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Mañana pensaré en todo esto.

Estaba mordisqueando una pasta hojaldrada, ya no me quedaba ninguna con piñones, cuando escuché el timbre de la puerta.

Mañana pensaré en todo esto, en la horrible resaca que se me ha venido encima, la sensación de frío y de vergüenza que me invadió al final, cuando me dejaron sola, desnuda, encima de la mesa, y sólo podía pensar en que tenía que pagarles, me sentía tan mal, tan desamparada, ellos hablaban entre sí, no significaban nada para mí, no les conocía, ni ellos me conocían a mí, pero tenía que pagarles y lo hice, luego me despedí, torpemente, dejé a Pablito contando los billetes, y me metí en el cuarto de baño, pensando que todavía había tenido suerte, podían haberme robado, yo qué sé, sólo a mí se me ocurre meterles en casa, abrí la ducha y esperé, cuando escuché el portazo salí para comprobar que me había quedado sola y me metí debajo del chorro caliente humeante, para derretir las gotas de agua tibia que pudieran quedar sobre mi piel, mañana pensaré en todo esto, me lo repetía a mí misma, mañana, mientras me dirigía a abrir la puerta.

Pablito lloraba, la cara oculta por un brazo, apoyado en el marco.

Tras unos minutos de silencio, totalmente rotos por los descontrolados sollozos que parecían a punto de reventarle el tórax, busqué algo que decir. Como no encontré nada mejor que una estupidez, la solté de todos modos.

– ¿Te has dejado algo?

Se quitó el brazo de la cara, me miró y negó con la cabeza. Cuando ya parecía que se estaba calmando, rompió a llorar nuevamente, y su llanto creció se magnificó, elevándose hasta adquirir un volumen estentóreo. Entonces le obligué a pasar. Si seguía llorando de aquella manera, iba a despertar a todos los vecinos.

Le pasé un brazo por el hombro, estaba conmovida, nunca había visto llorar a nadie de esa manera nunca había percibido un desvalimiento semejante, es infeliz, muy infeliz, pensé, y por eso le pasé un brazo por el hombro, pero él cerró los dos en torno a mi cuello, y se abandonó sobre mí, siguió llorando, como pesaba mucho más que yo, desconsolado y todo, me di cuenta de que nos íbamos a caer, nos caíamos, pero no me parecía correcto decirle que me soltara, así que maniobré rápidamente con los pies, y por lo menos nos caímos encima del sofá.

Le acaricié el pelo, recogido todavía en una coleta diminuta, durante casi veinte minutos, hasta que estuvo en condiciones de hablar.

– ¿Puedo quedarme a dormir aquí? -su petición me sorprendió casi más que su ataque de llanto-. Es que no tengo ningún sitio adonde ir…

– Claro que puedes quedarte a dormir, aunque no lo entiendo -le miré un buen rato, busqué heridas, señales, picotazos, algo que se me hubiera escapado antes, pero no descubrí nada nuevo, nada capaz de explicar su situación, parecía cualquier cosa menos un tirado-. ¿No tienes casa?

– Sí, vivo con Jimmy, pero hemos discutido…, me ha dicho que no piensa aguantar mis ataques de celos, que soy una histérica…, va a dormir con Mario…, hoy…, después de lo que me ha obligado a hacer…, ahora ni siquiera me deja dormir con él…

– su discurso apenas era tal, más bien una confusa sucesión de palabras inconexas, ahogadas, desfiguradas por el llanto- yo no puedo ir allí, me moriría…, si fuera a casa me moriría, no lo soportaría, y además, me ha quitado todo el dinero, lo tuyo, por cierto, oye… -levantó los ojos hacia mí y se esforzó por hablar más claro-, muchas gracias de todas formas, por las cinco mil de más, me las ha quitado también, y otras tres mil pelas que llevaba encima, estoy sin un duro, por favor, déjame quedarme aquí…

– Menudo regalo de novio que tienes, hijo… -sabía que mis palabras le hundirían todavía más, pero me sentí en la obligación de pronunciarlas-. Puedes quedarte, por supuesto.

Movió la cabeza para darme las gracias, y continuó llorando, hasta que se quedó sin lágrimas.

