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La visión del desconocido, penetrado al fin y al cabo, me nublaba el cerebro.

Solamente después, recobrada la calma, deseché la gozosa hipótesis del castigo y el sufrimiento. Recordé todos mis pequeños tormentos voluntarios, aquellos a los que quizá se entregan todos los niños pero que yo no he podido abandonar todavía. Apretar una goma en torno a la falange de un dedo, dar vueltas y vueltas hasta que la piel se vuelve morada y la carne empieza a arder. Clavar todas las uñas a la vez en la palma de la mano, hincar los dedos con fuerza y contemplar después las irregulares señales, pequeñas medias lunas cárdenas. Y el mejor, introducir una uña en la estrecha ranura que separa dos dientes y presionar hacia arriba, contra la encía. El dolor es instantáneo. El placer es inmediato.

El desconocido comenzó a moverse de nuevo. Seguramente se retorcía de placer.

Entonces el otro, el hombre de pelo amarillo y águila tatuada, azul, en el antebrazo, abandonó su pasiva condición de espectador y se puso de pie. Posó levemente su mano izquierda sobre el desconocido, cuyo rostro, sumido entre dos enormes hombros, no pude ver aún. Su mano derecha empuñaba una verga gloriosa.

La mujer extrajo muy lentamente sus tres dedos. Miró todavía una última vez al hombre rubio, ahora completamente erguido, y desapareció por la derecha, andando de rodillas como una penitente.

Los dos hombres se quedaron solos.

Fue entonces cuando advertí que seguramente el desconocido iba a ser sodomizado.

Sentí un extraño regocijo, sodomía, sodomizar, dos de mis palabras predilectas, eufemismos frustrados, mucho más inquietantes, más reveladores que las insulsas expresiones soeces a las que sustituyen con ventaja, sodomizar, verbo sólido, corrosivo, que desata un violento escalofrío a lo largo de la columna vertebral. Nunca había visto follar a dos hombres, a los hombres les gusta ver follar a dos mujeres, a mí no me gustan las mujeres, nunca me había parado a pensar que alguna vez podría ver follar a dos hombres, pero entonces sentí un extraño regocijo y recordé cómo me gustaba pronunciar esa palabra, sodomía, y escribirla, sodomía, porque su sonido evocaba en mí una noción de virilidad pura, virilidad animal y primaria.

Tanto el desconocido como su inmediato amante, sodomitas, eran sin duda ganado de gimnasio. Cuerpos intachables, músculos elásticos, ahora tensos, piel lustrosa, impecable bronceado, jóvenes y hermosos griegos de las playas de California.

Carne perfecta.

No había nada de femenino en ellos.

El hombre rubio fue a colocarse exactamente detrás del desconocido. El ritmo de su mano derecha acentuaba las enormes proporciones de su sexo, enorme, rojo y reluciente, tieso. Las gruesas venas moradas, torturadas por la piel escasa, parecían a punto de estallar, un magnífico presagio, pero él se acariciaba muy tranquilamente, los pies clavados en el suelo, los ojos, serenos, vigilando el movimiento de la mano, el rostro serio, sobrio incluso, mientras su compañero de reparto seguía esperando, clavado a gatas sobre la mesa.

Yo también esperaba.

Por un momento sospeché con horror que al final todo se iba a reducir a esto, a esta ridícula pantomima. Un par de meneos más y el rubio se correría sobre el desconocido, fuera del desconocido, salpicando su piel con chorros de semen mil veces inútil, rechazando esa carne deliciosa, obsesiva, objeto de mi mezquina iniciación, si es que se puede llamar así a un absurdo tan impreciso, que ahora amenazaba con terminar antes de haber empezado.

El hombre rubio se masturbaba lenta, concienzudamente. Al mismo tiempo, con la mano libre acariciaba monótonamente la grupa del desconocido. De pronto, sin alterarse en absoluto, la apartó de él, la levantó y la dejó caer nuevamente.

El azote resonó como un latigazo.

Aquel era un nuevo signo, la contraseña esperada. Todo volvía a ocurrir muy deprisa. El hombre rubio entreabrió los labios. Volvía a sonreír.

