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Y Marcelo lo estaba contemplando todo.

Durante un tiempo intenté contenerme, no abandonarme, permanecer quieta, sin expresar complacencia, mantener todo el cuerpo pegado a la colcha, la cabeza recta, lo hacía por él, no quería que me viera entregada, pero advertí que mi piel empezaba a saturarse, conocía bien las diversas etapas del proceso, los poros erizados, al principio, después calor, una oleada que me inundaba el vientre para desparramarse luego en todas las direcciones, cosquillas inmotivadas, gratuitas, en las corvas, sobre la cara interior de los muslos, en torno al ombligo, un hormigueo frenético que preludiaba el inminente estallido, entonces un muelle inexistente, de potencia fabulosa, saltaba de pronto dentro de mí, propulsándome violentamente hacia delante, y ése era el principio del fin, la claudicación de todas las voluntades, mis movimientos se reducían en proporciones drásticas, me limitaba a abrirme, a arquear el cuerpo hasta que notaba que me dolían los huesos, y mantenía la tensión mientras basculaba armoniosamente contra el agente desencadenante del fenómeno, cualquiera que fuera, tratando de procurarme la definitiva escisión.

Mi piel se estaba saturando, y yo no podía luchar contra ella.

– Cuando quieras… -la voz de Pablo, quebrada y ronca, inauguró una nueva fase. Las manos, todas las manos, y todas las bocas, me abandonaron instantáneamente. Unos dedos frescos y húmedos, deliciosos sobre la piel ardiente, resbalaron por debajo de una de mis orejas y la liberaron del pequeño tormento de la goma. Sus uñas no sobresalían con respecto a la punta de los dedos. La sudamericana tenía las uñas cortas, lo recordaba porque me había fijado antes en sus manos, unas manos preciosas, finas y delicadas, impropias del resto de su cuerpo. La bola de plástico cayó de entre mis labios. Su ausencia me produjo una sensación tan agradable que apenas moví la mandíbula un par de veces para desentumecer la mitad inferior de mi rostro, me sentí obligada a manifestar mi gratitud.

– Gracias…

Alguien que no era Pablo, porque él jamás habría reaccionado así, reprimió una carcajada El sonido me resultó lejanamente familiar, pero no tuve tiempo de pararme a analizar sus posibles fuentes, porque no habían transcurrido más de un par de segundos cuando me encontré nuevamente con la boca llena.

Un desconocido sexo masculino se deslizaba entre mis labios.

– Yo sigo aquí, estoy a tu lado -se trataba de una aclaración totalmente innecesaria, porque sabía de sobra que no era él. Percibí su aliento junto a mi rostro, y noté cómo una de sus manos penetraba entre mi nuca y la almohada, aferrándose a mis cabellos e impulsándome a continuación hacia arriba, guiando acompasadamente mi cabeza contra el émbolo de carne que entraba y salía de mi boca, una polla anónima, bastante más grande que la suya en la base desde luego, pero de forma agudamente decreciente en dirección a la punta, que me parecía más corta y más estrecha.

Al rato, cuando los movimientos de mi desconocido visitante se hacían más incontrolados por momentos, noté que Pablo se incorporaba y se arrodillaba a mi lado.

Supuse que iba a unirse a nosotros, pero no lo hizo.

Sus manos comenzaron a hurgar en el pañuelo que sujetaba mi muñeca derecha, hasta desprenderla del barrote dorado. Casi al mismo tiempo, otras manos, que no pude identificar con plena seguridad como propiedad de mi amante de turno, desataron mi mano izquierda. El extrajo su sexo de mi boca, entonces.

Alguien se dedicó a deshacer las ligaduras que apresaban mis tobillos.

Alguien tomó mis dos muñecas y me las ató una contra otra, en medio de la espalda.

Ya presentía que eran solamente dos, dos hombres, quizá desde el principio, lo de la sudamericana seguramente no había sido más que un espejismo. Posiblemente habían sido sólo dos hombres, desde el principio, pero ahora, con tanto movimiento, ya no sabía quién era Pablo y quién era el otro, había vuelto a perder todas mis referencias.

Alguien me empujó para darme la vuelta.

Alguien se aferró a mi cinturón, tiró de él para arriba y me obligó a clavar las rodillas en la cama.

