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– Vino a verme hace cosa de un mes… Llegó como vienen ellos, todo muy ambiguo, con muchas cortinas de humo. Preguntando por el barco tal y el documento cual: cosas diversas que impiden hacerse idea exacta de lo que realmente buscan -a veces Gamboa le sonreía a Tánger, y sus incisivos separados acentuaban el gesto-. Trajo una lista de la compra muy extensa; y en ella, en octavo o noveno lugar, camuflado entre otras cosas, estaba el “Dei Gloria”… Yo sabía que tú andabas tras esto, pues habíamos hablado varias veces por teléfono. Y era evidente que Palermo resollaba tras una pista fresca.

Se quedó callado, mirando el pez que se debatía al extremo de un sedal. Una mojarra. El pescador, un tipo flaco de grandes patillas y camiseta blanca de tirantes, la desprendió delicadamente del anzuelo para echarla en un cubo, donde quedó agitándose con débiles coletazos entre otros reflejos de plata.

– Así que en cuanto Palermo mencionó el “Dei Gloria”, até cabos -Gamboa echó a andar de nuevo-… Luego dejé que me invitara a comer en El Faro, lo escuché atentamente, asentí con la cabeza, dije cuatro vaguedades, le di datos sobre lo que consideré menos importante de su lista, y me lo quité de encima.

– ¿Qué le dijiste del “Dei Gloria”? -preguntó Tánger.

El viento le pegaba la tela ligera de la falda a los muslos y hacía aletear el cuello de su blusa entreabierta. Estaba muy favorecida, pero no jugaba al personaje de chica atractiva, apreció Coy. Ni desvalida. Se la veía serena, competente. Franca de tú a tú con Gamboa: para qué vamos a engañarnos entre nosotros, colega, de compañera a compañero. Somos funcionarios en un mundo hostil, etcétera, qué puedo contar que tú no sepas. La vida es dura y cada quien navega como puede. Por supuesto que te tendré informado. Y te la debo.

Era lista, decidió. Era muy lista, o tal vez intuitiva hasta lo enfermizo, con un riguroso sentido de los mecanismos que rigen a los hombres. Recordó al capitán de fragata del Museo Naval de Madrid, su expresión al hablar con ella en el pasillo, frente al despacho. Sin duda una de los nuestros, almirante. Y saltaba a la vista que también con el director del observatorio las cosas funcionaban del mismo modo. Una de los nuestros.

Ahora Gamboa volvía a sonreír, como si la pregunta que ella había formulado estuviera de más.

– Le conté lo justo -dijo-. O sea, nada. Si me creyó, eso ya no lo sé… De cualquier modo, fue muy prudente al respecto -se volvió un poco hacia Coy, como si esperase confirmación a sus palabras-. Supongo que conoce a Nino Palermo.

– Lo conoce bien -dijo ella.

Demasiado rápida en puntualizar, se dijo mentalmente Coy. Observaba a Tánger y ella era consciente de que lo hacía, porque desvió con excesiva atención los ojos al mar. Tal vez yo conozca a Palermo, se repitió él, aunque no demasiado bien; pero tú lo has dicho algo pronto, preciosa. Lo has dicho tal vez un segundo antes de lo debido. Y eso no está bien. No en una chica lista como tú. Lástima que a estas alturas aún cometas ese tipo de errores. O que me tomes por gilipollas.

– No tanto -le respondió Coy a Gamboa-. En realidad no conozco a ese fulano tanto como quisiera.

– Pues debe de ser usted el único en este oficio.

– Él no es de este oficio -dijo Tánger.

El director del observatorio se los quedó mirando. De nuevo parecía reflexionar sobre la relación que se daba entre ellos dos. Por fin se dirigió a Coy:

– Gibraltareño de padre maltés y madre inglesa, o sea, tradición pirata total. Conozco a Palermo desde hace mucho, cuando yo trabajaba en ordenar los archivos del museo de Cádiz… Uno de los intentos de rescatar el “Santísima Trinidad”, tal vez el más serio, lo hizo él. El “Trinidad” fue en su tiempo el buque de guerra más grande del mundo, un navío de cuatro puentes y ciento cuarenta cañones, y se hundió cuando la batalla de Trafalgar, mientras los ingleses intentaban remolcarlo a Gibraltar -señaló un punto impreciso del mar, hacia el sudeste-… Está ahí mismo, a poca distancia de Punta Camarinal. Se quería hacer como los suecos con el “Wasa” o los ingleses con el “Mary Rose”; pero el intento, como la mayor parte de estas cosas, tropezó con la falta de entusiasmo de la Administración española, que es…

– Como el perro del hortelano -apuntó Tánger.

