beretta grande y plateada, y se la puso al otro delante, apuntándole a la cara, y le dijo riéndose que o se calzaba también a la morra aquella para andar iguales, o, si era de los que preferían batear por la zurda, entonces que se quitara de en medio, cabrón, porque de lo contrario allí mero se fajaban a plomazos como gallos de palenque. De ese modo Pote Gálvez miró a Teresa con resignación y vergüenza; se quedó así unos instantes y abrió la boca para decir algo; pero no dijo nada, y en vez de eso se guardó despacio el Python en la cintura y se apartó despacio de la cama y se fue despacio a la puerta, sin volverse, mientras el otro sicario seguía apuntándole guasón con su pistola y le decía luego te invito un Buchanan's, mi compa, para consolarte de que te hayas vuelto joto. Y al desaparecer en la otra habitación Teresa oyó el estrépito de un golpe, algo que se rompía en astillas, tal vez la puerta del armario cuando Pote Gálvez la perforaba de un puñetazo a la vez poderoso e impotente, que por alguna extraña razón ella agradeció en sus adentros. Pero no tuvo tiempo de pensar más en eso, porque ya el Gato Fierros le quitaba los liváis, o más bien se los arrancaba a tirones, y levantándole a medias la camiseta le acariciaba con violencia los pechos, y le metía el caño de la pistola entre los muslos como si fuera a reventarla con él, y ella se dejaba hacer sin un grito ni un gemido, los ojos muy abiertos y mirando el techo blanco de la habitación, rogándole a Dios que todo ocurriera rápido y que luego el Gato Fierros la matara aprisa, antes de que todo aquello dejara de parecer una pesadilla en mitad del sueño para convertirse en el horror desnudo de la puerca vida.