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– ¡ Pero si es genial! -el/la sudamericano/a parecía entusiasmado/a-. ¡Juguemos ahora, por favor! No me digan que no les apetece también a ustedes…

– Sí, vamos a jugar -una morena sumamente espectacular, pálida y muy delgada, embutida en un traje de chaqueta de cuero morado, que había llegado con un grupo a cuyos integrantes solamente conocía de vista, se unió a los ruegos de nuestra ambigua invitada. Sus palabras pronto fueron coreadas por otras voces.

– Pero ¡si es una tontería! -Marcelo se resistía a aceptar las exigencias de lo que ya se perjeñaba como un clamor popular.

– Bueno -insistió Luis-, ¿con quién empezamos?

– ¿Clarita? -pablo se dirigía a la novia de Luis.

Le dirigí una mirada furibunda, él la captó, me de volvió una sonrisa malévola, no se atreverá, pensé, no se atreverá-. Muy bien, empezaremos con Lulú

– no se atrevió-. Necesito cinco pañuelos grandes.

– Seis -le corrigió Marcelo.

– No -Pablo se sacó del bolsillo del pantalón una esfera de plástico rojo, levemente más pequeña que una bola de billar, atravesada por algo negro, una cinta, o una goma, y la hizo bailar en su mano-. Solamente cinco -mi hermano aprobó con la cabeza.

Ahora mismo te los traigo…

– No -me detuvo-. Tú no puedes quedarte aquí, tienes que estar en otra habitación, ya te he dicho que era un juego muy parecido al de pata de palo,

Me cogió del brazo y me condujo a través del pelo. Saqué cinco pañuelos de cabeza del cajón de la cómoda de mi cuarto y retrocedimos un tramo para entrar en lo que yo solía llamar la habitación de invitados, un dormitorio con una cama grande que generalmente utilizaba la canguro de Inés.

– Te voy a vendar los ojos -Pablo miró a contraluz todos los pañuelos y eligió el más oscuro, lo enrolló sobre sí mismo y me lo colocó alrededor de la cabeza, apretando fuerte-. ¿Ves algo?

– No.

– ¿Seguro? -insistió-. Es fundamental que no puedas ver nada, si no, el juego no tiene ninguna gracia.

– Seguro -le contesté-, no puedo ver nada.

Transcurrieron unos segundos en completo silencio. Intuí que estaba moviendo la mano, o comprobando de otra forma la eficacia de la improvisada venda.

– Vale, te creo, no ves nada. Túmbate en el centro de la cama, boca arriba…

– ¿Para qué?

– Voy a atarte a los barrotes.

– Oye -todo aquello estaba empezando a inquietarme.

¿qué jueguecito es éste?

– Si quieres lo dejamos y se lo hacemos a Clarita?

– Ni hablar -me tumbé en el centro de la cama,

pues no faltaría más, átame.

Sin dejar de reírse, tomó la muñeca de mi brazo derecho y la fijó con un pañuelo a uno de los barrotes del cabecero. Luego repitió la operación con mi brazo izquierdo. Las ligaduras eran

firmes pero bastante holgadas, no me hacían daño y me permitían una cierta capacidad de movimiento, si bien me resultaba imposible desprenderme de ellas.

– Luego no te enfades conmigo -mi tobillo izquierdo acababa de ser inmovilizado-, porque es una auténtica gilipollez, el juego, en serio, te va a decepcionar…

Cuando terminó con mi pierna derecha, se tumbó a mi lado y me besó. Su contacto me produjo una sensación muy extraña, porque no podía verle, ni tocarle, no sabía dónde estaba, retiró su boca de pronto y me quedé con la lengua fuera, tratando de atraparle, buceando en el aire, rió y volvió a besarme.

– Te quiero, Lulú.

Entonces empecé a sospechar que iba a ser inmolada, todavía no sabía de qué manera, ni en beneficio de quién, pero iba a ser inmolada.

No dije nada, sin embargo. No era la primera vez.

Se separó de mí y le escuché caminar hacia la puerta. Antes de salir de la habitación, se detuvo y me hizo una última advertencia.

– No te mosquees si tardamos en volver… Ahora hay que preparar bastantes cosas.

Se marchó, cerrando la puerta tras de sí, a juzgar por el sonido.

