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Ahorcados, la balandra española

“Mulata”, de ocho cañones, fue

atacada por el brick-goleta inglés “Undated”, de doce, que se

había acercado bajo engaño de

bandera francesa e intentaba

apresarla. Pese a la diferencia

de porte sostúvose vivísimo fuego con mucho daño por ambas partes, y también un intento de

abordarse de los ingleses, que

lograron meter tres hombres en

la balandra, siendo los tres

muertos y arrojados al mar. Separáronse las embarcaciones y

prosiguió el combate muy encarnizado por espacio de media hora, hasta que la “Mulata”, pese

al viento contrario, pudo pasar

a este lado de los freos gracias

a una maniobra de notorio riesgo, consistente en meterse por

el freo del medio, con sólo cuatro brazas de fondo en la medianía y muy cerca del arrecife de

la Barqueta; maniobra peritísima que dejó al otro lado al

inglés, cuyo capitán no osó seguir adelante por las condiciones del viento y lo incierto del

fondo, pudiendo arribar la “Mulata” a este puerto de Ibiza

con cuatro hombres muertos y once heridos a bordo y sin otra

novedad…’

Coy le devolvió la copia del informe a Tánger. Sonreía. Años atrás, en un velero de poca eslora y calado, había pasado el freu medio por aquel mismo sitio. Cuatro brazas eran poco más de seis metros, y además la sonda disminuía rápidamente a partir del centro a uno y otro lado. Recordaba bien la visión siniestra del fondo a través del agua transparente. Una balandra artillada podía calar tres metros, y el viento contrario dificultaba un rumbo en línea recta; así que, fuera o no fuera el mismo hombre, pilotín Miguel Palau o capitán M. Palau, quien patroneaba la “Mulata” tenía nervios bien templados.

– Quizá el nombre sólo sea una coincidencia.

– Puede -Tánger releía pensativa la fotocopia antes de devolverla al cajón-. Pero me gusta creer que era él.

Estuvo callada un instante y luego se volvió hacia el portillo, a mirar la línea de la costa que la bruma ya desvelaba limpia y libre, hacia la amura de babor, con el sol iluminando la piedra oscura del cabo Negrete:

– … Me gusta creer que ese pilotín volvió al mar, y que siguió siendo un hombre valiente.

Durante ocho días peinaron la nueva zona de búsqueda con la Pathfinder, franja a franja, con rumbos de norte a sur, empezando por el este, en sondas que iban de los 80 a los 18 metros. Más profundo y abierto a los vientos y a las corrientes que le ensenada de Mazarrón, el lugar se veía agitado por incómodas marejadas que entorpecían y retrasaban el trabajo. El fondo era irregular, de piedra y arena; y tanto el Piloto como Coy tenían que hacer muchas inmersiones -que la excesiva profundidad hacía necesariamente breves- para comprobar irregularidades detectadas por la sonda, incluida una vieja ancla solitaria que les hizo concebir esperanzas hasta que la identificaron como una de almirantazgo con cepo de hierro: un modelo posterior al siglo XVIII. De este modo terminaban exasperados y exhaustos, echando el fondeo al redoso del cabo Negrete las noches de poco viento, o al resguardo de levantes y lebeches en el puertecito de Cabo Palos. Los partes meteorológicos anunciaban la formación de un centro de bajas presiones en el Atlántico; y si la borrasca no se desviaba hacia el nordeste de Europa, sus efectos tardarían menos de una semana en llegar al Mediterráneo, obligándolos a suspender la búsqueda por algún tiempo. Todo eso los volvía nerviosos e irritables; el Piloto pasaba días enteros sin abrir la boca, y Tánger mantenía su obstinada vigilancia de la sonda con actitud sombría, como si cada jornada transcurrida arrancase otro jirón de esperanza. Una tarde Coy echó un vistazo al cuaderno donde ella había estado anotando los resultados de la exploración, y encontró las hojas llenas de garabatos incomprensibles, espirales y cruces siniestras. También había una cara de mujer espantosamente deformada, con trazos tan fuertes que en algunas líneas rasgaban el papel. Una mujer que parecía gritar al vacío.