– Exacto. Ni come ni deja comer.

Gamboa tiró el cigarrillo consumido entre la espuma que batía las rocas de la escollera, y siguió contando. Palermo era todo un personaje en aquella zona; con ese toque mafioso, Coy entendería de qué hablaba, tan mediterráneo: Marruecos estaba cerca, a pocas millas, y desde Gibraltar y Tarifa podía verse en los días claros. Aquélla era la frontera de Europa. Palermo había fundado Deadman's Chest hacía seis u ocho años, y era conocido por su falta de escrúpulos. Tenía intereses en Ceuta, Marbella y Sotogrande, y trabajaba con gente peligrosa de ambos lados del Estrecho, asesorado por un bufete de especialistas en contrabando y sociedades fantasmas que le sacaban las castañas del fuego cuando llegaba demasiado lejos.

– No se ha podido probar; pero se le atribuye, entre otros desmanes, el saqueo clandestino de los restos del “Nuestra Señora de Cillas”, un galeón de Veracruz que naufragó en 1675 en la broa de Sanlúcar con un cargamento de lingotes de plata -Gamboa torció el gesto-. No era una gran fortuna; pero, al sacarla, sus buceadores destrozaron el barco, dejándolo inútil para cualquier rescate arqueológico serio… De esas canalladas le suponemos varias.

– ¿Es eficaz? -quiso saber Coy.

– ¿Palermo?… Eficacísimo -Gamboa miró a Tánger como si esperase que confirmara sus palabras, pero ella permaneció en silencio-… Tal vez el mejor de los que vemos moverse por aquí. Ha trabajado en naufragios de todo el mundo, e hizo dinero combinando esa actividad con el reflotamiento y desguace de buques hundidos… Hace tiempo quiso asociarse a uno de los intentos de la gente de Fisher, con quien estuvo de buzo en el rescate del “Atocha”. Pretendían hacer una campaña en la desembocadura del Guadalquivir, donde calcularon ochenta naufragios de barcos que iban a descargar a Sevilla con más oro dentro, ja, ja, que el Banco de España. Pero esto no es Florida: faltó la autorización oficial… También hubo otros problemas. Palermo es de los que defienden la doctrina clásica de los cazadores de tesoros: ya que el trabajo lo hacen ellos y el Estado sólo pone los permisos, ocho décimas partes del beneficio deben ser para el rescatador. Pero en Madrid dijeron que ni hablar, y tampoco hubo suerte con la Junta de Andalucía.

Gamboa disfrutaba con la conversación. Era locuaz y era su terreno, e ilustró largamente a Coy sobre el papel de Cádiz en la historia de los naufragios. Del año 1500 a 1820, entre dos y tres centenares de barcos conteniendo el diez por ciento del total de metales preciosos traídos de América se habían hundido allí. El problema eran las aguas turbias, la arena y el fango que los cubrían, y la desconfianza del Estado español. Incluso la Armada, añadió con una mueca, tenía buen número de pecios perfectamente localizados. Pero algunos viejos almirantes consideraban los naufragios tumbas que no debían ser violadas.

– ¿Cómo fue la entrevista con Palermo? -preguntó Coy.

– Cordial y cauta por ambas partes -el director del observatorio estudió un instante a Tánger antes de dirigirse de nuevo a él-… ¿De veras lo conoce?

Coy, que caminaba con las manos en los bolsillos, encogió los hombros.

– Ella exageró un poco. En realidad se trató de un contacto superficial.

Gamboa lo miraba con atención, interesado.

– Un contacto, ¿eh?

– Sí.

– ¿Y cómo de superficial?

– Pues eso -Coy encogió los hombros otra vez-. Limitado a la superficie.

– Le dio un cabezazo en la nariz -dijo Tánger.

Sonreía a medias, entre el cabello dorado que la brisa del mar le alborotaba en torno a la cara. Gamboa se había detenido para observarlos alternativamente, de hito en hito.

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