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Le había proporcionado a Tánger copia de los planos tras mostrarles las dependencias del observatorio, la fachada blanca con las columnas y la cúpula que reverberaba bajo el sol, los pasillos encalados con los antiguos instrumentos en vitrinas, los libros de náutica y astronomía, la línea en el suelo que indicaba el lugar exacto del meridiano de Cádiz, y la magnífica biblioteca de maderas oscuras y estantes repletos. Allí, sobre una mesa vitrina que contenía obras de Kepler, Newton y Galileo, el “Viaje a la América Meridional ” y las “Observaciones” de Jorge Juan y Antonio de Ulloa, y otros libros sobre las expediciones dieciochescas para medir un grado de meridiano, Gamboa había desplegado planos y documentos. Algunas copias estaban destinadas a Tánger, y el resto, originales de difícil reproducción, fueron fotografiados por ella uno tras otro, con una pequeña cámara que sacó del bolso de cuero. Había hecho dos rollos de treinta y seis fotografías, con el flash reflejándose en los cuadros de la pared y en el cristal de las vitrinas mientras Coy, por curiosidad profesional, echaba una ojeada a las antiguas tablas de efemérides náuticas y a los instrumentos de precisión que había por todas partes, vestigios de cuando el observatorio de San Fernando era referencia necesaria en la Europa de la Ilustración: un octante Spencer, un reloj Berthoud, un cronómetro Jensen, un telescopio Dollond. En cuanto al “Dei Gloria”, Coy lo tuvo delante cuando Gamboa, tras una pausa calculada y teatral, sacó cuatro planos a escala 1:55 que había hecho fotocopiar para Tánger: un esbelto bergantín de 30 metros de eslora y 8

de manga, con dos mástiles, velas cuadras, una cangreja en el palo mayor, y artillado con diez cañones de hierro de 4 libras. Esas copias estaban ahora ante ellos, sobre la mesa de la terraza.

– Era un buen barco -dijo Gamboa, contemplando la vela distante que había cruzado ya frente a la playa y desaparecía por fuera del castillo de Santa Catalina-. Como podéis apreciar en los planos, muy limpio de líneas y marinero. Un barco moderno para su época, construido en corazón de roble y teca con la habitual cubierta corrida y los cañones sobre ésta, con cinco portas a cada banda. Rápido y fiable. Si un jabeque pudo darle caza, es que sin duda había sufrido mucho durante la travesía del Atlántico. Ja, ja. De lo contrario…-ahora el director del observatorio miraba a Tánger con risueña atención-. Ésa es otra de las puntas del misterio, ¿verdad?… Por qué no entró a reparar en Cádiz.

Tánger no respondió. Jugueteaba con su lápiz de plata, abstraída en las cúpulas blancas del balneario que se alzaba a la izquierda, en pilotes sobre la playa.

– ¿Y el “Chergui”? -preguntó Coy.

Gamboa, que observaba a la mujer, se volvió lentamente. Lo del corsario sí estaba claro, respondió. Y ellos habían tenido mucha suerte, pues entre la nueva documentación había material valioso. Como una copia de la descripción del “Chergui”, cuyo original había localizado en la sección de Corso y Presas del Viso del Marqués. Por desgracia no los planos de ese buque, pero sí de un jabeque de semejantes características, el “Halconero”, con muy parecida eslora, armamento y aparejo.

