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La raya, una línea progresivamente nítida, concreta, perceptible, estaba cerca, muy cerca, y me daba miedo.

Pensaba mucho en Pablo entonces, porque con él siempre había sido todo muy fácil.

Les brillaban los ojos y se reían por cualquier cosa, estaban tan guapos los dos, y parecían tan jóvenes, que les reconocí como los mismos de veinte años antes, aquella mañana de primavera, El Retiro, habíamos ido con las monjas a ver la Casa de Fieras, excursión, lo llamaban, cuatro paradas de autobús y lo llamaban excursión, pero era una auténtica fiesta en día lectivo, las jaulas apestaban, las fieras no eran tales, apenas pobres bestias degradadas y flacas, la piel deslustrada, llena de mataduras, las moscas revoloteaban alrededor de sus cansadas cabezas, el elefante era ya como de la familia, toda la vida mirándole, dándole unas pocas pesetas a su cuidador para que lo malalimentara con los mismos trozos de pan duro, los mismos cacahuetes, lo sentí mucho cuando murió por fin el pobre, de viejo, como murió aquel desastre de zoológico que llevaba toda la vida cayéndose a cachos, era bonito de todas formas, aunque apestaba, y muy pequeño, tanto que terminamos demasiado pronto, lo vimos todo en tres cuartos de hora, y entonces nos soltaron, ellos estaban sentados en un banco, al sol, junto al estanque, los dos, qué envidia me dieron, deberían haber estado en clase aquella mañana, pero en la universidad las pellas no eran ni siquiera pellas, cómo me hubiera gustado ser como ellos, entonces me desmarqué del grupo, se lo avisé a Chelo, me voy con mi hermano, Pablo llevaba un libro, se subió al banco, Marcelo me mandó un beso, y me hizo una señal con la mano, no quería que me acercara más, me senté en el suelo, a mirarles, Pablo carraspeó, enunció con voz fuerte y clara Les fleurs du mal; y comenzó a declamar, a bramar en francés, describiendo grandes círculos con el brazo libre, se encogía y se estiraba, ocultaba de tanto en tanto la cara contra su hombro, presa de una dolorosa emoción, y me increpaba patéticamente, a mí, su exclusiva espectadora, luego se fue formando un corrillo, ocho o diez personas, algunos estaban desconcertados, otros se reían, yo imitaba a estos últimos por quedar bien, aunque no me estaba enterando absolutamente de nada, Marcelo, vuelto hacia Pablo, le miraba con admiración parecía acusar cadA palabra, su rostro reflejaba sucesivamente pesar, alegría, pánico, tristeza, inseguridad, miedo, desesperación…, al principio pensé que se habían vuelto locos, luego, cuando empezaron a revolverse, incapaces de aguantarse la risa, ya no supe qué pensar, sus convulsiones eran cada vez más violentas, al final Pablo terminó de hablar bruscamente y saludó al personal haciendo una reverencia, Marcelo se subió entonces al banco con él, le señaló con el dedo y gritó -¡ Camaradas, esto es el socialismo! estallaron los aplausos, largos aplausos, no sé hasta qué punto conscientes, a lo lejos percibía la voz de mi tutora, cada vez más nerviosa -¡ María Luisa Ruiz Poveda y García de la Casa, venga usted aquí!-, no le hice caso, desobedecí, me limité a chillar en su dirección -Me voy a casa con mi hermano mayor, y ellos me dieron la mano, un municipal merodeaba por allí, empezamos a caminar discretamente, atravesamos la verja sin ningún contratiempo, y me llevaron a tomar el aperitivo en una terraza, Coca-cola y gambas a la plancha, todo un lujo, en aquel momento decidí mutilar yo también mis apellidos por su parte más noble, desde entonces soy Ruiz García, Ruiz García a secas, Marcelo firmaba así desde hacía años, solamente por joder, y lo conseguía, eso desde luego, a mi padre se lo llevaban los demonios cada vez que cogía el teléfono o sacaba una carta del buzón, él estaba muy orgulloso de la aristocrática eufonía de los apellidos de sus vástagos, de la casual coincidencia que barnizaba de nobleza esos dos linajes perfectamente plebeyos, hacía mucho hincapié en el "y" que los unía, trataba de fomentar la confusión por todos los medios posibles, incluida la imposición en la pila bautismal de diversos nombres propios, cuidadosamente elegidos, a cada uno de sus hijos, por si colaba, yo tenía cuatro, y de los más con seguidos, María Luisa Aurora Eugenia Ruiz-Poveda y García de la Casa, pero soy solamente Lulú Ruiz García desde aquel día, cuando me los encontré en El Retiro, en París lanzaban adoquines contra la policía, ellos se conformaban con declamar a Baudelaire en un parque público, pero eran jóvenes y guapos, les brillaban los ojos y se reían por cualquier cosa.

