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Quería mantenerme fuera del lumpen, porque me daba pánico que Pablo se enterara de que yo andaba por ahí sola, de noche, soltando pasta para meterme en la cama con un par de maricones, o con tres, o con cuatro, me aterraba la posibilidad de que lo llegara a saber, y él tenía muchos contactos con el lumpen, extraños amigos, delincuentes habituales, gente que se había encontrado en la cárcel y fuera de la cárcel, gente que le adoraba y que me conocía, gente que le hubiera ido con el cuento a las primeras de cambio.

Quería quedarme en Malasaña, allí había conocido a Jimmy y a Pablito, conocí a algunos más, pocos, bisexuales ávidos y bien alimentados, no todos hermosos, dispuestos sin embargo a compartir su novio conmigo por pura diversión, pero el filón se agotó pronto, muy pronto, y yo no tenía bastante, incumplí la regla de oro, una sola dosis de cada cosa, y no tenía bastante, entonces sucedió lo peor que podía ocurrir, renuncié a actuar a través de intermediarios; me dediqué a buscarlos yo misma, los resultados fueron nefastos, algunos se rieron en mi cara, ellos solamente iban por allí a tomar copas, y mi cuerpo no les interesaba, mi dinero no les interesaba, mi curiosidad no despertaba su curiosidad, otros me despreciaban, y me lanzaban su desprecio a la cara, me hice famosa, eso fue lo peor, que me hice famosa, y algunos de mis amigos dejaron de saludarme, circularon rumores, Marisa está cada día más rarita, al final una vieja compañera de la facultad que se había apuntado muchos años atrás al multitudinario gremio de la hostelería, me lo dijo a las claras, mira, si quieres tíos de ésos, págatelos, debe de haberlos, a puñados, tiene que haber de todo, pero no aquí, joder, que aquí lo único que haces es espantarme a la clientela…

– Sin una sola pluma, eso lo primero, altos, un metro setenta y ocho como mínimo, grandes, convencionalmente guapos de cara, ya sabes, el tipo de chicos que les gustan a las colegialas, delgados pero musculosos, sin pasarse, culturistas no, de veinticinco a treinta y cinco años, uno de ellos puede ser más joven, solamente uno, y ninguno más viejo, piel preferiblemente morena, pelo preferiblemente oscuro, las piernas largas y, por favor, poco velludos, lo menos posible. Sería mejor que no estuvieran enamorados entre sí, lo ideal sería que se conocieran y que se gustaran, aunque ya sé que no se puede pedir de todo, la raza me da igual, siempre que no implique una subida de precio, con tal de que ninguno sea oriental, no me gustan los orientales, ¡ah! y, si puede ser, me gustaría que al menos uno de ellos fuera bisexual, o si no bisexual, por lo menos capaz de hacérselo con una tía, vamos, conmigo, quiero decir, aunque no le guste, eso no me importa, no puedo aspirar a que encima le guste, luego, bueno, cuanto…, cuanto mejor dotados estén, pues… en fin, ya sabes, mira a ver lo que puedes hacer, la pasta no es problema, creo…

Lo solté de carrerilla, atropellándome, sin pararme a escuchar lo que decía, como una lección expresamente aprendida para un examen oral.

Quería terminar pronto.

Me daba mucha vergüenza, haber llegado hasta ese punto.

Él asintió con la cabeza a cada uno de mis requisitos, dándome a entender que comprendía exactamente la naturaleza de mis exigencias, pero insistí por última vez, de todos modos.

– Quiero sodomitas, no mariquitas. ¿Está claro?

– Está claro -me contestó.

Era un tipo siniestro, Pablito ya me lo había advertido, siniestro, pero era también uno de los amos de la calle, controlaba a mucha gente, a muchos corderitos necesitados, descarriados, hermosos, conmovedores.

Yo pretendía mantenerme fuera del lumpen, que ría quedarme al margen y lo intenté, pero no pude.

Cuando comprendí que ya no quedaba más remedio, tomé ciertas precauciones, renuncié a servirme de mis propios amigos, y rechacé a Ely, eso desde el principio, porque él no me lo habría con sentido jamás, estaba segura. Al fin y al cabo, yo era todo lo que él intentaba ser, tenía todo lo que él quería tener, y a él le costaba tanto, tanta vergüenza, tantos quirófanos, tantas lágrimas… Para él, la humanidad se dividía en dos secciones perfectamente delimitadas, y a mí me tocaba estar en el lado de los bienaventurados, jamás habría tolerado tanto derroche.