– Ignoramos lugar y año de construcción -explicó Gamboa, sacando un papel doblado del bolsillo de la camisa-, aunque sabemos que operaba usando como bases Argel y Gibraltar. Pero de su aspecto hay descripciones detalladas, hechas por las víctimas o por gente que se lo cruzó durante sus escalas enarbolando pabellón británico, que luego cambiaba a su conveniencia, pues lo armaban a medias un maltés afincado en el Peñón y un comerciante argelino… Hay constancia documentada de sus andanzas entre 1759 y 1766; pero el informe más minucioso -el director del observatorio consultó las notas que traía en el papel- corresponde a don Josef Mazarrasa, capitán del místico “Podenco”, que pudo escapar de un jabeque al que identificó como el “Chergui” en septiembre de 1766, tras una escaramuza a la altura de Fuengirola; y como estuvo a punto de ser abordado, llegó a observarlo, muy a su pesar, bien de cerca. En el alcázar había un europeo, descripción que puede coincidir con la del inglés conocido como Slyne, o capitán Mizen, y la dotación, numerosa, parecía compuesta por moros y europeos, estos últimos sin duda ingleses -Gamboa volvió a consultar sus notas-… El “Chergui” era un jabeque de botalón y clásica toldilla alta a popa, con los palos mayor y mesana aparejados de polacra y el trinquete con vela latina, bastante rápido entre los de su clase, de unos treinta y cinco metros de eslora y ocho o nueve de manga. Según el capitán Mazarrasa, a quien el encuentro dejó cinco muertos y ocho heridos a bordo, su porte era de cuatro cañones largos de a seis libras, otros ocho de a cuatro y al menos cuatro pedreros. Al parecer se había artillado en Argel con buenas piezas de bronce, antiguas pero eficaces, de una vieja corbeta francesa apresada, la “Flamme”… Ese armamento lo hacía temible contra buques de menor porte y líneas más frágiles, como eran el “Podenco” y el “Dei Gloria”… En el caso de que realmente se encontrara con este último.

– Estoy segura de eso -dijo Tánger-. Se encontraron.

Había dejado de contemplar el balneario, y fruncía un poco el ceño, el aire obstinado. Gamboa dobló de nuevo el papel y se lo entregó. Luego alzó una mano, como si nada tuviera que objetar.

– En ese caso, el capitán del “Dei Gloria” debía de ser hombre de mucho cuajo. Aguantar la persecución, no refugiarse en Cartagena y librar combate a tocapenoles con el “Chergui” no lo hubiera hecho cualquiera. Y ese viaje desde La Habana sin escalas… -estudió a Coy y luego a la mujer, sonriendo perspicaz-. Supongo que de eso se trata, ¿verdad?

Coy se echó hacia atrás en la silla, de cuyo respaldo colgaba su chaqueta. A mí qué me cuentas, decía su gesto. Es ella quien está al mando.

– Hay cosas que quiero aclarar -dijo Tánger tras un breve silencio-. Eso es todo.

Guardaba con mucho cuidado el papel con las notas en su bolso. Gamboa le dirigió una mirada penetrante. Por un momento la expresión plácida del director del observatorio pareció perder la inocencia.

– Un bonito trabajo, de cualquier modo -apuntó, cauto-. Además, tal vez había a bordo… No sé.

Buscaba su paquete de tabaco en el bolsillo del pantalón. Coy observó que empleaba en ello más tiempo del necesario, como si tuviese algo en la cabeza que dudaba contar.

– La verdad -dijo por fin- es que ni el barco, ni la derrota, ni la época son propios de tesoros.

– Nadie habla de tesoros -dijo muy lentamente ella.

– Claro que no. Tampoco me habló de eso Nino Palermo.

Hubo un silencio. Hasta ellos llegaban las voces de los pescadores que al pie de la terraza, en el muelle, trabajaban en los botes varados o remaban entre las pequeñas embarcaciones fondeadas proa al viento. Un perro corría por la playa, persiguiendo con ladridos a una gaviota que planeó impasible antes de alejarse en dirección al mar abierto.

– ¿Ha estado aquí Nino Palermo?

Tánger miraba alejarse la gaviota, y su pregunta sólo surgió cuando el ave estuvo muy lejos. Gamboa se inclinaba a encender un nuevo cigarrillo, protegiendo la llama del mechero con el cuenco de las manos. La brisa se llevó el humo de entre sus dedos mientras los ojos claros chispeaban, divertidos.

– Claro que ha estado aquí. Ja, ja. A tirarme de la lengua, como vosotros.

El sudoeste había refrescado un par de nudos, calculó Coy. Lo justo para levantar salpicaduras de espuma en la escollera que discurría al pie de la antigua muralla sur de la ciudad. Gamboa contaba su historia despacio, recreándose en la suerte. Era obvio que disfrutaba de la compañía y no tenía prisa. Fumaba y caminaba entre sus dos acompañantes, demorándose de vez en cuando para echar un vistazo al mar, a las casas del barrio de la Viña, a los pescadores que, inmóviles junto a sus cañas sujetas entre las piedras, contemplaban el Atlántico.

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