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– Pablo -ambos se volvieron para mirarme-. Se llama Pablo, igual que papá, y está muy cansado, así que vamos a dejarle dormir. Además -me dirigí a Inés-, Cristina te estaba buscando antes, me ha dicho que quería jugar contigo al escondite inglés…

– Pero si nunca le apetece… -balbuceó. No me extraña nada, pensé, era una auténtica tortura jugar al escondite inglés con Inés, no se cansaba nunca y hacía trampas todo el tiempo.

– Pues hoy lo está deseando -Pablo soltó una carcajada-, yo que tú aprovecharía la ocasión…

Se levantó y salió corriendo. El también se levantó, y salimos de la habitación.

– ¡Vaya, vaya! -su voz era cruel, otra vez-. ¿De dónde has sacado ese pedazo de carne?

Todas mis esperanzas se desvanecieron de golpe.

– Yo podría preguntarte lo mismo… -musité.

– ¿Cristina? -me miró sorprendido-. No, por Dios, en ella es mucho menos evidente, y tú lo sabes.

– Pero es muy joven, eso es lo que te gusta, ¿no?

– me miró con ojos duros, todavía más duros. Luego pareció tranquilizarse. Se preparaba para hacerme daño.

– Tiene diecisiete años, pero está creciendo muy deprisa.

– Todas crecemos -le dirigí una mirada de triunfo pero me dio miedo sostenerla. Los ojos le echaban chispas, las aletas de la nariz, de su nariz demasiado grande, palpitaban cada vez más deprisa, sus labios estaban tensos, conocía bien todos esos síntomas, iba a estallar en cólera de un momento a otro.

– ¡Tú no! -sus palabras hirieron mis oídos, sus dedos se me clavaron en los brazos, sus ojos fulminaron los míos, dejé caer los párpados, me encogí y me mantuve inmóvil, blanda como un muñeco de trapo, sabía que iba a zarandearme y permití que lo hiciera-. Tú no, Lulú, tú no has crecido nunca, ni crecerás en tu vida, maldita seas, tú no has dejado de jugar jamás, y sigues jugando ahora, juegas a ser adulta, solamente estás haciendo unos extraños deberes que te has impuesto a ti misma, no entiendo por qué, has dejado de ser una niña brillante para convertirte en una mujer vulgar, no comprendo por qué, no lo he comprendido todavía, te asustaste y te marchaste con la gente corriente, pero has fracasado porque no has entendido nada, tú no has crecido, Lulú, tú no, nosotros no éramos gente corriente, no lo somos, aunque tú ya lo hayas echado todo a perder…

– me soltó, yo no me atrevía a moverme, me tomó de la barbilla y me levantó la cara, pero no quise mirarle-. Nunca te lo perdonaré, nunca.

Se dio media vuelta y se alejó de mí, pero regresó, de repente. Yo me había apoyado en la pared. Le miré. Parecía derrotado.

– No pensaste mucho en mí, ¿verdad?

Entonces me di cuenta de que estaba borracho, a las doce y media de la mañana, borracho, controlaba muy bien pero a mí no me engañaba, a mí no, y me sentí mal, porque pensaba que ahora, con lo de la pelirroja y el simple paso del tiempo, lo habría dejado, prefería no acordarme de todo aquello, cuando me fui de casa, Marcelo me dejó de hablar una temporada, mi propio hermano, todos me señalaban con el dedo, Pablo no, él nunca lo hizo, pero bebía mucho, mucho, estaba todo el día borracho, entonces.

– No me queda mucho tiempo, ¿sabes? Me estoy haciendo viejo, me siento cada vez más ridículo, con todas estas niñatas, no tengo de qué hablar con ellas, y no me apetece enseñarles nada, ya, a ninguna… A veces pienso que estoy empezando a chochear, no me cuesta trabajo, eso sí, las consigo fácilmente, esa es una de las pocas cosas para las que sirve ser un poeta que no vende libros en estos tiempos, para ligar y para tomar copas gratis, ya sabes, pero estoy cansado muy cansado…

Esperé cualquier señal, cualquier indicio, para arrojarme a sus pies, pero no dijo nada más, me dio la espalda y se dirigió al cuarto de estar. Estoy perdiendo facultades, pensé. En ese momento Pablito salió por la puerta y me miró con sus habituales ojos de disculpa. Lo había oído todo.

– ¿Quieres tomar un café? -asintió con la cabeza.