Cuando le juzgué lo suficientemente sosegado como para volver a emitir sonidos articulados, le pregunté dónde prefería dormir.

– Puedes acostarte conmigo, en una cama grande o dormir en el cuarto de mi hija, que no está en casa, como quieras…

– ¿Tú tienes un hijo? -parecía muy sorprendido por la noticia.

– Sí, tengo una hija de cuatro años y medio, Inés -la expresión de su cara se acentuó-. ¿Te extraña?

– Sí, nunca hubiera pensado que fueras mamá, no te pega nada…

– Muchas gracias, me encanta que me digan eso.

– ¿Por qué? -ahora sonreía-. No lo entiendo siempre se tienen los mismos -años, con hijos o sin ellos.

– Supongo que no puedes entenderlo, tú estás en otra parte -con eso di por zanjada la cuestión-. Bueno, ¿dónde prefieres dormir?

– Pues, no lo sé… Supongo que es mejor que duerma contigo, meterme en la cama de una niña de cuatro años, no sé, me da cosa… -remató la frase con una carcajada.

– Muy bien, pues vámonos a la cama, estoy muy cansada, y supongo que tú estarás cansado también hoy ha sido un día especial -intenté imprimir a mi sonrisa una nota de complicidad-, las primeras veces siempre son agotadoras…

Volvió a reírse. Su risa me sentaba bien, resultaba reconfortante, me sentía muy cerca de él; en definitiva, pensé, los dos somos ovejitas del mismo rebaño, blancas y lustrosas, mullidas, con un lacito alrededor del cuello, el mío de color rosa e insoportablemente cómodo, el suyo supongo que rosa también, aunque mucho más doloroso.

Cuando volví de lavarme los dientes le encontré acurrucado en mi lado de la cama.

– ¿Te importaría correrte hacia la derecha? -me quité el albornoz y las zapatillas-. Ese es mi lado…

– No te vas a poner nada encima, para dormir?

– No, siempre he dormido desnuda -no era cierto, hasta los veinte años dormí vestida, con camisones de tirantes que me llegaban un palmo por debajo de la rodilla, pero Pablo no quería camisones, no quería más ropa que la estrictamente necesaria, y para dormir no hace falta ninguna, esa fue una de las primeras cosas que aprendí-. ¿Por qué…? ¿Te doy asco?

– No, no es eso… -me dio la sensación de que estaba incluso ligeramente asustado-. Es que nunca he dormido con una mujer…

– No te preocupes -trataba de tranquilizarle, pero no pude evitar reírme-, no te voy a atacar por la espalda, te lo prometo.

Me metí en la cama, él me miraba, sonriéndome. Me besó en los labios suavemente y se acurrucó lo más lejos que pudo de mí, a pesar de todo.

Cuando me desperté, era él quien me atacaba por la espalda.

Notaba sus brazos, alrededor de mi cintura, apretándome, y su sexo, erguido, golpeándome entre las nalgas, todo su cuerpo se movía rítmicamente contra mí, estaba profundamente dormido.

Le tomé una mano y la puse encima de uno de mis pechos. La dejó caer apenas la solté, aunque el contacto con una de las zonas más inequívocamente femeninas de mi cuerpo no pareció desanimarle. Mira qué bien, pensé, igual me toma por un travesti. Lo intenté de nuevo con los mismos resultados, y dejé escapar una risita, estaba regocijada por el resultado de mi experimento, hasta entonces había sido tan inexorable como una ley física, lo primero que hace un tío al despertarse pegado a la espalda de una tía es alargar una mano para aferrarse a sus pechos, no me había fallado nunca hasta entonces, pero éste se negaba a hacerlo, era divertido.

Cuando estaba a punto de insertar una de sus manos entre mis muslos para averiguar si se le bajaba o seguía igual de tiesa, sonó el timbre de la puerta.

De repente me di cuenta de que ya lo había es cuchado antes, me había despertado por eso, seguramente, era ya la segunda vez que llamaban, miré el reloj, las doce menos cuarto, me eché encima el albornoz a toda prisa, pensé que sería Marcelo, no se había quedado muy convencido con mi disculpa telefónica, pero el caso es que los timbrazos, una ensordecedora avalancha de sonidos agudos, cortos y repetidos, parecían solamente dignos de Inés.

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