Alguien, situado detrás de mí, me penetró.

Alguien, situado delante de mí, tomó mi cabeza entre sus manos y la sostuvo mientras introducía su sexo en mi boca. Era la polla de Pablo.

– Te quiero…

Solía repetírmelo en los momentos clave, me tranquilizaba y me daba ánimos. Sabía que su voz disipaba mis dudas y mis remordimientos.

Marcelo lo estaba viendo todo. Tal vez también había escuchado su última frase, pero yo ya estaba muy lejos de él, muy lejos de todo, estaba casi completamente ida, a punto de correrme.

– Déjame, Lulú -no dejaba de ser gracioso, que me pidiera precisamente eso, que le dejara, cuando apenas era capaz de apartar la boca de su cuerpo sin ayuda, mis manos completamente inmovilizadas, mi cuerpo inmovilizado también por las gozosas embestidas que me atravesaban-. Ahora me toca a mí…

Levantó mi cabeza con mucho cuidado y la depositó sobre la cama, mi mejilla izquierda en contacto con la colcha. Como impulsado por una cruel intuición, el desconocido salió de mí en el preciso momento en que mi sexo comenzaba a palpitar y a agitarse por sí solo, ajeno a mi voluntad.

– No me hagáis eso, ahora -apenas podía escuchar mi propia voz, un susurro casi inaudible-. Ahora no…

– Pero… ¿cómo puedes ser tan zorra, querida? -la risa latía bajo las palabras de Pablo-. Si ni siquiera sabes quién es… ¿O ya te lo imaginas? -le contesté que no, no lo sabía, la verdad era que no tenía ni idea de quién podía ser, y tampoco me importaba nada, con tal de que algo o alguien me rellenara de una vez-. Lulú, Lulú… ¡qué vergüenza! Tener que contemplar una escena como ésta, de la propia esposa de uno, es demasiado fuerte para un hombre de bien… -los dos seguían allí, en alguna parte, sin tocarme un pelo. Los segundos transcurrían lentamente, sin que ocurriera nada. Yo estaba cada vez más histérica, tenía que tomar una decisión, y opté por intentar prescindir de ellos, bien a mi pesar. Estiré las piernas y traté de frotarme contra la colcha. Fracasé estrepitosamente en un par de tentativas, porque me costaba mucho trabajo coordinar mis movimientos con las manos atadas, pero al final logré establecer un contacto regular, si bien demasiado exiguo, con la tela. No me sirvió de mucho, los resultados fueron francamente decepcionantes, mis movimientos incrementaban las ansias de mi sexo en lugar de amortiguarlas, Pablo seguía hablando, su discurso me excitaba más que cualquier caricia. En fin, que estás hecha un putón, hija mía, por mí no te cortes, déjalo, sigue restregándote el coño contra la colcha, pero habla, coméntanos la jugada, ¿te da gusto? ¡Qué espectáculo tan lamentable, Lulú!, y delante de todos nuestros invitados, todos están aquí, mirándote, ¡qué pensarán de nosotros ahora! Pero tú sigue, no te preocupes por mí, total no pienso aguantar esto mucho más tiempo, me voy, me largo ahora mismo, ¿para qué seguir aquí, presenciando cómo se liquida el honor de un caballero…? Ahora, que de ésta te acuerdas, eso sí, te juro que te acuerdas -se inclinó sobre mí para hablarme al oído, su cuerpo completamente inaccesible todavía-, te voy a dejar encerrada aquí un par de días, a lo mejor incluso te vuelvo a atar a la cama, otra vez, pero con cinta adhesiva, a ver si así se te bajan los humos…

– Por favor -dirigí la cabeza en dirección a su voz e insistí por última vez, al borde de las lágrimas-, por favor, Pablo, por favor…

Entonces, unas manos me aferraron violentamente por la cintura y me dieron la vuelta en el aire. Sus dedos se hundieron nuevamente en mi cuerpo y me atrajeron rápidamente hacia delante. Cuando por fin comenzó a perforarme, volvió a decirme que me quería. Lo repitió varias veces, en voz muy baja, como una letanía, mientras me conducía hábilmente hacia mi propia aniquilación.

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