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Luchó con la tentación de encender otro cigarrillo. Santa Virgencita. Santo Patrón. A través de las ventanas podía ver las velas que alumbraban dentro de la capilla. El santo Malverde había sido en vida mortal Jesús Malverde, el buen bandido que robaba a los ricos, decían, para ayudar a los pobres. Los curas y la autoridad nunca lo reconocieron santo; pero los curas y la autoridad no tenían ni idea de esas cosas, y el pueblo lo canonizó por cuenta propia. Tras su ejecución, el Gobierno había ordenado que no se diera sepultura al cuerpo, para escarmiento; pero la gente que pasaba junto al lugar iba poniendo piedras, una sola cada vez para no incumplir, hasta que de esa manera se le dio tierra cristiana, y luego se hizo la capilla y lo demás. Entre la raza pesada de Culiacán y todo Sinaloa, Malverde era más popular y milagroso que el propio Diosito o la Señora de Guadalupe. La capilla estaba llena de placas y exvotos agradeciendo los milagros: pelo de plebito por un parto feliz, camarones en alcohol por una buena pesca, fotos, estampas. Pero sobre todo el santo Malverde era patrón de los narcos sinaloenses, que acudían para encomendarse y dar gracias, con donativos y placas grabadas o escritas a mano después de cada retorno feliz y cada negocio provechoso. Gracias patronsito por sacarme de presidio, podía leerse, pegado a la pared junto a la imagen del santo -moreno, bigotudo, vestido de blanco y con elegante mascada negra al cuello-, o Gracias por aqueyo que tú sabes. Los tipos más duros, los peores criminales del llano y de la sierra, llevaban su foto en cinturones, escapularios, gorras de béisbol y coches, lo nombraban persignándose, y muchas madres acudían a rezar a la capilla cuando sus hijos hacían el primer viaje o andaban en la cárcel o en algo gacho. Había gatilleros que pegaban la estampa de Malverde en las cachas de la pistola o en la culata del cuerno de chivo. E incluso el Güero Dávila, que decía no creer en esas cosas, llevaba en el tablero de mandos de la avioneta una foto del santo enmarcada en cuero, con la oración Dios vendiga mi camino y permita mi regreso: tal cual, con falta de ortografía incluida. Teresa se la había comprado al santero de la capilla luego que durante algún tiempo, al principio, estuvo acudiendo allí a escondidas, a encender velas cuando el Güero pasaba días sin volver a casa. Hizo eso hasta que él se enteró, prohibiéndoselo. Supersticiones idiotas, prietita. Chale. No me gusta que mi mujer haga el ridículo.

Pero el día que ella le llevó la foto con la oración, no dijo nada, ni se burló siquiera, y la puso en el tablero de la Cessna.

Cuando los faros se apagaron después de iluminar la capilla con dos ráfagas largas, Teresa ya apuntaba la Doble Águila hacia el coche. Tenía miedo, pero eso no le impedía sopesar los pros y los contras, calibrando las apariencias bajo las que el peligro podía presentarse. Su cabeza, habían descubierto tiempo atrás quienes la emplearon de cambista frente al mercadito Buelna, era muy dotada para el cálculo: A + B igual a X, más Z probabilidades hacia adelante y hacia atrás, multiplicaciones, divisiones, sumas y restas. Y eso la ponía otra vez ante La Situación. Habían transcurrido al menos cinco horas desde que sonó el teléfono en la casa de Las Quintas, y un par de ellas desde el primer disparo en la cara del Gato Fierros. Pagada la cuota de horror, de desconcierto, ahora todos los recursos de su instinto y su inteligencia estaban entregados a mantenerla viva. Por eso no le temblaba la mano. Por eso quería rezar, sin conseguirlo, y en cambio recordaba con absoluta precisión que había quemado cinco balas, que le quedaban una en la recámara y diez en el cargador, que el retroceso de la Doble Águila era muy fuerte para ella, y que la próxima vez debía apuntar algo más abajo del blanco si no quería fallar el tiro; con la mano izquierda no bajo la culata, como en las películas, sino encima de la muñeca derecha, afirmándola a cada disparo. Aquélla era la última oportunidad, y lo sabia. Que su corazón latiera despacio, que la sangre circulara tranquila y los sentidos anduvieran alerta, marcarla la diferencia entre estar viva o estar en el piso una hora más tarde. Por eso se había dado un par de pericazos rápidos del paquete que llevaba en la bolsa. Y por eso, cuando llegó la Suburban blanca, había apartado instintivamente los ojos de la luz para no deslumbrarse; y ahora miraba de nuevo por encima del arma, un dedo en el gatillo, retenido el aliento, atenta al primer indicio de que algo anduviese cabrón. Lista para disparar contra cualquiera.

