Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Era Inés.

Pablo la llevaba en brazos, envuelta en una gabardina mojada, él estaba completamente empapado, el agua le chorreaba sobre la cara.

– Hola -el tono de su voz hubiera podido inducir a cualquiera a creer que hacía solamente un par de horas que no nos veíamos-. ¿Te hemos despertado? -asentí con la cabeza-. Lo siento, pero es que se ha echado el frío encima de repente, se ha puesto a llover, y en la bolsa de Inés solamente había ropa de verano, hemos venido a coger un impermeable, y un par de jerseys…

Esperaba un beso, pero no lo hubo.

– Hola, mi amor -Inés sí se me echó encima para besarme, y Pablo le quitó el impermeable antes de trasvasarla de sus brazos a los míos. Luego entró en mi casa como si fuera la suya.

– Esta es Cristina -me miró un instante, con los ojos duros-. Cristina, te presento a mi mujer…

Entonces me di cuenta de que eran tres. Ella, la pelirroja, no tan desteñida como Chelo me había contado, estaba semiescondida detrás de la hoja de la puerta. Avanzó un par de pasos y luego amenazó con seguir, le tendí la mano antes de que llegara a acercarme los labios a la cara. Ella la estrechó, confusa. Pablo intervino en su auxilio.

– Marisa no soporta los besos no sentidos…

– No me llames Marisa, por favor -últimamente cultivaba con asidua crueldad esa pequeña técnica de venganza personal, sumamente efectiva por cierto, se me rompía algo por dentro cada vez que le escuchaba.

– Por qué no? Es un diminutivo cariñoso -se volvió hacia su novia-. Bueno, ella no deja que la bese cualquiera, es muy especial para eso, elige siempre, ¿sabes? No está muy bien educada, claro que eso es más culpa mía que suya…

Inés empezó a reírse como una loca. Tenía ese defecto, de repente estallaba en carcajadas sin ningún motivo. Aquella vez, su explosión resultó oportuna, sin embargo.

El cuarto de estar conservaba intactas las huellas de la batalla nocturna. Un chorro de semen seco dibujaba una extraña ese sobre el cristal de la mesa.

No hubo comentarios, sin embargo.

– Me voy a hacer un café -deposité a Inés en el suelo. Pablo se sentó en el sofá, la pelirroja se dejó caer a su lado, intentó cogerle el brazo, él se lo impidió-. ¿Queréis tomar algo?

Querían café, ambos.

Era guapa, muy guapa, y muy joven, desde luego, veinte o veintiún años, podría ser su hija, yo jamás habría podido pasar por su hija, ni siquiera aunque lo hubiera intentado, que nunca lo hice, pero ella era delgada y flexible, elástica, ágil, tenía las piernas feas, demasiado flacas, eso me reanimó, pero sus ojos verdosos eran enormes, y su pelo rojizo espeso y brillante, era muy guapa y tenía las tetas de punta, los pezones se le adivinaban a través del jersey, pechos de adolescente todavía.

Inés arrastró a Pablo a su cuarto para enseñarle la carpeta en la que guardábamos sus trabajos del colegio. Ella me siguió hasta la cocina y se quedó en el umbral de la puerta, mirándome.

– Yo te admiro mucho, ¿sabes? -parecía tranquila y segura de sí misma.

– No, mira, por favor… -no iba a soportarlo, eso sí que no-. Soy una borde, ya lo sabes, y si hay algo que me ponga de mala leche son las sesiones de confidencias de mujer a mujer, así que te agradecería que me ahorraras las tuyas.

– No me refería a nada de eso -su voz todavía era firme-. He leído tu libro.

– Lo dudo -le contesté-. Yo no he escrito ningún libro.

– Claro que sí -insistió, parecía sorprendida-. Pablo me lo dejó, el libro de los epígrafes. Y me gustó mucho.

– Epigramas.

– ¿Qué? -daba la sensación de que no le importaba mucho nada.

– Epigramas, no epígrafes.

– Ah, bueno -emitió una risita-, es lo mismo.

– No -chillé-, no es lo mismo, por supuesto que no es lo mismo.

Calló y bajó los ojos. Ofrecía un blanco perfecto ahora.

