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Lo que yo percibía como una bola lisa y de contornos regulares, seguramente de plástico, a juzgar por las infructuosas tentativas de mi lengua, para la que fue imposible percibir sabor alguno, me taponó completamente la boca. Unos dedos rozaron mi oreja derecha para colocar algo debajo de ella. La bola se encajó entonces entre mis labios, y sobre cada una de mis mejillas se tensaron dos hilos, o cuerdas, que convergían en el centro.

Incluso a ciegas, no me resultó difícil adivinar la estructura de mi mordaza.

La esfera de plástico rojo que antes había visto un segundo sobre la mano de Pablo debía de estar perforada en el centro. A través de ella pasaba una goma doble, seguramente una goma forrada, como las que se usan para recogerse el pelo, porque no me pellizcaba la piel, cuyos extremos se deslizaban debajo de las orejas para mantenerla tensa contra la boca. Se trataba de un artilugio conceptualmente muy sencillo, pero efectivo. Me impedía emitir cualquier sonido.

Inmediatamente después, retorné a escuchar la tijera que se abría y se cerraba, a mi lado. En la otra punta de la cama, alguien me descalzó y acarició los dedos de mis pies, produciéndome unas cosquillas insoportables. Entonces percibí el contacto de algo desagradablemente frío debajo de la manga de mi blusa, junto a la axila. Tris, tris, tris, la tijera rasgó a la vez la tela y la hombrera del sujetador. Luego, Pablo, suponía que era él porque la presión contra mi costado se había mantenido invariable todo el tiempo, se inclinó encima de mí y repitió la operación en el otro lado. Después, la tijera se escurrió entre mis pechos y cortó limpiamente el sujetador por el centro.

Aquello terminó de convencerme de que era Pablo, porque le encantaba romperme la ropa, algunas veces había llegado incluso a cabrearme en serio con él porque ciertas cosas no me duraban ni dos horas, blusas y camisetas sobre todo, las elegía cuidadosamente, me tiraba un montón de tiempo en la tienda, dudando, estudiándome delante del espejo, y luego ni siquiera llegaba a salir a la calle con ellas, mi consumo de bragas alcanzaba cotas escandalosas algunos meses -esto es una ruina, me quejaba yo -no te haces ni idea de la pasta que nos cuesta esta manía tuya-, él se reía -no las lleves-, me contestaba -por lo menos en casa, no las necesitas para nada-, y acabé haciéndole caso, como siempre, iba desnuda debajo de la falda porque casi nunca llevaba pantalones, a él no le gustaban, pero no llegué a acostumbrarme del todo, y cuando aparecía alguna visita, como aquella noche, me iba al baño corriendo tenía mudas de ropa interior estratégicamente situadas por toda la casa, aunque casi siempre andaba medio desnuda, eso también se había cumplido, y ahora, cuando cualquiera hubiera optado por reducir el destrozo al mínimo desabrochando el sujetador por detrás, él lo desarboló de un tijeretazo y me despojó de todo en un par de segundos.

Entonces se desplazó ligeramente hacia delante.

Mis pies fueron abandonados.

Nadie hablaba, nadie generaba ruidos que yo pudiera ser capaz de identificar, no sabía cuántos, ni quiénes eran, pero intuía que mi hermano estaba entre ellos y no me gustaba esa idea. Nunca había sabido hasta qué punto conocía Marcelo los detalles de mi historia con Pablo y prefería que todo siguiera igual, pero aquella noche presentía que él también estaba allí, mirándome.

La enorme hebilla plateada de mi cinturón, un cinturón negro de ante, tan ancho que cubría buena parte de mi estómago, fue desabrochada de forma convencional.

La tijera se deslizó entonces sobre mi ombligo, debajo de la falda, y prosiguió hacia abajo, tris, tris, tris, hasta seccionar completamente la tela por el centro. Alguien situado a mis pies tiró entonces de ella y noté cómo se escurría rápidamente por debajo de mis riñones.

Pensé que terminaría el trabajo con las manos, como era su costumbre, pero utilizó también la tijera. Luego, volvieron a abrocharme el cinturón.

Entonces me quedé sola en la cama otra vez. Durante unos segundos no pasó nada. Yo trataba de imaginar el aspecto que tendría, atada a los barrotes del cabecero y de los pies, las piernas completamente abiertas, los ojos vendados con un pañuelo negro, la boca taponada por aquel artilugio de efectos progresivamente dolorosos, cuyas gomas se me clavaban en las mejillas y me hacían arder las orejas, y me sentía muy incómoda, y más que avergonzada por mi estúpida credulidad.