Esto era lo único que faltaba, pensé, lo demás ya se ha cumplido, con pequeñas variaciones de índole fundamentalmente económica, es cierto, desde luego el dinero tiene una vertiente lujuriosa evidente y no habíamos andado muy bien de dinero al principio, hasta que se murió mi suegro y comenzamos a disfrutar de los beneficios de la imprenta, sólido negocio familiar, pero eso nunca había sido demasiado importante, me había sentido suficientemente querida, suficientemente mimada y malcriada, a lo largo de todos aquellos años.

Nunca habíamos tenido criados, ni muchos ni pocos, sólo una asistenta doblemente madre soltera de un pueblo de Guadalajara, muy borde la pobre y bastante fea, claro que ya tenía lo suyo con lo que llevaba a cuestas, pero todo lo demás se había cumplido, antes o después.

Al principio no me acostumbraba, iba colocando trampas por toda la casa, un paquete de tabaco aquí, un libro allí, cuando me levantaba por la mañana estaban en el mismo sitio, parecía magia, abrir la puerta del congelador y descubrir que siempre había hielo, y cervezas frías, no se las había bebido nadie comprarme un vestido, dejarlo dos semanas en un armario, ir a ponérmelo y tener que quitarle las etiquetas, después de dos semanas todavía tenía etiquetas, era increible, y tener un cuarto para mí sola, eso sobre todo, anunciar -me voy a estudiar-, y encerrarme en mi cuarto, una habitación entera para mí sola, Dios de mi vida, ésa era la más intensa de las bienaventuranzas, no me lo podía creer, tardé bastante tiempo en acostumbrarme.

La intimidad, sensación tan novedosa, me abrumaba al principio.

A Pablo le divertía mucho mi actitud de perpetua sorpresa, y la fomentaba con regalos inequívoca mente individuales, cosas maravillosas para mí sola plumas estilográficas, peines, una caja de música con cerradura, un diccionario griego-esperanto, un tampón de goma con mi nombre completo grabado en espiral, unas gafas con cristales neutros, eso fue lo que me hizo más ilusión, nunca las he necesitado Pero me apetecía tanto tener unas gafas… El no comprendía muy bien los mecanismos de mi felicidad. Solamente tenía una hermana, y sus padres siempre habían sido ricos, mucho más ricos que los míos. Nunca había heredado nada de nadie, siempre había dormido solo. Siempre había creído, él también, que los hijos de familia numerosa se reían mucho y disfrutaban de una infancia especialmente feliz.

Yo tenía cinco años, solamente cinco años, cuando dejé de existir.

A los cinco años dejé de ser Lulú y me convertí en Marisa, nombre de niña mayor.

Mamá llegó a casa con los mellizos y todo se acabó.

Me acostumbré a vagar por la casa yo sola, con un cesto lleno de cacharritos, y a que nadie quisiera jugar conmigo, a que nadie me cogiera en brazos, ni tuviera tiempo para llevarme al parque, ni al cine

los mellizos dan mucho trabajo, repetían.

Fue entonces cuando Marcelo se fijó en mí.

Siempre ha sentido debilidad por las causas perdidas, y yo nunca podré agradecérselo bastante nunca.

Su amor, un amor gratuito e incondicional, fue el único apoyo con el que conté durante mi atípica edad adulta, solamente le tuve a él, entre los cinco y los veinte años, aquella horrible vida gris, hasta que Pablo regresó y su magnanimidad me devolvió a los placeres perdidos, a aquella infancia que me había sido tan brusca e injustamente arrebatada.

Él jamás me decepcionó.

Nunca me ha decepcionado, pensé, esto es lo único que faltaba, todo lo demás se ha cumplido…

Y entonces volvieron.

No sabía cuántos, ni quiénes eran, porque debían de andar descalzos y, además, el sonido de una tijera, la tijera que uno de ellos abría y cerraba rápidamente, tris, tris, tris, ahogaba todos los demás ruidos, anulando mi única vía posible de conocimiento.

Sentí que alguien se dejaba caer sobre la cama, a mi lado, y me colocaba un cigarrillo en la boca.

– ¿Quieres fumar? -era Pablo-. Luego no vas a poder…

Atrapé el filtro entre los labios y disfruté ansiosamente de la merced que se me concedía. Cuando había consumido casi todo el tabaco, el pitillo me fue retirado de la boca y, acto seguido, noté una extraña presión debajo de la oreja izquierda.

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