El desconocido se estremecía bajo los golpes, cada vez más violentos, que estallaban en mis oídos con el bíblico estrépito de las trompetas de Jericó. Su piel enrojecía, sus muslos se doblaban, su duro y liso cuerpo de atleta, machacado en tantas infernales máquinas de musculación, se agitaba ahora impotente. Su culo temblaba como los muslos de una virgen añosa en su noche de bodas.

El volumen de la banda sonora, un espantoso popurri de temas de siempre al piano, disminuyó progresivamente, hasta cesar por completo. El chasquido de los azotes la sustituyó. El desconocido resoplaba. El hombre rubio no había perdido la calma. Alguno de los dos gritó, y después se separaron.

Esta vez el intermedio fue muy breve, y sorprendente. El rostro del desconocido llenó de golpe toda la pantalla. Era hermoso, más guapo que su verdugo, moreno, los ojos castaños, las cejas y los labios perfectamente dibujados, casi femeninos, la mandíbula en cambio ancha y potente. Se desvelaba el secreto, el desconocido dejaba de serlo, acababa de nacer y, por tanto, necesitaba un nombre.

Le llamé Lester.

Le pegaba llamarse Lester, nombre de colegial británico, bello adolescente martirizado por la perversa vara de un maestro enjuto, levita raída y miembro miserable, que saboreaba de antemano cualquier travesura de nuestro pequeño, y le obligaba a que darse después de la clase para doblarle sobre un pupitre, bajarle los pantalones y descargar sobre su culo blanco y duro un alud de mezquinos golpes de vara, mientras su lamentable picha, tiesa solamente a medias, saltaba dentro de sus pantalones. Retrato robot del sodomita perfecto, Lester, que ya en la edad adulta sintió nostalgia de los ritos de la niñez y buscó un nuevo maestro, un hombre rubio, más fuerte que él, para que le enseñara cómo se hacen las cosas.

Allí estaba, Lester. Tenía las mejillas arreboladas, de color púrpura. Sudaba. Los regueros de sudor habían dibujado en su cara extrañas pistas, como las que nacen de las lágrimas. Miraba hacia ninguna parte. Seguía esperando.

Cuando la cámara volvió al hombre rubio, éste adelantaba de nuevo, pero ahora con suavidad, la mano libre, que se posó sobre la enrojecida piel, la acarició un instante y presionó después sobre la carne, carne perfecta y deliciosamente tumefacta, para abrirse camino con el pulgar.

El hueco me pareció enorme.

Se inclinó hacia delante. Lester se hundió todavía más, la cabeza ladeada, la mejilla pegada contra el tablero. Yo perdí los nervios.

El mando a distancia estaba sobre la mesa. Lo cogí y volví para atrás. Volví al principio, cuando aún la mujer los acompañaba.

Intentaba reconstruir la secuencia paso a paso, procurando mantener la cabeza fría y comprenderlo todo bien, seria y atenta como siempre que me planteo una tarea que está por encima de mis capacidades. Quería conocerlos, pero supe renunciar a tiempo. Al fin y al cabo, no eran otra cosa que actores, follaban por dinero, cualquier intento de atisbar dentro de ellos a partir de ahí resultaría inútil. No tenía sentido retrasarlo más.

Allí estaban, ambos, todavía dos siluetas distintas, separadas. Entonces, con una facilidad pasmosa, totalmente ajenos a mí, a mis convulsiones, el hombre rubio entró, literalmente entró, en el niño grande, le apoyó una mano en la cintura, le agarró con la otra de los pelos -eso me encantó; decididamente, Lester, eres un perro y comenzó a moverse dentro de él.

Les miraba, y no era capaz de procesar mis propias sensaciones. Poco a poco el hombre rubio dejó de serlo, su pelo se volvió negro, dentro de mi cabeza, salpicado de canas blancas y tiesas, se echó unos cuantos años más encima, de repente, y ahora tenía un nombre, pero yo no me atrevía a pronunciarlo, ni siquiera me atrevía a pensar en él.

La cámara se centró en el rostro de Lester. Sudaba más, ahora, los ojos casi cerrados, los labios tensos, se lo estaba pasando muy bien.

Yo se lo repetía sin cesar, en silencio.

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