– Ese libro no es mío -se me estaba desparramando todo el café, me iba a costar una fortuna aquella cafetera-. Yo solamente lo traduje, escribí las notas y un prólogo, nada más. El texto es de Marcial -me miró con extrañeza, Marco Valerio Marcial, un tío de Calatayud, y no te gustó ni mucho ni poco porque no lo has leído, y no tengo ganas de proseguir esta conversación, tú no me admiras solamente sientes curiosidad por mí, pero ese sentimiento no es recíproco, lo cierto es que me pareces una jovencita bastante vulgar, así que no tiene sentido seguir hablando, lárgate y déjame en paz de una puta vez.

Yo jugaba con ventaja.

Ella tenía las tetas de punta, solamente.

Yo tenía treinta años, y estaba casada con él.

Me miró un momento, roja como un tomate, luego se dio la vuelta y desapareció.

Marcial. La época dorada de mi vida, aquel maravilloso trabajo, económicamente ruinoso, más de un año de pequeñas satisfacciones personales, estaba tan orgullosa de mí misma cuando por fin salió el libro, Pablo estaba tan orgulloso de mí…

Cerré la cafetera y la puse en el fuego. Es guapa, muy guapa, pensé, y muy joven, conserva el aire frágil de los adolescentes.

Medité un momento, tratando de recordar quién me había producido la misma impresión, no hacía mucho tiempo.

La cafetera pitaba. Apagué el fuego y salí corriendo. Cuando llegué a mi cuarto, era ya demasiado tarde.

Pablito seguía dormido, desnudo, espléndido y rotundamente empalmado, su sexo parecía el poste central de una carpa de circo.

Inés, sentada en el borde de la cama, lo señalaba con un dedo.

– Qué es eso, papá?

Pablo, acuclillado a su lado, le sonreía.

– Oh, eso…, es que echa de menos a mamá.

– ¿Es huerfanita, la pobre? -lo preguntó con un tono de sincera compasión.

– No, Inés -Pablo se rió-. No es huerfanito, echa de menos a mamá, a tu mamá, a Lulú, ¿comprendes?

– Tú no tienes de eso cuando duermo contigo, y también dices que echas de menos a mamá…

– se volvió hacia él, parecía intrigada.

– ¡Pero si es una chica, tonto! -se volvió regocijada, le encantaba pillarnos en un renuncio, a cual quiera de los dos-. Lleva coleta, como yo… -se tocó el pelo, me gustaba mirarla, se parecía mucho a mí, Pablo solía decírmelo, quiero tener una hija igual que tú, yo me tocaba la tripa y me reía, pero se salió con la suya al final, y tuvimos una hija igual que yo.

– No, Inés -hablaba en voz muy baja, con un tono muy sereno, sedante, el que usaba para explicar las cosas importantes, a ella le fascinaba aquella voz, y a mí también-. Eso no tiene nada que ver, yo también podría llevar coleta, si dejara de cortarme el pelo. Es un chico, mírale bien, tiene una bolita en la garganta…

– Elisa también tiene bolita y es una chica -Inés siempre había llamado Elisa a Ely, le quería mucho encontraba muy divertidos sus gestos, su acento, su forma de andar y, sobre todo, su nuez.

– Pero Elisa tiene tetas y éste no, mira -Pablo señaló el pecho liso de Pablito e Inés se quedó mirándolo, asintiendo con la cabeza, ése era un argumento definitivo para ella.

Yo me había preguntado muchas veces si aquella era la manera adecuada de educar a una niña, se lo pregunté a Pablo también, una noche que Ely es taba en casa, había venido a ver Cómo casarse con un millonario la daban por la tele. -¡Me pido ser Marilyn!- había anunciado, nada más pasar por la puerta, entonces llamó por teléfono un amigo francés, de los tiempos de Filadelfia, estaba en Madrid de paso, quería vernos, no encontrábamos canguro, y al final aceptamos el ofrecimiento de Ely, se quedó cuidándola, Inés acababa de cumplir dos años, entonces le pregunté a Pablo si aquélla era la manera adecuada de educar a una niña, y él me contestó que sí. -Es que yo soy mucho más viejo que él. le parecía mejor que educarla como me habían educado a mí para luego haber acabado dando con un tío como él, pero la estamos privando del placer de ser pervertida, objeté, él insistió, creo que es mejor en cualquier caso, sonreía.

– ¿Cómo se llama? -Inés creía ciegamente que su padre lo sabía todo, en mis conocimientos confiaba mucho menos.

35
{"b":"125163","o":1}