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– Parece apropiado -respondió Teresa.

– Sí. La ventaja es que ahora hay mucho movimiento de bancos españoles con las Caimán, y podemos camuflarnos entre ellos para las primeras entradas de dinero. Tengo un buen contacto en Georgetown: Mansue Johnson e Hijos. Consejeros de bancos, asesores fiscales y abogados. Hacen paquetes completos a medida.

– ¿No es complicarse mucho la vida? -preguntó Pati. Fumaba un cigarrillo tras otro, acumulando colillas en el plato de su taza de café.

Teo había dejado la pluma sobre el cuaderno. Encogió los hombros.

– Depende de vuestros planes para el futuro. Lo que os hizo Eddie vale para el estado actual de los negocios: sota, caballo y rey. Pero si las cosas van a más, haréis bien en preparar una estructura que luego absorba cualquier ampliación, sin prisas y sin improvisaciones. -¿Cuánto tardarías en tenerlo todo a punto? -quiso saber Teresa.

La sonrisa de Teo era la misma de antes: contenida, un poco vaga, muy diferente a otras sonrisas de hombres que conservaba en la memoria. Y seguía gustándole; o tal vez es que ahora le gustaba esa clase de sonrisas porque no significaban nada. Simple, limpia, automática. Más un gesto educado que otra cosa, como el brillo de una mesa barnizada o la carrocería de un auto nuevo. No tenía nada comprometedor detrás: ni simpatía, ni sueños, ni debilidad, ni flaqueza, ni obsesiones. No pretendía engañar, convencer ni seducir. Sólo estaba allí porque iba ligada al personaje, nacida y educada con él como sus modales corteses o el nudo bien hecho de la corbata. El jerezano sonreía igual que trazaba aquellas líneas rectas en las hojas blancas del cuaderno. Y eso a Teresa la tranquilizaba. Para entonces había leído, y recordaba, y sabía mirar. La sonrisa de aquel hombre era de las que colocaban las cosas en su justo término. No sé si ocurrirá con él, se dijo. En realidad no sé si volveré a coger con alguien; pero si lo hago será con tipos que sonrían así.

– Según lo que tardéis en darme dinero para empezar. Un mes, como mucho. Está en función de que viajéis para los trámites, o hagamos venir a la gente apropiada, aquí o a un sitio neutral. Con una hora de firmas y papeleo estará todo resuelto… También es preciso saber quién se hace cargo de todo.

Se quedó a la espera de una respuesta. Lo había dicho en tono casual, ligero. Un detalle sin demasiada importancia. Pero seguía esperando y las miraba.

– Las dos -dijo Teresa-. Estamos juntas en esto. Teo tardó unos segundos en contestar. -Comprendo. Pero necesitamos una sola firma. Alguien que emita los faxes o haga la llamada telefónica oportuna. Hay cosas que yo puedo hacer, claro. Que tendré que hacer, si me dais poderes parciales. Pero una de vosotras debe tomar las decisiones rápidas.

Sonó la risa cínica de la Teniente O'Farrell. Una pinche risa de ex combatiente que se limpia con la bandera. -Eso es asunto suyo -señalaba a Teresa con el cigarrillo-. Los negocios exigen madrugar, y yo me levanto tarde.

Miss American Express. Teresa se preguntaba por qué Pati decidía jugar a eso, y desde cuándo. Adónde la empujaba a ella y para qué. Teo se echó atrás en la silla. Ahora repartía sus miradas al cincuenta por ciento. Ecuánime.

– Es mi obligación decirte que así lo dejas todo en sus manos.

– Claro.

– Bien -el jerezano estudió a Teresa-. Asunto resuelto, entonces.

Ya no sonreía, y su expresión era valorativa. Se hace las mismas preguntas respecto a Pati, se dijo Teresa. A nuestra relación. Calcula pros y contras. Hasta qué punto puedo dar beneficios. O problemas. Hasta qué punto puede darlos ella.

Entonces intuyó muchas de las cosas que iban a pasar.

Pati los miró largamente al salir de la reunión: cuando bajaban los tres en el ascensor y al cambiar las últimas impresiones paseando por los muelles del puerto deportivo, con Eddie Álvarez receloso y marginado en la puerta del bar Ke como quien acabara de recibir una pedrada y temiese otra, el fantasma de Punta Castor y quizá el recuerdo del sargento Velasco y de Cañabota agarrándolo por el gaznate. Pati tenía el aire pensativo, los ojos entornados y marcándole arruguitas, con un apunte de interés o de diversión, o de las dos cosas -interés divertido, diversión interesada- bailándole dentro, en alguna parte de aquella cabeza extraña. Era como si la Teniente O'Farrell sonriera sin hacerlo, burlándose un poco de Teresa, y también de ella misma, de todo y de todos. El caso es que estuvo observándolos así al salir de la reunión en el apartamento de Sotogrande, como si acabara de sembrar mota en la sierra y esperase el momento de levantar la cosecha, y continuó haciéndolo durante la conversación con Teo frente al puerto, y también durante semanas y meses, cuando Teresa y Teo Aljarafe empezaron a acercarse uno al otro. Y de vez en cuando a Teresa se le ahumaba el pescado y entonces iba a encararse con Pati para decir quihubo, vieja cabrona, desembucha lo que sea. Y entonces la otra sonreía de una manera distinta, abierta, como si ya no tuviera nada que ver. Decía ja, ja, encendía un cigarrillo, tomaba una copa, picaba bien menudita y pareja una culebrilla de coca o se ponía a hablar de cualquier cosa con aquella frivolidad suya tan perfecta -Teresa lo había adivinado con el tiempo y la costumbre- que nunca era frívola del todo, ni tampoco del todo sincera; o volvía a ser a veces, por un rato, la del principio: la Teniente O'Farrell distinguida, cruel, mordaz, la camarada de siempre, con ese atisbo de oscuridades que se dibujaban detrás, apuntalando la fachada. Después, y respecto a Teo Aljarafe, Teresa llegó a plantearse hasta qué punto su amiga había previsto, o adivinado, o propiciado -sacrificándose al propio designio como quien acepta las cartas de tarot que ella misma pone boca arriba-, muchas de las cosas que llegaron a ocurrir entre los dos, y que en cierto modo ocurrieron también entre los tres.

