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Mercedes nos esperaba sentada en un sofá, retorciendo nerviosamente las asas del viejo maletín que le regaló mi madre cuando terminó la carrera.

Pobrecita, pensé, siempre recurrimos a ella en las mismas desagradables ocasiones.

Cuando nos vio entrar escrutó mi rostro con signos de inquietud, dirigió sus ojos a Pablo, luego otra vez a mí.

– Me esperaba algo peor -dijo.

Entonces, él me quitó el abrigo.

Las manos de mi cuñada empezaron a temblar, los ojos se le llenaron de lágrimas, nunca había comprendido cómo una mujer tan frágil, tan delicada, tan asustadiza, podía haber elegido aquella sanguinolenta profesión suya.

– ¡Dios mío! -volvió a mirarnos alternativamente-. Pero… ¿esto qué es?

– Nada -Pablo se acercó a ella y le puso la mano en el hombro, como si intentara tranquilizarla. Las señales del sarampión.

Me desperté con todos los síntomas de una resaca gigantesca.

Después recordé que Mercedes me había puesto una inyección para hacerme dormir.

Estaba en casa, en casa de Pablo, y era de día, la luz del sol entraba hasta el centro de la habitación a través de los frailones entornados.

El no estaba conmigo.

Las heridas me dolían.

El ambiente hedía a solución de yodo.

Me incorporé con muchas dificultades.

Sólo entonces advertí la presencia de un signo infinitamente potente, una familiar tensión en la cintura, me palpé instintivamente el escote y sonreí.

El no estaba conmigo, pero allí, bajo mi mano, dos mariposas sostenían una guirnalda de siete pequeñas flores, bordadas con diminutas cuentas blancas, redondas.

Pasé los dedos sobre ellas, una y otra vez, las acaricié y las conté para comprobar que no faltaba ninguna, estaban allí, todas las perlas, perlas falsas, intactas, resplandecientes, plástico incalculablemente precioso sobre mi blusa blanca, una camisa de recién nacido hecha a la medida de una niña grande, batista tan fina que parecía gasa.

Me tendí nuevamente, y cerré los ojos.

Pablo tardaría en volver, no le gustaba estar presente en los momentos decisivos.

No habría ningún momento decisivo.

Rodé sobre las sábanas, hasta instalarme en su lado, y me concentré en rastrear su olor, no me resultó fácil, no andaba muy fina de olfato aquella mañana, pero al final encontré una nota reveladora encima de la almohada, atrapé con los dedos un pedacito de tela para pegarlo contra mi nariz, y me quedé inmóvil, encogida, sonriendo, colgada de aquel olor, dejando pasar el tiempo.

Su llegada estuvo precedida por el inconfundible aroma de las porras recién hechas.

Luego se tumbó a mi lado, me tocó la punta de la nariz y esperó.

Intenté simular un sueño profundo pero mis labios se fueron curvando poco a poco en una sonrisa nuevamente inocente.

El acercó su cabeza a la mía y me habló en un susurro.

– Abre los ojos, Lulú, sé que no estás dormida…

Biografia

Las Edades De Lulú - pic_2.jpg

Almudena Grandes nació en Madrid en 1960. Se dio a conocer en 1989 con Las edades de Lulú, XI Premio La Sonrisa Vertical (La Sonrisa Vertical 61, Fábula 10 y Andanzas 555). Desde entonces el aplauso de los lectores y la crítica no ha dejado de acompañarla. Sus novelas Te llamarás Viernes (Andanzas 136 y Fábula 23), Malena es un nombre de tango (Andanzas 211 y Fábula 127), Atlas de geografía humana (Andanzas 350 y Fábula 165), Los aires difíciles (Andanzas 466) y Castillos de cartón (Andanzas 529), junto con el volumen de cuentos Modelos de mujer (Andanzas 263 y Fábula 100) y el recopilatorio de artículos Mercado de Barceló (Textos en el Aire 1), la han convertido en una de las narradoras más sólidas y de mayor proyección internacional de la reciente literatura española. En Estaciones de paso (2005), Almudena Grandes ofrece una galería inolvidable de jóvenes, aturdidos y desorientados, pero empeñados en salir adelante, magistralmente retratados aquí a partir de pretextos tan dispares como el fútbol, los toros, la política, la cocina o la música.

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