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Se calló, al advertir un estremecimiento en su propia voz. Marinos. A fin de cuentas aquellos hombres eran marinos, como él. Buenos marinos. Podía notar hasta el último de sus miedos y sensaciones con tanta exactitud como si él mismo hubiera estado a bordo del “Dei Gloria”.

Tánger lo miraba con atención.

– Cuentas bien las cosas, Coy.

Él se tocó la nariz. Contemplaba a través del portillo la luz abriéndose paso entre la bruma, a medida que el sol ascendía sobre el difuso círculo gris. También veía la proa del corsario “Chergui” apareciendo poco a poco ante una de las portas abiertas del bergantín.

– No es difícil -dijo-… En cierto modo no es difícil.

Entornaba los ojos. Sentía la boca seca, el sudor en el torso desnudo, empapado el trapo que acababa de anudarse en torno a la frente. Porque en ese momento, inclinado tras el negro cañón de cuatro libras entre el humo de las mechas encendidas, escuchaba la respiración de sus compañeros agazapados junto a la cureña con el atacador, la lanada y el sacatrapos a punto, listos para aflojar trincas, limpiar, cargar y disparar de nuevo.

– De cualquier modo -añadió tras unos instantes-, yo no digo que las cosas ocurrieran así.

– ¿Y cómo explicas la posición del pilotín?

Coy encogió los hombros. El fragor del cañoneo y los astillazos que sonaban en su cabeza se apagaron lentamente. Ahora su dedo indicaba un punto sobre la carta, antes de describir una línea diagonal hacia el sudoeste.

– Igual que la explicamos antes -dijo-. Con la diferencia de que el viento que soplaba tras el naufragio, haciendo derivar el esquife, no era noroeste, sino nordeste. El terral de la madrugada pudo rolar unas cuartas a levante cuando el sol estuvo alto: entonces arrastró al pilotín mar adentro, acercándolo a la vertical de Cartagena, unas pocas millas al sur, donde al día siguiente fue rescatado.

Tampoco eso era difícil de imaginar, pensó, observando la línea de deriva sobre el papel marcado con los números de las sondas. El muchacho solo en su botecito al garete, aturdido, achicando agua. El sol y la sed, el mar inmenso y la costa cada vez más lejana, inalcanzable. La duermevela boca abajo para evitar que las gaviotas le picoteasen la cara, la cabeza alzada de vez en cuando para mirar alrededor, abatida luego con desesperanza: sólo el mar impasible, con los secretos bien guardados en sus entrañas. Y arriba, en la superficie rizada por la brisa, otro Ismael flotando sobre la tumba azul de sus camaradas.

– Es extraño que no diese la posición real del “Dei Gloria” -dijo Tánger-. Un chiquillo como él no podía ser consciente de todas las implicaciones.

– No era tan chiquillo. Embarcaban muy jóvenes, y después de cuatro o cinco en el mar, maduraban aprisa. Aquéllos eran hombres de una pieza. Marinos de verdad.

Ella movía la cabeza, convencida.

– Aun así -dijo- resulta asombroso el modo en que guardó silencio… Era alumno de náutica: tenía que saber que la longitud no se refería al meridiano de Cádiz… Y sin embargo supo callar, y engañó a los investigadores. No hay en el acta del interrogatorio ni una sombra de duda.

Era cierto. Habían estado repasando los documentos, la declaración del náufrago, el informe oficial: ni una sola contradicción. El pilotín se había mantenido firme en cuanto a latitud y longitud. Y tenía en el bolsillo el papel anotado como prueba.

– Era un buen chico -añadió Tánger, pensativa-. Un muchacho leal.

– Eso parece.

– Y muy listo. ¿Recuerdas su declaración?… Había del cabo que está al nordeste, pero no lo nombra. Por la posición que dio, todos creyeron que se trataba del cabo Tiñoso. Pero él se guardó bien de corregirlos. Nunca llegó a decir qué cabo era.

Coy miraba otra vez el mar a través del portillo.

– Supongo -dijo- que ése fue su modo de seguir luchando.