Teresa veía con frecuencia a Oleg Yasikov. Simpatizaba con aquel ruso grande y tranquilo, que veía el trabajo, el dinero, la vida y la muerte con una desapasionada fatalidad eslava que a ella le recordaba el carácter de ciertos mejicanos norteños. Se quedaban a tomar café o a dar un paseo después de alguna reunión de trabajo, o iban a cenar a casa Santiago, en el paseo marítimo de Marbella -al ruso le gustaban las colas de cigala al vino blanco-, con los guardaespaldas paseando por la acera de enfrente, junto a la playa. No era hombre de muchas palabras; pero cuando estaban a solas y charlaban, Teresa le oía decir, sin darles importancia, cosas que luego la tenían largo rato cavilando. Nunca intentaba convencer a nadie de nada, ni oponer un argumento a otro. No suelo discutir, comentaba. Me dicen ya será menos y digo ah, pues será. Después hago lo que creo conveniente. Aquel tipo, comprendió pronto Teresa, tenía un punto de vista, una manera precisa de entender el mundo y a los seres que lo poblaban:

no la pretendía ni razonable, ni piadosa. Sólo útil. A ella ajustaba su comportamiento y su objetiva crueldad. Hay animales, decía, que se quedan en el fondo del mar dentro de una concha. Otros salen exponiendo su piel desnuda y se la juegan. Algunos alcanzan la orilla. Se ponen en pie. Caminan. La cuestión es ver cuánto de lejos llegas antes de que se acabe el tiempo de que dispones. Sí. Lo que duras y qué consigues mientras duras. Por eso todo lo que ayuda a sobrevivir es imprescindible. Lo demás es superfluo. Prescindible, Tesa. En mi trabajo, como en el tuyo, hay que ajustarse al marco simple de esas dos palabras. Imprescindible. Prescindible. ¿Comprendes?… Y la segunda de esas palabras incluye la vida de los demás. O a veces la excluye.

Y no era tan hermético Yasikov, después de todo. Ningún hombre lo era. Teresa había aprendido que son los silencios propios, hábilmente administrados, los que hacen que los otros hablen. Y de ese modo, poco a poco, fue aproximándose al gangster ruso. Un abuelo de Yasikov había sido cadete zarista en tiempos de la Revolución bolchevique; y durante los difíciles años que siguieron, la familia conservó la memoria del joven oficial. Como muchos de los hombres de su clase, Oleg Yasikov admiraba el valor -eso, confesaría al fin, era lo que le hizo simpatizar con Teresa-; y una noche de vodka y conversación en la terraza del bar Salduba de Puerto Banús, ella detectó cierta vibración sentimental, casi nostálgica, en la voz del ruso cuando éste se refirió en pocas palabras al cadete y luego teniente del regimiento de caballería Nikolaiev, que tuvo tiempo de engendrar un hijo antes de desaparecer en Mongolia, o Siberia, fusilado en 1922 junto al barón Von Ungern. Hoy es el cumpleaños del zar Nicolás, dijo de pronto Yasikov, la botella de Smirnoff dos tercios vacía, volviendo el rostro a un lado como si el espectro del joven oficial del ejército blanco estuviese a punto de aparecer al extremo del paseo marítimo, entre los Rolls Royce y los Jaguar y los grandes yates. Luego levantó pensativo el vaso de vodka, mirándolo al trasluz, y lo mantuvo en alto hasta que Teresa hizo tintinear el suyo contra él, y ambos bebieron mirándose a los ojos. Y aunque Yasikov sonreía burlándose de sí mismo, ella, que apenas sabía nada del zar de Rusia y mucho menos de los abuelos oficiales de caballería fusilados en Manchuria, comprendió que, pese a la mueca del ruso, éste ejecutaba un serio ritual intimo donde ella intervenía de alguna forma privilegiada; y que su gesto de entrechocar el vaso era acertado, porque la aproximaba al corazón de un hombre peligroso y necesario. Yasikov volvió a llenar los vasos. Cumpleaños del zar, repitió. Sí. Y desde hace casi un siglo, incluso cuando esa fecha y esa palabra estaban proscritas en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, paraíso del proletariado, mi abuela y mis padres y después yo mismo brindábamos en casa con un vaso de vodka. Sí. A su memoria y a la del cadete Yasikov, del regimiento de caballería Nikolaiev. Todavía lo hago. Sí. Como ves. Esté donde esté. Sin abrir la boca. Incluida una vez durante los once meses que pasé pudriéndome de soldado. Afganistán. Después sirvió más vodka, hasta acabar la botella, y Teresa pensó que cada ser humano tiene su historia escondida; y que cuando una era lo bastante callada y paciente podía acabar conociéndola. Y que eso era bueno y aleccionador. Sobre todo era útil.

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