El desayuno fue muy breve. El no volvió a despegar los labios. Cristina intentaba tan disimulada como infructuosamente ligar con mi invitado, que se la quitaba de encima con suma facilidad. Inés estaba muy pesada. Quería que todos jugáramos al escondite inglés, aseguraba que siendo muchos era más divertido.

Pablo ni siquiera se despidió de mí cuando se fueron.

– ¿Ese es tu marido? -Pablito se había arrellanado en un sillón, no mostraba intenciones de marcharse. Le contesté que sí-. Ah, pues está muy bueno, con esas canas, me gusta mucho, los hombres mayores tienen un morbo especial…

No sabía si reírme o echarle de casa, al principio, pero no quería quedarme sola.

Tal vez ya no pueda volver, no pueda volver nunca, pensé.

– Bah, no creas -me esforcé por desechar instantáneamente aquella hipótesis-, tu novio la tiene mucho más gorda.

– Bueno, eso es sólo psicológico.

– Ya -le contesté-, y los Reyes Magos son los padres.

Me miró con cara de extrañeza, no sabía por dónde iba.

– Tú le pedías juguetes a los Reyes Magos cuando eras pequeño, ¿no? -movió la cabeza afirmativa mente, le sonreí-, y seguiste pidiendo juguetes a tus padres cuando te enteraste de que lo de los Reyes era un camelo ¿no? -volvió a asentir-. Y ¿cuándo te hacían más ilusión los juguetes, antes o después de enterarte de todo?

– Antes, pero eso no tiene nada que ver con el tamaño de la polla de tu marido…

Solté una carcajada, me estaba divirtiendo.

– Con el de la suya específicamente no, pero sí tiene que ver con el tamaño de las pollas de los tíos en general, porque las dos cosas, las pollas grandes y los Reyes Magos, son la misma cosa, son dos mitos ¿comprendes? -no, no comprendía, lo leí en sus ojos-. Mira, el rollo de los camellos, de los zapatos en el balcón, la cabalgata, no alteraba la cantidad ni la calidad de los juguetes, pero les añadía algo, a ti te hacían más ilusión, ¿no?, pues es lo mismo el tamaño de la polla de Pablo no altera la calidad ni la cantidad de sus polvos, pero Jimmy la tiene más gorda, ¿lo entiendes ahora?, vivimos en un mundo repleto de mitos, el mundo entero se asienta sobre ellos, y ahora tú me sales con que es sólo psicológico… ¿por qué empezar por el mito de las pollas grandes, por qué derribar ése antes que los demás? Los mitos son necesarios, ayudan a vivir a la gente…

– Pues ¿sabes lo que te digo? -adiviné que no le había convencido-, que me encantaría acostarme con tu marido, aunque no la tenga tan gorda como el mío.

– A mí también me encantaría acostarme con él

– aquello iba en serio, ya no tenía ganas de seguir jugando-, pero está cada vez más difícil, de un tiempo a esta parte…

la segunda vez recurrí a Sergio, reciente novio

de Chelo, camarero en un bar de moda.

Quería mantenerme fuera del lumpen, quedarme en Malasaña, allí me sentía cómoda, segura, allí me habían salido los dientes, horas y horas sentada en aquellos insoportables bancos de fábrica recubiertos por delgados cojines de gomaespuma, tan ineficaces bebía vodka con lima, repugnante pero muy femenino, entonces, cuando hice las primeras risas, las primeras borracheras, las primeras vomitonas, allí viví con Pablo todo el tiempo, en un ático enorme, con las vigas al aire, ¿ se" viviendo él, uno de los últimos supervivientes, y mi figura formaba ya casi

parte del paisaje, allí mis propósitos podían pasar perfectamente desapercibidos, y aún conocía a mucha gente, a casi toda la gente de antes, éramos muchos todavía, aunque muchos también se habían quedado por el camino, y todos comentábamos lo mismo cómo ha cambiado el barrio, ya no es igual, aunque quizás los únicos que habíamos cambiado éramos nosotros, todos nosotros, diez, doce, quince años después, los estigmas de la edad, calvas, barriguitas canas, sujetadores debajo de las blusas, arrugas en la cara, cada noche un poco más profundas, la carne irreparablemente fofa, cada noche un poco más fofa Pero éramos los mismos, casi los mismos, nos reíamos mucho, todavía, y, en realidad, la plaza seguía igual, las calles, los bares seguían igual, poco más o menos.

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