– ¿Qué te pasa? -la voz de Marcelo me sonó muy lejana, pero cuando volví la cabeza casi tropecé con él-. ¿No estás bien todavía?

– Sí, sí, claro que estoy bien, ya no tengo fiebre… -le aseguré. Convalecía de una larga gripe mal curada, por eso no había ido a cenar con ellos-. Es que me he quedado colgada de una historia muy vieja, aquella mañana del Retiro, Las flores del mal, ¿os acordáis? No sé ¿ por qué, pero hoy me recordáis mucho a vosotros mismos aquel día, os traéis algo entre manos, estoy segura, y eso os rejuvenece, no sé por qué… -se rieron mucho con mis comentarios, se miraron el uno al otro con una expresión significativa, pero permanecieron mudos-. ¿No me lo vais a contar…?

– No -la respuesta de Pablo quedó ahogada por el ruido del timbre de la puerta, un atronador mecanismo de cuerda que tendría cerca de ochenta años de edad y habíamos conseguido salvar de milagro.

Ignoraba que esperáramos visita, pero llegó un montón de gente.

Luis, compañero del colegio de ambos, feo y viejo amigo en pleno proceso de desintoxicación postruptura sentimental muy grave, con cuernos dolorosos de por medio, vino con dos tías. Una era pequeña, rubia, metida en carnes y femenina hasta el empacho, su tipo de toda la vida, no se cansaba nunca de ellas. La otra, grande y huesuda, con acento sudamericano, me pareció muy rara, sospechosamente parecida a un tío, aunque el agudo tono de su voz desmentía esa impresión. Traté de indagar acerca de su auténtica naturaleza, pero Pablo no parecía dispuesto a contestar a ninguna de mis preguntas, y Marcelo decidió seguir su ejemplo.

Luis dirigía a Pablo de tanto en tanto miradas cargadas de interrogantes.

Creí interpretar correctamente su posición, evidentemente, pensé, ha venido a echar una mano Pero está fuera del plan, ni siquiera sabe cuándo debe intervenir.

– Bueno -dijo por fin, respondiendo quizás a una señal que no pude captar-, ¿con quién empezamos?

– Bah, pero no me digas que todavía estás pensando en eso -Marcelo me miró de reojo, no me engañaba, quería picarme-. Yo paso.

– De qué pasas? -piqué, por supuesto, no les iba a privar de esa satisfacción, con el trabajo que se habían tomado, traer a Luis, y todo eso.

– Nada, es solamente una chorrada -fue el propio Marcelo quien me contestó-, la última chorrada, pero medio Madrid está como loco con ella…

– Pero, ¿qué es? -empezaba a sentir curiosidad-. Hace casi dos semanas que no salgo de noche, con lo de la gripe.

– Es un juego -Pablo me sonrió-, un juego tonto como el del pirata pata de palo…, el del medio limón el cuello de pollo, claro que tú eras muy pequeña, no sé si jugarías alguna vez.

– Sí, sí, claro, jugué muchas veces -todavía me acordaba del susto-, era muy divertido.

– Cómo se jugaba? -preguntó alguien.

– ¡Oh! Era un juego iniciático, bastante complicado -expliqué-. Hacían falta por lo menos tres personas para organizarlo. Una esperaba sentada en una silla, en un cuarto a oscuras, con una mano llena de pegotes de plastilina, medio limón exprimido sobre la cara y un cuello de pollo crudo, lo más grande posible, entre las piernas, además de otras cosas que no recuerdo, iah, sí, también había un bastón, que hacía de pierna ortopédica. Una segunda persona elegía al inocente de turno y le explicaba que le iba a llevar a ver al pirata pata de palo, le metía en la habitación a oscuras, le cogía una mano, se la pasaba por encima de los pegotes de plastilina y le contaba que era la mano leprosa del capitán, luego le agarraba un dedo y se lo metía de repente en el medio limón, diciéndole que era la cuenca vacía del ojo que el corsario perdió en una batalla -¡qué asco!, exclamó la nueva novia de Luis, tan femenina-, al final, había que conducir la mano lentamente a lo largo del cuerpo del supuesto pirata, para que la víctima supiera en todo momento por dónde iba, el estómago, la tripa… Un poco más abajo, de repente, se le cerraba la mano en torno al cuello de pollo, que el otro colocaba adecuadamente, y os juro que era igual, igual, igual que la polla de un tío, un cilindro de carne húmedo y como lleno de nervios por dentro -me reí, acordándome de las risas y los chillidos con los que solía culminar cada sesión-. En ese momento, una tercera persona encendía la luz y se desvelaban todos los misterios, era muy divertido…

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