Procuré moverme con discreción, citarme en lugares apartados de los circuitos clásicos; evitar todos los riesgos previsibles, pero tardé bastante tiempo en conocer a la gente adecuada en los lugares adecuados, transcurrieron meses antes de que el teléfono fuera suficiente.

Me daba pánico que él se enterara de todo, y tomé ciertas precauciones, pero éstas resultaron fallidas en todos los casos, la torpeza me ha perseguido siempre como una maldición.

Me topé con Ely una vez, al principio.

A Gus, un camello amigo de Pablo, me lo encontraba por todas partes, mientras hacía la calle yo también, aunque en sentido inverso, solicitando en lugar de ofrecer, en busca de algo que llevarme a la cama. Llegué a sospechar que tanta coincidencia no podía ser casual, pero terminé por descartar esa hipótesis. Al fin y al cabo, contaba con indicios suficientes para suponer que algunos de mis mejores contactos podían hallarse también entre sus mejores clientes.

Luego, un buen día, Pablito me habló del chulo aquél, Remi.

A su lado, Jimmy parecía la madre superiora de las mercedarias con toca y todo, pero eso no impidió que llegáramos a entablar una larga y provechosa relación comercial. La primera vez me consiguió una pareja de tíos realmente buenos, muy guapos, muy caros también. Disfruté mucho con ellos. Después, uno, el más viejo, no mucho mayor que yo en cualquier caso, me interrogó cortésmente acerca de lo que él consideraba también una estrambótica pasión, qué sacas tú en claro de todo esto, dijo exactamente.

Yo me lo había preguntado ya muchas veces, y lo haría todavía muchas más, a lo largo de las oscuras, febriles noches que sucedieron a aquella primera noche, qué sacaba yo en claro de todo aquello, qué me daban ellos, más allá de la saciedad de la piel.

Seguridad.

El derecho a decir cómo, cuándo, dónde, cuánto y con quién.

Estar al otro lado de la calle, en la acera de los fuertes.

El espejismo de mi madurez.

Había otras vías, intuía muchas otras vías, caminos menos barrocos, menos intensos, menos agotadores, para acceder al mismo sitio, pero ninguno era tan cómodo para mí, porque yo no sabía exactamente hasta dónde quería llegar. Me había tropezado con ellos y me había dejado ir, pensaba, nada más, en cualquier momento podría volver sobre mis pasos, sin traumas y sin lamentaciones, era un pasatiempo inocente, sólo un pasatiempo inocente, y me sentía bien, tan mayor, tan superior, tan entera, mientras jugaba con ellos…

Tenía miedo, sin embargo, tenía cada vez más miedo, y no sólo por la cuestión del dinero, eso llegaría a convertirse en un problema serio, con el tiempo, cuando se agotó la cuenta de Inés, el dinero que Pablo ingresaba todos los meses en aquella cuenta, yo nunca le había pedido dinero, no quería más dinero que el estrictamente necesario para pagar a medias los gastos de la cría, pero él ingresaba de más, mucho más, de todas formas. Me resistí a gastármelo, al principio lo intenté, pero en aquellos tiempos mis buenos propósitos adolecían de una estructura excesivamente endeble, y lo tenía tan a mano… Al final, me lo gasté todo, me lo fundí muy deprisa, hasta la última peseta, entonces la pasta comenzó a ser un problema, aunque nunca sería el más grave de los problemas.

Tenía miedo, miedo de no ser capaz de reaccionar, de no saber detenerme a tiempo, a ratos me sentía inútil para determinar la frontera entre la fantasía y la realidad, amenazada por las sombras de un mundo sucio y ajeno al que jamás había creído poder pertenecer, pero que ahora estrechaba un cerco cruel, obsesivo, en torno a mí.

Debería haberlo hecho, me daba cuenta de que debería haberlo hecho, pero no podía renunciar a ellos, no podía, porque nada se les parecía, ningún deseo era comparable al que me inspiraban, ninguna carne era comparable a la que me ofrecían, ningún placer era comparable al que me proporcionaban, ellos eran lo único que tenía, ahora que había vuelto a vivir una vida trabajosa y monótona, hecha de días grises, todos iguales, ellos, un pasatiempo inocente, eran mi única posesión y mi única diversión al mismo tiempo.

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