Sonaron las portezuelas. Contuvo el aliento. Una, dos, tres. Híjole. Tres siluetas masculinas de pie junto al coche, iluminadas en contraluz por las farolas de la calle. Elegir. Había creído estar a salvo de eso, al margen, mientras alguien lo hacía por ella. Tú tranquila, prietita -aquello era al principio-. Limítate a quererme, y yo me ocupo. Era dulce y cómodo. Era engañosamente seguro despertarse de noche y escuchar la respiración tranquila del Hombre. Ni siquiera el miedo existía entonces; porque el miedo es hijo de la imaginación, y allí sólo había horas felices que pasaban como un bolero bonito o el agua mansa. Y era fácil la trampa: su risa cuando la abrazaba, los labios al recorrer su piel, la boca susurrando palabras tiernas o atrevidas bien requeteabajo, entre sus muslos, muy cerca y bien adentro, como si fuera a quedarse allá para siempre -si vivía lo bastante para olvidar, aquella boca sería lo último que ella olvidaría-. Pero nadie se queda para siempre. Nadie está a salvo, y toda seguridad es peligrosa. De pronto despiertas con la evidencia de que resulta imposible sustraerse a la mera vida; de que la existencia es camino, y que caminar implica elección continua. O esto o lo otro. Con quién vives, a quién amas, a quién matas. Quién te mata. Queriendo o sin querer, cada cual recorre sus propios pasos. La Situación. A fin de cuentas, elegir. Tras dudar un instante, apuntó la pistola hacia la más corpulenta y grande de las tres siluetas masculinas. Resultaba mejor blanco, y además era el jefe.

– Teresita-dijo don Epifanio Vargas.

Aquella voz conocida, tan familiar, removió algo dentro de ella. Sintió que las lágrimas -era demasiado joven, y las había creído ya imposibles- le enturbiaban la vista. Inesperadamente se volvió frágil; quiso comprender por qué, y en el empeño también se le hizo tarde para evitarlo. Pinche perra, se dijo. Maldita chava estúpida. Si algo sale mal, la regaste. Las luces lejanas de la calle se desgarraban ante sus ojos, y todo se volvió confusión de reflejos líquidos y sombras. De pronto no tuvo delante nada a lo que apuntar. Así que bajó la pistola. Por una lágrima, pensó, resignada. Ahora me pueden matar por una pinche lágrima.

– Son malos tiempos.

Don Epifanio Vargas dio una chupada larga al cigarro habano y estuvo mirando la brasa, pensativo. En la penumbra de la capilla, las velas y lamparitas encendidas iluminaban su perfil aindiado, el pelo muy negro, espeso y peinado hacia atrás, el mostacho norteño afirmando un físico que a Teresa siempre le recordaba el de Emilio Fernández o Pedro Armendáriz en las viejas películas mejicanas que ponían en la tele. Debía de andar por los cincuenta y era grande y ancho, con manos enormes. En la izquierda sostenía el habano, y en la derecha la agenda del Güero.

Antes, por lo menos, respetábamos a los niños y a las mujeres.

Movía la cabeza, evocador y triste. Teresa sabía que ese antes se remontaba al tiempo en que, siendo un joven campesino de Santiago de los Caballeros y harto de pasar hambre, Epifanio Vargas cambió la yunta de bueyes y las milpas de maíz y frijoles por las matas de mariguana, desmachó semillas para limpiar la mota, se rifó la vida vendiendo y se la quitó a cuantos pudo, y al fin anduvo de la sierra al llano, instalándose en Tierra Blanca cuando las redes de contrabandistas sinaloenses empezaban a encaminar hacia el norte, junto a sus ladrillos de colas de borrego, los primeros polvitos blancos que llegaban en barco y por avión desde Colombia. Para los hombres de la generación de don Epifanio, que después de cruzar el Bravo a nado con fardos a la espalda habitaban ahora lujosas fincas de la colonia Chapultepec, y tenían hijos fresitas que iban a colegios de lujo conduciendo sus propios autos o estudiaban en universidades norteamericanas, aquél fue el tiempo lejano de las grandes aventuras, los grandes riesgos y las grandes riquezas hechas de la noche a la mañana: una operación con suerte, una buena cosecha, un cargamento afortunado. Años de peligro y dinero jalonando una vida que en la sierra no habría sido más que existencia miserable. Vida intensa y a menudo corta; porque sólo los más duros de esos hombres lograron sobrevivir, establecerse y delimitar el territorio de los grandes cárteles de la droga. Años en los que todo estaba por definirse. Cuando nadie ocupaba un lugar sin empujar a otros, y el error o el fracaso se pagaban al contado. Pero se pagaba con la mera vida. Ni menos, ni más.

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