Había caído en una trampa burda, infantil, a mi edad. No parecía capaz de espabilar, quizá nunca espabilaría del todo, y aunque no solía preocuparme mucho ese punto, aquella noche me encontraba especialmente mal, tal vez por la presencia de mi hermano.

Debería haber esperado algo por el estilo desde hacía años, porque Pablo jamás se quedaba con nada dentro, pero, al fin y al cabo, no había vuelto a mencionar ese tema desde la primera vez, la noche de Moreto.

– ¿Te gusta? -su voz expresaba un cierto tipo de satisfacción que me resultaba conocido. Solía mostrarse sumamente orgulloso de mí en aquellos trances.

Su interlocutor no contestó.

La afilada punta de una de las hojas de la tijera comenzó a dibujar retorcidos arabescos sobre mi escote. Después se detuvo en un punto concreto, y el giro que alguien imprimió al resto del instrumento consiguió que la otra punta describiera círculos cada vez más amplios en su torno, como si se tratara de un compás.

Procuré quedarme completamente quieta.

Estaba tranquila, porque sabía que no iban a hacerme daño, pero el contacto del metal afilado producía resultados inquietantes. Las tijeras recorrieron todo mi cuerpo, acariciaron mi garganta, bailaron sobre mis pezones, resbalaron sobre mi vientre, llegaron incluso a aprisionar pequeñas porciones de piel, manteniéndome tensa, expectante, presa de sus peligrosas caricias, a la espera de un desenlace indeseable que nunca llegaría a producirse.

Dejé de sentir su fría compañía de repente. Ya no volvería a encogerme bajo sus puntiagudas amenazas, quizá no haya sido más que una simple maniobra de distracción, pensé.

Luego, alguien dejó caer una mano sobre mí, yo me preguntaba de quién sería, quién controlaba esa mano que, tras un ligero azote inicial, comenzó a estrujarme, a amasarme la carne, a estrecharme por la cintura, a aplastarme los pechos, a hundirse en mi ombligo, a deslizarse sobre mis muslos, a hurgarme por fin la hendidura del sexo con los dedos presionando más tarde con toda la palma contra él. Luego advertí otra, una segunda mano, y una tercera, eran necesariamente dos personas, aún creí percibir una cuarta mano, aunque me resultaba muy difícil calcular, sobre todo porque la cama se llenó de gente, notaba su proximidad a ambos lados, el colchón crujía ostensiblemente, acusando sus desplazamientos, unos labios se posaron sobre mi cuello, besándolo repetidamente, y en ese mismo instante una lengua distinta se detuvo sobre mi axila, un dedo se introdujo en mí, un brazo se deslizó por debajo de mi cintura, una mano acarició mi mano derecha, una pierna rodó sobre mi pierna, una rodilla se me clavó en la cadera.

Trataba de pensar.

Una era la sudamericana, estaba segura, otro era Pablo, porque jamás me había ofrecido a nadie sin tomar parte en el juego, y debía de haber un tercero, un segundo hombre, sin duda, porque creía notar predominio de formas masculinas, su contacto era anguloso y áspero, o tal vez la sudamericana fuera un tío después de todo, estaba desconcertada, y ellos, quienes fueran, hacían todo lo posible por desorientarme todavía más, sus manos y sus bocas se movían muy rápidamente encima de mi cuerpo, cambiaban al instante de objetivo, era imposible seguirles la pista, adivinar si la lengua que reaparecía ahora sobre mi torturada oreja era la misma que segundos antes había desaparecido entre mis piernas, identificar las caricias, los mordiscos, no podía saber quiénes eran, algo demasiado gordo para ser un dedo se posó sobre mis párpados cerrados, por encima de la venda, presionó alternativamente sobre mis ojos más tarde, un pene -no me atrevía a calificarlo de otra manera; estando así, a ciegas, con las manos atadas, cómo saber si era una polla gloriosa, toda una verga incluso, o, por el contrario, solamente una picha triste y arrugada?-, me dejó sentir su punta contra un pecho, rodeándolo primero, golpeando el pezón rítmicamente más tarde, impregnándome de baba pegajosa.

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