El sol ya estaba alto y la bruma se desvanecía. El perfil oscuro de la costa iba precisándose por el través de babor: la Punta de la Chapa, con su faro blanco a levante de la bahía de Portman; el antiguo Portus Magnus, con los escombros de las minas abandonadas sobre la vieja calzada romana, y el fango cegando la ensenada donde, ya antes de que naciera Cristo, naves con ojos pintados a proa cargaban lingotes de plata.

– Me pregunto qué sería del chico.

Se refería a la desaparición del hospital de marina. Respecto a eso, Tánger tenía su propia teoría; así que la expuso, dejando a Coy, como de costumbre, el trabajo de rellenar los espacios en blanco. En síntesis, a principios de febrero de 1767 los jesuitas todavía contaban con mucho dinero y poder en todas partes, incluido el departamento marítimo de Cartagena. No era difícil sobornar a las personas adecuadas, y asegurar una discreta retirada del pilotín a segundo plano: bastaba un coche de caballos y garantías para cruzar las puertas de la ciudad. Sin duda agentes de la Compañía lo hicieron salir del hospital antes de que sufriera un nuevo interrogatorio, llevándolo lejos, a salvo, al día siguiente de su rescate en el mar. Desaparecido sin licencia, estaba anotado en el expediente: algo irregular para un jovencísimo marino mercante sometido a investigación por la Armada. Pero el “desaparecido sin licencia” había sido corregido más tarde por mano anónima, sustituyéndolo un “dado de alta con licencia”. Ahí se perdía el rastro.

Era fácil, pensaba Coy al escuchar el relato de Tánger. Todo encajaba, y también eso podía imaginarlo sin trabajo: la noche, los corredores desiertos del hospital, la luz de una vela. Centinelas o guardianes cegados con oro, alguien que llega embozado y con instrucciones precisas, el chico rodeado de gente segura. Luego, las calles vacías, el conciliábulo clandestino en el convento jesuita de la ciudad. Un interrogatorio grave, rápido, tenso, y ceños que se desfruncen al averiguar que el secreto sigue bien guardado. Tal vez palmadas en la espalda, manos admiradas que se posan en su hombro. Buen chico. Buen y valiente chico. Y después de nuevo la noche, y gente que desde una esquina en sombras hace la señal: sin novedad. El coche de caballos, las puertas de la ciudad, el campo abierto y el cielo lleno de estrellas. Y un marino de quince años que dormita en el asiento, acostumbrado desde niño a peores balanceos que ése, velado en el sueño por los espectros de sus camaradas muertos. Por la sonrisa triste del capitán Elezcano.

– Sin embargo -concluyó Tánger-, hay algo… Quizá divertido, o curioso. El pilotín se llamaba Miguel Palau, ¿recuerdas?… Era sobrino del armador valenciano del “Dei Gloria”, Luis Fornet Palau. Y puede que sólo sea una coincidencia -alzó un dedo en alto, como si reclamase un momento de atención, y rebuscó entre los documentos que tenía en el cajón de la mesa de cartas-… Pero mira. Cuando estuve averiguando nombres y fechas, al consultar en Viso del Marqués unas listas de marina muy posteriores, di con una referencia a la balandra “Mulata”, de Valencia. Esa embarcación sostuvo en 1784 un combate con el brick inglés “Undated”, cerca de los Freus de Formentera. El brick quiso capturarla, pero la balandra se defendió muy bien y pudo escapar… ¿Y sabes cómo se llamaba el capitán español?… “M. Palau”, dice la referencia. Igual que nuestro pilotín. Y hasta por edad podría coincidir quince años en 1767, treinta y dos o treinta y tres en 1784…

Le había pasado a Coy una fotocopia, y éste leyó el texto: ‘“Noticia de lo ocurrido a día quince del corriente, sobre el combate mantenido por la balandra ’Mulata’ mandada por el capitán don M. Palau, con el brick inglés ’Undated’ ante la isla de los Ahorcados…”’.

– Si se trataba del mismo Palau -dijo Tánger-, tampoco se rindió esa vez, ¿verdad?

‘Se informa ante la autoridad marítima de este puerto de

Ibiza que haciendo ruta de Valencia hacia esta localidad,

cuando iba en demanda del Freo

Grande de Formentera y en la

cercanía de las Negras y los

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