Las noches no eran mucho más agradables. El Piloto decía buenas noches y cerraba su puerta a proa, y ellos dos se acostaban cansados, la piel oliendo a sudor y a sal, sobre las colchonetas de uno de los camarotes de popa. Se encontraban en silencio, buscándose con una urgencia tan extrema que parecía artificial, para encajar uno en otro de forma intensa y brutal, rápida, sin palabras. Cada vez Coy intentaba prolongar el instante, sujetar a Tánger entre sus brazos, acorralarla contra el mamparo, controlar el cuerpo y la mente de aquella desconocida. Pero ella se debatía, escapaba, procuraba acelerar el proceso, no poner en ello más que aliento y carne, lejana la cabeza, inaccesible el pensamiento. En ocasiones Coy creía tenerla por fin, atento al ritmo de su respiración, a los besos de su boca abierta, a la presión de los muslos desnudos alrededor de su cintura. Oprimía con los labios el cuello o los senos de la mujer y la sujetaba firme, poderosamente, aferradas las muñecas, sintiendo latir su pulso en la lengua y en la ingle, clavándose hondo en ella como si pretendiera llegar al corazón, y empapárselo hasta lograr que fuese tan suave como aquel interior húmedo y aquella boca. Pero ella retrocedía, debatiéndose para huir del abrazo; e incluso atrapada, prisionera, le negaba en última instancia el pensamiento que él se esforzaba en capturar. Los ojos, mirándolo fijos en las sombras, relucientes e inalcanzables, se transfiguraban ausentes, más allá de Coy y del barco y del mar: absortos en maldiciones arcanas de soledad y negrura. Y entonces abría la boca para gritar como la mujer que él había sorprendido en el dibujo; para gritar un grito de silencio que resonaba en las entrañas del hombre como el más doloroso de los insultos. Coy sentía correr aquel lamento por sus venas, y se mordía los labios reprimiendo una angustia que le inundaba el pecho y la nariz y la boca; igual que si estuviera hundiéndose, sofocado, en un mar de tristeza densa. Tenía ganas de llorar al modo de cuando era niño, con lágrimas bien grandes y copiosas, incapaz de entibiar el escalofrío de tantas soledades. Aquél era demasiado peso. Sólo había leído unos cuantos libros y navegado unos cuantos años y entrado en unas cuantas mujeres; por eso creía carecer de palabras, y de gestos, y también creía que hasta sus propios silencios resultaban toscos. Sin embargo, habría dado la vida por llegar hasta dentro de ella, infiltrado por los tejidos de su carne, y acercarse a su cerebro desnudo para lamerlo despacio, suavemente, con toda la ternura de que era capaz, limpiándolo de todo lo que cientos de años, miles de hombres, millones de vidas, habían ido dejando allí como un lastre, una escoria, un tumor doloroso y maligno. Y de ese modo Coy, después de cada vez, tras el último estremecimiento de la mujer, insistía tenaz, olvidado de sí mismo, acicateado por la desesperación, cuando ella cesaba de agitarse para quedar inmóvil, respirando con dificultad en busca del aliento perdido; y él, o sus células vivas y su sangre y su memoria, concluían que la amaban más que a ninguna otra persona o cosa. Pero ella se había ido demasiado lejos, y él no existía; era un intruso en ese mundo y en tal instante. Y así sería, pensaba entristecido, el final de todo: no un estruendo, sino un casi imperceptible suspiro. En ese minuto de indiferencia, puntual como una condena, todo moría en ella; todo quedaba en suspenso mientras el latido de su pulso recobraba la normalidad. Y de nuevo la piel del hombre era consciente del portillo abierto a la noche, y del frío que reptaba desde el mar a la manera de una maldición bíblica. Eso lo arrojaba sobre una desolación árida como una superficie de mármol: pulida, inmensa, perfecta. Un mar de los Sargazos aterradoramente inmóvil, una carta esférica rotulada con nombres como los que inventaban los antiguos navegantes: Punta Decepción, bajo de la Soledad, bahía Amarga, isla de Guárdenos Dios… Después ella lo besaba antes de volverle la espalda, y él se quedaba boca arriba oscilando entre el odio hacia aquel último beso y el desprecio de sí mismo; una mano apoyada en la cadera próxima, desnuda y dormida. Los ojos abiertos en la oscuridad, oyendo el rumor del agua contra el casco del “Carpanta” y el viento arreciar en la jarcia. Pensando que nadie fue capaz nunca de dibujar la carta esférica que permite navegar a través de una mujer. Y con la certeza de que Tánger iba a salir de su vida sin que él llegara a poseerla nunca.

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